Por: Bernardo Sastre Zamora, OP
¡La mítica Lucy Pevensie, de Las crónicas de Narnia, existió de verdad! O al menos la mística Lucía de Narni, beata dominica en quien se inspiró el famoso escritor C. S. Lewis. Toda la vida de Lucía Broccadelli (Narni 1476-Ferrara 1544) está esmaltada de hechos maravillosos. Pertenece a un grupo de dominicas de los siglos XIV y XV, sobre las que santa Catalina de Siena tuvo una influencia decisiva: la devoción a la pasión de Cristo y la salvación de las almas. Cada una después lo vivió de modo muy personal.
La reina Lucy es uno de los personajes más importantes de la saga de fantasía Las Crónicas de Narnia, escrita por C. S. Lewis. Lucy fue la primera de los cuatro hermanos Pevensie en descubrir el mundo de Narnia, donde vivió increíbles aventuras. Lo que pocos saben es que ella existió en la vida real: fue una beata italiana que recibió los estigmas.
El personaje está inspirado en la mística dominica Lucía de Narni (ciudad ubicada entre Asís y Roma en Italia). El biógrafo de C. S. Lewis, Walter Hooper, explica que el escritor visitó Narni y, como le gustó el nombre en latín (Narnia), decidió usarlo para su mundo fantástico. Así como Lucy de Narnia creyó en Aslan, personaje león que representa a Cristo, Lucía fue una niña muy piadosa que tuvo una gran fe, gracias a la cual resistió las adversidades por las que tuvo que pasar en la vida.
Biografía de la beata
Lucía nace en Narni (Italia) el 13 de noviembre de 1476. Su familia pertenece a la nobleza italiana y es la primogénita de diez hermanos. Según la tradición, cuando tiene siete años se le aparece Jesús con la Virgen, santo Domingo y santa Catalina: Jesús le pone el anillo y santo Domingo el hábito de dominica. Y Jesús de dice: «Conserva este hábito hasta la muerte, y has de mirar a mi siervo Domingo como a padre tuyo, y a mi esposa Catalina como a madre».
A los catorce años comienza el calvario de Lucía. Sus familiares le advierten de que tiene que cambiar de estado como todas las jóvenes de su edad. Ella, que había hecho voto de castidad, se niega una y otra vez. En una ocasión sus tíos le proponen un joven llamado Alessio, quien desde algún tiempo ya se había fijado en ella. Él es el conde de Milán, apuesto, pudiente y de brillante carrera literaria. Nada más se lo proponen, cae desmayada, enferma, se mete en su habitación y llora sin parar. Así pasan los días. Una mañana, sin embargo, se dirige a sus tíos y les dice que acepta el matrimonio. ¿Qué ha ocurrido? La noche anterior se le había aparecido la Virgen y le había dicho que aceptara el matrimonio, sin perder la pureza virginal. La boda se celebró, no sin que ella le comunicase antes a Alessio su matrimonio espiritual, y que él aceptó.
En su nueva vida en el palacio del conde, Lucía no le deja ni un resquicio a la pereza: mortificaciones, disciplinas, oraciones prolongadas, ayunos a base de pan y agua, rosario diario junto con el servicio doméstico, prohibición de toda palabra grosera… Pero al mismo tiempo se vuelca en atenciones y cuidados a los más necesitados. Se pone el delantal, ayuda a las criadas, cuida personalmente de los enfermos, amasa pan para los pobres, va al lavadero y entrega una dote a una mujer judía convertida al cristianismo. Aquel palacio parecía más bien un monasterio.
Lucía está dotada del don de premonición y se lo hace saber a la servidumbre para que allí nadie se desmande. Mientras ella está en misa, unos sirvientes matan dos capones y se ponen a asarlos. Al llegar ella de la iglesia los guardan debajo de la cama para que no se entere. La beata pregunta por los capones, y le responden que se han escapado volando. Entra en la habitación y llama a los capones: entonces los capones se presentan vivos y saltarines, para sorpresa de todos. Este caso lo refirió muchas veces desde el púlpito el conde Alessio cuando, separado de Lucía de común acuerdo, se hizo franciscano. Entre la servidumbre era conocida la frase ante alguna irregularidad: «Cuidado, que la señora lo ve».
Este y otros hechos parecidos inducen al conde a decir a Lucía que desde ese momento en adelante puede comportarse como si no estuviese casada. Ella le toma la palabra y se marcha a casa de su madre. El 8 de mayo de 1494, fiesta de la Ascensión, recibió el hábito de la Orden Tercera de Santo Domingo.
