Medieval. Batalla. Foto: Pixabay

El nuevo Medioevo de Rusia y del mundo

La grotesca y trágica Rusia descrita en 2006 por Vladimir Sorokin en su novela «El día del gendarme» presenta el alma atormentada de un país que siempre es su primer enemigo, y que por tanto necesita sentirse en guerra con todos los demás. Casi parece que los líderes políticos y religiosos de la Rusia actual se sienten en el deber de confirmar con hechos las pesadillas de la literatura.

Share this Entry

Por: Stefano Caprio

(ZENIT Noticias – Mondo Ruso de Asia News / Roma, 19.03.2022).- La primera vez que fui a Moscú fue en 1986, al comienzo de la perestroika de Gorbachov. Hacía poco que me había hecho sacerdote, y en los años anteriores había estado en Leningrado, donde uno podía reunirse un poco más libremente que en la opresiva capital del fin del imperio. Ese año, con unos amigos, nos atrevimos a ir a Moscú, porque nos dijeron que podríamos conocer al legendario Padre Alexander Men, el «capellán de la disidencia» y el primer inspirador del renacimiento religioso, incluso antes de la caída del Muro de Berlín.

Nos alojamos unos días en el Hotel Inturist, un espantoso rascacielos a pocos pasos del Kremlin que posteriormente fue derribado como símbolo del fin del totalitarismo. Se encontraba junto a la plaza Pushkin, lugar histórico de grandes manifestaciones, desde el funeral de Stalin hasta los mítines de los disidentes, en el centro del anillo del bulevar, donde los moscovitas suelen ir a pasear. Allí se podía comer en un gigantesco restaurante autoservicio, donde se servían apresuradamente las especialidades locales en vajilla cuya limpieza dejaba mucho que desear. No me fiaba de las sopas rusas de col, carne y patatas, que luego aprendí a apreciar en las casas de las piadosas babushkas que frecuentaban las pocas iglesias ortodoxas que estaban abiertas, y más tarde también las católicas, que logramos reabrir. Pedí un plato de «carne con espaguetis» -del menú, lo más parecido a mis costumbres- y me decepcioné: junto a un trozo de carne indigesta había una decoración de espaguetis blandos y anudados, rociados con mermelada de fresa. Se me hizo evidente la distancia gastronómica entre Oriente y Occidente.

Cuatro años más tarde, vivía oficialmente en Moscú como capellán de la Embajada de Italia, y me uní a la multitud exultante en la plaza Pushkin, que festejaba la sustitución de la cantina soviética por el primer local de McDonald’s, haciendo cola durante horas para comprar sándwiches y patatas fritas que, si bien no son mucho mejores que los espaguetis con fresas, parecían el comienzo de un nuevo mundo. Pasábamos las horas en el local de McDonald’s: con los jóvenes conversábamos sobre religión, cultura y deporte y nadie pensaba que volveríamos a la grisura del mundo anterior.

Hoy, el alcalde de Moscú, Sergej Sobjanin, promete que dentro de un año los McDonald’s abandonados serán sustituidos por «cadenas de restaurantes patrióticos», cuya comida sin duda será mucho más sabrosa que aquella rancia del pasado. Pero se sentirá la melancolía de una nueva distancia sideral entre los espaguetis y el repollo, entre los jóvenes y los viejos, entre los creyentes y los laicos: dos mundos que no volverán a encontrarse en quién sabe cuántos años.

En 2006, un escritor ruso contemporáneo intuyó cómo acabaría todo esto, y lo describió en su novela distópica «El día del gendarme» (Den Opričnika), que ahora se ha vuelto “tópica” y más actual que nunca. En este libro, Vladimir Sorokin relata el día típico de Aleksandr Komjaga, el gendarme opričnik cuyo trabajo es mantener a la población fiel al estilo de vida «moral» y patriótico, en aquél entonces una metáfora de la ideología «metafísica» del putinismo actual, por utilizar una expresión del patriarca de Moscú, Kirill, en los últimos días. La Opričnina era la «guardia imperial» creada por Iván IV El Terrible en 1560, cuando, tras un periodo de reformas, el zar quedó envuelto en una obsesión político-militar, convencido de que el mundo entero estaba en guerra contra Rusia, una guerra que también era religiosa porque él era el único defensor de la verdadera fe. Es sorprendente la analogía con las acciones y palabras actuales de «Putin el Terrible», que amenaza al mundo para defender la pureza de Rusia, y que por tanto ataca a Ucrania -como Iván, que luchó contra los pueblos bálticos-.

