(zenit – 6 dic. 2020).- Este segundo domingo de Adviento abre una semana en la que se nos invita a estar en vela, a través de un anhelo de permanente conversión del corazón. Durante el camino de nuestra vida podremos ir convirtiéndonos, rectificando su rumbo si se desvía, y en este domingo y su semana se nos invita a que lo hagamos de un modo más profundo, como preparación de la venida –navideña– del Señor.
En la liturgia de la palabra de la Misa de este domingo se nos sugiere preparar lo mejor posible el camino que conduce a Jesús, desprendiéndonos de todo lo que obstaculice esa venida de Dios que esperamos. Se alude al cielo nuevo y la nueva tierra que significa contar con Jesucristo, a su llegada hace XXI siglos y cada día, también a fecha de hoy, presente en nuestras almas en gracia y eminentemente en la Eucaristía.
Las referencias escriturísticas al desierto quieren recordarnos el distanciamiento que conviene lograr de todo aquello que nos aleje del amor de Dios. Y sabemos que alejarnos del amor de Dios es alejarnos del amor al prójimo.
La alegría del perdón de Dios
Pero la Iglesia nos recuerda que siempre hay remedio, y que si nos hemos separado de Dios podemos volver a Él a través del sacramento de la confesión sacramental, o sacramento de la alegría o del perdón.
Dios ama siempre, queramos a no pedirle perdón, reconozcamos o no que le hemos ofendido.
Y Dios ha dispuesto perdonar al hombre de sus pecados a través de uno de los siete sacramentos, que instituyó y confió a los apóstoles al inicio de la Iglesia y luego a sus sucesores –los obispos y colaboradores, los sacerdotes– para ser instrumentos de su misericordia, quienes actúan en la persona de Cristo. Así, obtenemos el perdón de Dios a través de hombres que en ese momento son el mismo Jesús, pues solo Dios puede perdonar los pecados, y en su sabiduría infinita ha dispuesto que así sea.
En el gesto de acudir al sacerdote para confesarme hay una objetividad que verifica que me llegue la gracia del perdón divino y así pueda limpiarse el alma del pecado.
Para una buena confesión tradicionalmente se nos ha animado a examinar la conciencia en la presencia de Dios, dolernos de haberle ofendido, proponernos firmemente mejorar, decir los pecados al confesor íntegra y sinceramente, y cumplir la penitencia que nos imponga. Y junto a ello la grata actitud de dejarse sorprender, asombrar, por un Dios que ama y sólo ama.
No se trata, lo sabemos, de ser impecables, pues eso es un sueño ilusorio. Desde que somos concebidos heredamos el pecado original cometido por nuestros primeros padres, y aunque al ser bautizados se nos borra, de por vida tendremos la inclinación al pecado, que muchas veces vencerá sobre el bien, sobre el amor. Así, de lo que se trata es de levantarse una y mil veces, abrazar el perdón amoroso de Dios, que, como buen padre, siempre nos lo dispensa gratuita y misericordiosamente.
En plena Novena de la Inmaculada
Este domingo de Adviento transcurre en plena Novena de la Inmaculada, costumbre que consiste en preparar la solemnidad del 8 de diciembre. El dogma de la Inmaculada Concepción de María fue declarado por el Papa Pío IX en 1854: la Virgen preservada inmune de toda mancha de la culpa original del pecado desde su concepción.
¿Cómo se vive esta costumbre? Personalmente, poniendo más empeño, cariño, en el trato con la Virgen, esmerándose en la oración, el espíritu de sacrificio, entrega, el trabajo profesional u ocupación que sea, y procurando de algún modo –sobre todo a través del ejemplo y la alegría– acercar a Dios a quienes nos rodean.
Además, existe la tradición de celebrar esta Novena comunitariamente, con algún evento diario, en honor a María, desembocando en la solemnidad del día 8.
Un día el de hoy, y durante esta Novena, para considerar ese punto de Forja –1028– de san Josemaría Escrivá de Balaguer: “Me conmovió la súplica encendida que salió de tus labios: ‘Dios mío: sólo deseo ser agradable a tus ojos: todo lo demás no me importa. Madre Inmaculada, haz que me mueva exclusivamente el Amor’”.
El 6 de diciembre, además, celebramos a san Nicolás de Bari, obispo del siglo IV que, entre otras cosas, destacó por su participación en el concilio de Nicea condenando las doctrinas de Arrio, quien se negaba a admitir el dogma de la divinidad de Cristo.