Los hermanos de Lucía no ven con buenos ojos que su hermano vista de monja y viva en su misma casa. Se crea tensión en la familia por este motivo, y deciden que Lucía se traslade al convento de terciarias dominicas regulares de Santa Catalina de Siena en Roma.
Por lo que sor Diambra, confidente de Lucía, ha referido después, el capítulo de austeridades, disciplinas, cilicios y ayunos no hizo más que reforzar la etapa anterior a la toma de hábito. Otro tanto digamos de los éxtasis, que le duraban siete, ocho y hasta veinte horas. Pero a Lucía todavía le quedaría por experimentar un sufrimiento mayor. En Roma estuvo durante un año, y posteriormente fue trasladada a Viterbo. El 24 de febrero de 1496, rezando el salmo Miserere en el coro con otras veinticuatro religiosas, se quedó inmóvil y en éxtasis, y comenzó a llorar desconsoladamente. En ese momento le fue concedido seguir paso a paso la pasión del Señor. En cierto instante dijo:
Ya te veo, Señor, levantado y clavado… Quiero ser crucificada contigo. Dame por lo menos parte de tus penas. Hiere mis pies, manos y corazón, y queden en mí permanentes tus llagas y dolores.
Según los testigos, estas últimas palabras las repitió muchas veces. Los presentes notaron en ella un estremecimiento; después, ya en la celda, le vieron moratones en las manos. Y en la semana de Pasión aparecieron claramente las cinco llagas manando sangre viva. Estas llagas fueron sometidas a severo examen cuatro veces, por parte tanto de médicos como de religiosos. La última vez se hizo en Roma, en presencia del Papa. En todo momento se vio que el testimonio era verídico.
En Viterbo un día le anunciaron una visita. El conde Alessio, su esposo, quería verla: ella lo recibió con mucho afecto. Tras el encuentro, el hombre salió hecho un mar de lágrimas; ante la fama de santidad de su esposa, terminó tomando la resolución de hacerse franciscano.
El duque de Ferrara, Hércules I, le pidió al Papa el traslado de Lucía como consejera a Ferrara, donde construyó un convento para ella y sus compañeras en honor de santa Catalina de Siena. Aquí empezó el eclipse y la humillación de la beata. Sor Lucía comenzó ejerciendo de priora. Gentilina, la madre de Lucía, recibió el hábito; enseguida, con la fama de santidad de Lucía, el convento se puso a rebosar. También llegaron monjas de la segunda Orden.
La animosidad y la envidia contra la priora no se hicieron esperar. Cuando el Papa y el duque de Ferrara murieron, se pasó al asalto directo. Con el fin de evitar tanta curiosidad de la gente, Lucía obtuvo del Señor la invisibilidad en las llagas de sus manos: justo lo que sus enemigas necesitaban para que el ataque fuera eficaz. La priora fue depuesta y difamada: su testimonio místico se considera una patraña, y para colmo nadie sale en su defensa.
La encierran como corrupta y corruptora, por un espacio de treinta y ocho años. En este encierro nuestra beata recibía las visitas de Jesús, de santa Catalina y de la beata Catalina de Raconigi, que también sufrió abandono y desamparo en esos días durante el destierro de Caramagna.
Lucía nació a la gloria eterna el día 15 de noviembre de 1544, acompañada de su confesor, diciendo: “Al cielo, al cielo. Al amortajarla, vieron que la llaga del costado parecía reciente. La noticia se extendió por toda la ciudad. Todo el mundo se echó a la calle para proclamarla santa. No fue posible darle sepultura hasta tres días después. A los cuatro años su cuerpo fue exhumado: estaba incorrupto, y la llaga del constado manaba sangre viva y despedía una gran fragancia. Su cuerpo reposa ahora en la catedral de Narni. Clemente XI confirmó su culto el 1 de marzo de 1710” (Aristónico Montero).
“Oh, Dios, que otorgaste a la beata Lucía, admirablemente adornada con las señales de la pasión de tu Hijo, y con los dones de la virginidad y de la paciencia, superar las insidias y persecuciones, concédenos por su intercesión y ejemplo la fuerza de vencer los halagos del mundo y no ser abatidos por las adversidades”.
Con información originalmente publicada en la web de la Orden de Predicadores.