“Pobreza, humildad y obediencia altamente bendecidas por Dios fueron los signos de este milagroso franciscano que fue incomprendido por sus superiores y trasladado de un lugar a otro en un afán de evitar los prodigios”
Es absolutamente inútil que la mano del hombre pretenda modificar el giro de los acontecimientos que Dios ha previsto para sus dilectos hijos. A este santo le «persiguieron» las repercusiones de los constantes milagros que obró. Sus superiores intentaron evitarlos de distintas formas, pero no lograron paralizar el incesante flujo de prodigios que se producían por su mediación sencillamente porque Dios no lo permitió. Quiso que brillara en el mundo la multitud de virtudes que le adornaron.
Nació en Santa Coloma de Farnés, Gerona, España, a finales de 1520. Sus padres, que habían gozado de una holgada posición económica, quedaron en la ruina, y hallándose también enfermos se acogieron a la caridad del hospicio de la localidad. En ese lugar vino al mundo Salvador y allí fue educado en la fe. Cuando sus progenitores murieron era un adolescente y se ganó la vida como aprendiz de una zapatería de Barcelona. Así pudo sacar adelante a Blasa, su hermana pequeña. Pero Dios le llamaba y, una vez que ésta se casó, se apresuró a tocar las puertas del convento benedictino de Montserrat. Sin embargo, en él no se colmaron sus aspiraciones. Íntimamente se sentía incitado a vivir la pobreza y la humildad radicales en consonancia con el carisma franciscano. Y para dar cauce a su anhelo, ingresó en el convento barcelonés de Santa María.
Una de sus misiones fue ayudar al hermano cocinero. Pero realizó otras muchas tareas, siempre humildes, esas que vienen formando parte de la vida cotidiana de la mayoría de las personas: encender el fuego, fregar, limpiar, etc. Simplemente que en todas ellas Salvador fue verdaderamente ejemplar; las realizaba en un estado de oración y las sobrenaturalizaba. El silencio, roto únicamente para invocar a Jesús y a María durante su trabajo, era la tónica de su acontecer. Su espíritu de oración, docilidad y el agrado con el que realizaba cualquier labor, ponía de manifiesto su piedad, que no tardó en ser bendecida con signos extraordinarios.
Se cuenta que en el transcurso de unos festejos, en el convento invitaron a grandes personalidades presididas por el canciller del reino. Éste se anticipó a las necesidades que supuso tendría una comunidad como aquella, marcada por el espíritu de pobreza, y proporcionó a los religiosos exquisitas viandas. Ante la imprevista enfermedad del cocinero, Salvador debía avisar del hecho al hermano guardián. Pero un éxtasis de larga duración se lo impidió. Cuando llegó el momento de ofrecer el almuerzo, el guardián constató que no había nada elaborado. Y al conocer el «lapsus» de Salvador, que no le advirtió de la situación, le reconvino públicamente con grandes reproches diciendo que merecía que lo expulsaran del convento. Luego, al penetrar en la cocina, se encontró con todo lo preciso para preparar un delicioso banquete. El santo, llevado por el afán de crecer en humildad y en obediencia, acogió la corrección con mansedumbre, sin defenderse ni explicar la naturaleza de su despiste: nada menos que un rapto de amor divino.
Ya profeso llegó a Tortosa donde fue portero y limosnero. Su día a día estaba hilvanado de austeridades y penitencias. Era tan caritativo que la gente veía en él a un mediador ante Dios y se encomendaban a sus oraciones. Las milagrosas curaciones de enfermos atrajeron a tantas personas que, con objeto de preservar la paz del convento, lo trasladaron a Bellpuig, y luego a Horta en 1559, lugar que hizo célebre. Auténticas multitudes llegaban a buscarle. Él les pedía que se confesasen y comulgasen invocando a María. En una ocasión, después de bendecirlos, todos los enfermos, menos un paralítico, quedaron curados. Como éste se asombró de no haber sido agraciado por el milagro, Salvador le hizo ver que no se había confesado lo cual develaba una falta de confianza. El enfermo se mostró muy arrepentido y dispuesto a reconocer sus culpas. Salvador le indicó que se levantara, y aquél constató que estaba curado.
Los superiores y hermanos de comunidad del santo juzgaron que en estos hechos había elementos diabólicos. En consecuencia, fue apartado de la gente, siendo, además, exorcizado. Se consideraba que era un mal religioso, que atraía a las personas, y con ellas venía el desorden y el trastorno. No concebían que un hermano lego, que debía caracterizarse por su humildad, hiciera “cosas tan extrañas y tan poco conformes”. No comprendían cómo toleraba que la gente le llamase “el Santo de Horta”. Así se le hizo saber en capítulo. Le dieron el nombre de Ambrosio, y después de recibir la disciplina que le impusieron, lo trasladaron a Reus. Era cierto que la gente a veces le arrancaba el hábito a jirones. Incluso, en una ocasión, estuvo a punto de quedarse casi desnudo. Sea como fuere, él no replicó a las acusaciones.
Las personas que solicitaban su mediación, recibían respuesta de Dios que, a su pesar, seguía obrando milagros por su intercesión. En Reus se sucedieron los mismos hechos milagrosos que le precedían. La afluencia de peregrinos de toda España fue incesante, y se vio obligado a comparecer ante el tribunal de la Inquisición en Barcelona. Resultado: que los jueces terminaron encomendándose a sus oraciones. Lo enviaron a Cagliari, y allí murió el 18 de marzo de 1567, año y medio después de haber llegado. Los milagros siguieron produciéndose ante su sepulcro. Su cuerpo fue hallado incorrupto. Clemente XI confirmó su culto el 29 de enero de 1711. Pío XI lo canonizó el 17 de abril de 1938.