Sorokin describe a un hipotético gendarme de mediados del siglo XXI al servicio del Gosudar, el nuevo zar Nikolai Platonovich que ha restaurado la verdadera Rusia, levantando nuevos muros en el Oeste y en el Este para «excluir al forastero que viene del exterior y sofocar al diablo en el interior». Cuando se despierta, lo primero que debe hacer es «aplastar a las cucarachas», es decir, ir a buscar a todos los recalcitrantes, desobedientes y excéntricos, quemar sus casas y colgarlos en alguna columna en plena calle, a modo de demostración. Luego tiene que organizar representaciones de máscaras rusas, para alegrar y distraer a la población, para que no piense en cosas desagradables. Luego toma un avión supersónico y vuela de Moscú a Tobolsk, en Siberia, para consultar a la vidente Praskovja, principal consejera del Gosudar. Komjaga completa en un solo día otras misiones de consolidación de la moral pública y de prevención de todas las amenazas internas y externas, regresando a Moscú para cenar con la esposa del Gosudar. La comida se ciñe a platos exclusivamente rusos, y finalmente se relaja en el sauna con los demás opričniki, emborrachándose y luego desahogándose, violando todos juntos a las jóvenes, para que recuerden la superioridad de los verdaderos machos.

La Rusia grotesca y trágica de Sorokin reproduce las descripciones de muchos escritores y poetas del pasado, presentando el alma atormentada de un país que es siempre su primer enemigo, y que por ello necesita sentirse en guerra con todos los demás. Casi parece que los líderes políticos y religiosos de la Rusia actual se sienten en el deber de confirmar con hechos las pesadillas de la literatura. Y en éstas se inspiran para los discursos agresivos y los mensajes solemnes que acompañan la terrible «operación militar especial» de estos días, tan incomprensible para los occidentales como para los mismos rusos. De hecho, nada se parece más a una guerra contra uno mismo que la invasión de la tierra de la que procede el propio pueblo.

Las explicaciones de Putin reinterpretan la historia en clave fantástico-legendaria, evocando los orígenes comunes de rusos, ucranianos y bielorrusos junto con las contradicciones del siglo XX soviético, como si fueran acontecimientos contemporáneos e interconectados. Más paradójicos aún son los sermones psicodélicos del Patriarca Kirill, que llama a la guerra contra los «desfiles de homosexuales» del mismo modo que los monjes medievales instaban al Zar a exterminar a los sodomitas y a los agarenos, los peligros de la verdadera fe y la tierra salvífica universal.  El miércoles 9 de marzo marcó el inicio de la Cuaresma, el día en que la Iglesia Ortodoxa celebra la Liturgia de los Dones Presantificados, un rito sin misa para conmemorar el ayuno y la Pasión de Cristo, en el que se comulga con el pan del domingo anterior. Kirill presidió el acto, vistiendo paramentos negros e invitó a la gente a rezar «para ser liberados de la esclavitud en la que nos hemos hundido… hay quienes difunden mentiras y distorsionan los hechos, y a raíz de esto las personas se convierten en enemigos, y a veces los conflictos estallan por la intromisión de un tercero que es ajeno y quiere enfrentar a los hermanos entre sí».

 

El diablo, «padre de la mentira», es el verdadero autor de la guerra entre rusos y ucranianos, explica el patriarca.  “Ha encontrado la manera de dividirnos a nosotros, que somos un solo pueblo, unido por un destino histórico, nacido de la pila bautismal de Kiev… La Rus’ es un solo país, un solo pueblo, que los vecinos, temerosos de su fuerza, han intentado dividir». Kirill también incluye entre los siervos del diablo a «ciertas organizaciones religiosas» a las que «el lenguaje se niega a llamar religiosas», que «levantan en el escudo de su predicación la necesidad de luchar contra el pueblo ruso». Se trata de una guerra santa de religiones, en la que los rusos combinan a los agarenos y a los greco-católicos, a los evangélicos y a los chamanes mongoles en una visión apocalíptica de la llegada del Anticristo, al que sólo la Santa Rusia puede resistir, para la salvación del mundo.

