“Este gran redentorista, apóstol de Viena, poseía la fe de la que habla el Evangelio y así llegó a predicar en templos vacíos dirigiéndose a los bancos. Y cientos de miles recibían de sus manos los sacramentos. Por su fe fue perseguido y desterrado”
Se llamaba Hansl (Juan), era el noveno de doce hermanos y nació el día 26 de diciembre de 1751 en Tasswitz, Moravia. Al morir su padre cuando él tenía 7 años, su madre, dando muestras de gran entereza, le puso delante del cruficijo advirtiéndole: “Mira, hijo, en adelante éste será tu padre. Guárdate de afligirle con un pecado”. El sueño del niño fue el sacerdocio. Pero ese instante exacto previsto por Dios no llegó hasta que superó la treintena. Antes, siempre hubo alguna contingencia que lo impidió. Su adolescencia estuvo compartida con dos acciones: ayudar a misa al bondadoso párroco, y trabajar como panadero. Por su corta edad no pudo seguir los pasos de su hermano mayor para convertirse en miembro de la caballería húngara y librar la batalla contra los turcos. Su lucha estaría en otros campos.
Como su vocación sacerdotal se había afianzado por completo en su corazón, y le acompañaba la gracia divina, la falta de recursos económicos no le impidió cumplir su anhelo. El vicario parroquial, ya con cierta edad, generosamente le enseñó latín. Cuando falleció, el sacerdote que le sucedió en la misión no pudo prestarle ayuda, y Clemente optó por ganarse la vida amasando pan para los Padres Blancos de Kloster Bruck; así continuó su aprendizaje. En este oficio, que desempeñó en varios lugares, tuvo ocasión de ser testigo de primera mano del drama de los desahuciados por la guerra y la carestía sufrida por los productos básicos para vivir; constató que mucha gente no tenía ni un trozo de pan que llevarse a la boca.
En su interior crecía el ansia de entregarse a Dios manteniéndole presente por encima de todo a través de la oración. Por eso, cuando viajó a Tívoli en 1771 eligió ser ermitaño en el santuario de Nuestra Señora de Quintiliolo. Con el permiso del obispo tomó el hábito y el nombre de Clemente en honor al prelado de Ancira, añadiendo el de María por su devoción a la Madre de Dios. No duró mucho tiempo en el lugar porque se percató de que esa vida no era para él y tuvo la intuición de que sería otra. Volvió con los Padres Blancos retomando su oficio de panadero.
Pudo seguir estudiando, pero nuevas dificultades de sesgo político pusieron freno a tan ansiada ordenación sacerdotal. Así que, otra vez se convirtió en ermitaño en Muehlfraun. En ese impasse, que duró dos años, su espíritu se curtió en la oración, severas penitencias y mortificaciones. Su madre le reclamó. De modo que regresó a Viena y a la panadería, la única profesión que dominaba. La Providencia puso en su camino a dos benefactoras que posibilitaron sus estudios en la universidad. A partir de entonces ni siquiera el veto impuesto por el gobierno a los que cursaban la carrera eclesiástica le impidió seguir alentando sus sueños. Thaddeus Huebl, un entrañable amigo que compartía su ideal, se trasladó junto a él a Roma con el único objetivo de dirimir en qué Orden tenían que ingresar. Y algo tan simple como el tañido de una campana, la primera que escuchaban y que procedía del templo de los redentoristas, les instó a dirigir sus pasos hacia él. Fue el reclamo utilizado por la divina Providencia eligiendo esta simple fórmula para llevarlos a la congregación en la que se desenvolvería su vida religiosa. El 19 de marzo de 1785 Thaddeus y Clemente, que tenía ya 34 años, profesaron. San Alfonso María de Ligorio vio que tenían madera de sacerdotes, y fueron ordenados diez días más tarde en la catedral de Alatrí.
Pasados unos meses, la misión de ambos fue Europa. Así lo determinó el superior general, padre de Paola. La situación de la Iglesia era comprometida a causa de la insidiosa opresión política. Sin embargo, Clemente difundió el evangelio con admirable celo. Fue expulsado repetidamente de distintas ciudades, pero nada le venció. Suiza y Polonia supieron de su ardor apostólico. Impulsó el albergue del Niño Jesús para los pequeños que recogía en las calles; se dedicó a pedir limosna para que no les faltase nada, e incluso volvió a amasar el pan para ellos. Era incansable, como todos los santos. Sin desfallecer, ni dejarse llevar por el desánimo, si los templos estaban vacíos, no dudaba en predicar dirigiéndose a los desnudos bancos. ¡Tan admirable era su fe! Le animaba este sentimiento: “Nos abandonamos al querer de Dios… Que Él sea glorificado”. Junto a los religiosos que le acompañaban, realizó una portentosa labor.
En 1787 administró los sacramentos a unas 100.000 personas, y esto no es más que una simple muestra de su inmensa fecundidad. Cuando la guerra estalló en Varsovia, todos se enfrentaron valientemente a la muerte. Se salvaron milagrosamente de las tres bombas que cayeron sobre el templo sin destruirlo. Pero la violencia arreció, y el padre Thaddeus murió a causa de las torturas y golpes que le infligieron tras haber sido atropellado por un carruaje. Venía de atender a un enfermo ficticio que le había mandado llamar. Su muerte asestó un duro golpe a Clemente. El escarnio les perseguía teniendo como escenario hasta los teatros. A ello se añadía el veto a la predicación. Al final el padre Hofbauer se quedó solo y lo expulsaron, pero no abandonó Viena. Seguía aferrado al cumplimiento de la voluntad divina: “Todo lo que a nosotros nos parece contrario, nos conduce donde Dios quiere”.
Durante trece años tuvo la misión de capellán del hospital y de las ursulinas. En la parroquia italiana abierta en la ciudad predicaba de tal modo que la gente se conmovía, sin tener dotes de oratoria dignas de mención. Su corazón ardientemente enamorado de Dios se filtraba a través de cualquiera de sus gestos y de sus palabras. Era difícil no claudicar ante este poderoso torrente de amor al que acompañaban todas las bendiciones del cielo. Y de hecho, muchos estudiantes e intelectuales se convirtieron ingresando en la Orden. Pío VII logró frenar nuevo decreto de expulsión y el santo pudo fundar en Viena, donde murió el 15 de marzo de 1821. Fue beatificado el 29 de enero de 1888 por León XIII, y canonizado el 20 de mayo de 1909 por Pío X. En 1914 este pontífice le concedió el título de apóstol y patrón de Viena.