 

Algunos se refieren a Kirill como el patriarca Z, dando a entender con la Z que él apoya la guerra de Putin, la nueva esvástica del lema Za pobedu!, «¡Por la victoria!», y la operación militar «Z», es decir, contra el Zapad, el Occidente esclavo del diablo. Antes, el metropolitano Z, el «padre espiritual» de Putin, Tikhon (Ševkunov), actual metropolitano de Pskov, recibió este título (hay quien dice que el propio Tikhon es uno de los principales autores de los discursos de Putin). Su sermón de Cuaresma consistió en describir el marco geopolítico, como ya es habitual en él, y su conclusión fue que «aunque nos veamos obligados a tomar medidas gravosas para nosotros, incluso más que para ellos, no debemos fallar en absoluto en nuestro amor por nuestros hermanos ucranianos, aunque nos miren de forma hostil… todo se cumplirá, y se llegará a la reconciliación y a la paz». El Metropolitano recordó también la historia común de rusos y ucranianos, «desde los tiempos arcaicos hasta los tiempos soviéticos», hasta que en 1991 «nosotros» -lo subrayó varias veces- «les cedimos gratuitamente nuestros bienes y tecnologías, para preservar las buenas relaciones entre vecinos y hermanos».

 

Son los ucranianos los verdaderos agresores, dice Tikhon, ya que «permitieron la formación de partidos neonazis» y empezaron a «reinterpretar su identidad y su historia de forma completamente diferente». Pero «no nos opusimos, ni siquiera cuando dijeron que querían ingresar a la Unión Europea», cuando los «inspiradores externos» organizaron el golpe de Estado de 2014 y «colocaron a los nazis en el poder». Es necesario proteger a Rusia, concluyó el Metropolitano, pero sobre todo a los propios ucranianos, que han sido engañados por los demonios, y aclaró que no se trata de algo que sucede «ahora” porque esto está sucediendo “desde mediados del siglo XIX», cuando nació el ideal de la nación ucraniana, inspirado por poetas y escritores a sueldo de Occidente, como ya es evidente. En su homilía, Tikhon también comentó cuestiones estratégicas y militares, como si fuera un vocero del Kremlin. Y concluyó diciendo: «nosotros restauraremos la justicia de Dios en la tierra».

 

Las palabras del patriarca y del metropolitano, junto con otras expresiones de miembros del clero ruso, ciertamente no animan al Papa Francisco a confirmar el anunciado encuentro de este año con Kirill, que debería tener lugar en verano. El secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Pietro Parolin, se vio obligado a admitir que «estas expresiones amenazan con agravar aún más el conflicto». Entre tantas cosas que se pierden en estos días, también se interrumpió la colaboración entre el Patriarcado de Moscú y la Iglesia católica, que tras el histórico encuentro en La Habana en 2016 había generado importantes proyectos en común: humanitarios, culturales y espirituales.

 

Tras la revolución soviética, en el periodo entre las dos guerras mundiales, muchos intelectuales fueron expulsados de Rusia. En 1922 se embarcaron en la llamada «nave de los filósofos», entre los que se encontraba el gran intérprete de la época, el filósofo ruso Nikolaj Berdjaev, que durante veinte años se convirtió en el principal punto de referencia para todos los intelectuales de París. Él supo mostrar a todos el camino para superar el drama de aquellos años, entre guerras y revoluciones, con una famosa conferencia en la que habló del «nuevo Medioevo», la nostalgia del pasado que nos obliga a reescribir el futuro. Hoy nos situamos nuevamente en este punto, con Rusia que vuelve a los espaguetis con fresas, y Occidente sin saber cómo evitar una tragedia que podría perjudicar la economía, la seguridad y afectar la vida misma de toda la población mundial. En aquella época, Berdjaev dijo:

«En la historia, como en la naturaleza, hay ritmos, una sucesión rítmica de épocas y períodos, una alternancia de tipos culturales, de llegadas y salidas, de ascensos y descensos. La rítmica y la periodicidad son típicas de todas las épocas. Se habla de épocas críticas y orgánicas, de épocas nocturnas y diurnas, sagradas y seculares. Nos ha tocado vivir en un tiempo histórico, el del cambio entre épocas.

Nos corresponde a nosotros, especialmente a los más jóvenes, pensar en la edad del futuro. Comienza el nuevo Medioevo, la tierra situada en el medio, entre el siglo XX de los buenos y lo malos, y los años dos mil de las nuevas convulsiones. En el siglo pasado, la guerra mundial estalló pocos años antes, no dejemos que estalle ahora.

Share this Entry

Redacción Zenit

Apoya ZENIT

Si este artículo le ha gustado puede apoyar a ZENIT con una donación

@media only screen and (max-width: 600px) { .printfriendly { display: none !important; } }