Por: Sameer Advani, LC
(ZENIT Noticias / Roma, 31.12.2022).- El 19 de abril de 2005, Joseph Ratzinger salió vacilante al balcón de la Basílica de San Pedro como 265º líder de la Iglesia católica. En un tono tímido, casi de disculpa, se comparó con su predecesor, diciendo a los miles de personas que le ovacionaban y se encontraban reunidos ante él que, después del gran Juan Pablo II, los cardenales habían elegido sólo a «un sencillo y humilde trabajador de la viña del Señor».
El contraste no era una exageración. Los responsables eclesiásticos de todo el mundo sabían que Ratzinger era un teólogo brillante que había defendido valiente e incluso heroicamente la doctrina católica en los confusos y turbulentos años de la crisis postconciliar, pero también sabían que, humanamente hablando, el nuevo Papa alemán poseía poco del carisma personal, la personalidad extrovertida, la energía contagiosa y el sentido de lo dramático que habían ayudado a que Juan Pablo II se ganara el cariño del mundo. En cambio, Ratzinger era callado y reservado, un erudito mucho más cómodo en el aula o en la biblioteca que en la escena internacional, un hombre reservado que evitaba deliberadamente los focos.
La elección de Ratzinger como Pontífice fue considerada en su momento –incluso por comentaristas de la Iglesia– como un guiño a la continuidad, como una decisión de los cardenales electores de tener una especie de papado amortiguador que permitiera que las semillas plantadas durante los 26 años de reinado de Juan Pablo el Grande dieran fruto y maduraran. Benedicto fue elegido para guiar a la Iglesia en el nuevo mundo posmoderno del relativismo y el escepticismo radical por un camino que, en gran medida, ya estaba trazado; en otras palabras, nadie esperaba que cambiara radicalmente las cosas.
Nadie previó que su última misa pública, 8 años después, terminaría con lo que el New York Times describió acertadamente como una «ensordecedora ovación de pie que duró minutos».
Nadie previó que, mientras contemplamos el extraordinario regalo de su vida y obra en 2023, los fieles ya empiezan a llamarle Benedicto el Grande.
Un gigante espiritual
El nombre y el legado de Benedicto XVI estarán siempre estrechamente ligados a su decisión en febrero de 2013 de renunciar al Papado: le convirtió en el primer Papa que renunciaba voluntariamente al oficio de Pedro desde Celestino V en 1294 y envió ondas de choque a toda la Iglesia. Por tanto, es también el mejor punto de partida para intentar comprender quién era realmente Ratzinger.
La decisión, dijo Benedicto en su momento, fue tomada con plena libertad y estuvo motivada por la constatación de que ya no tenía fuerzas para desempeñar adecuadamente todas las tareas exigidas al Papa. Pero la cuestión iba más allá del mero pragmatismo. Porque en la mente de Benedicto también se abría una nueva forma de permanecer «al lado del Señor crucificado», una nueva forma en la que podía participar en ese ministerio petrino a través del «servicio de la oración» en lugar del gobierno activo. «El Señor me llama a ‘subir a la montaña’, a dedicarme aún más a la oración y a la meditación», afirmó así en su último ángelus como Pontífice. «Pero esto no significa abandonar la Iglesia. En efecto, si Dios me lo pide, es para que pueda seguir sirviendo a la Iglesia con la misma dedicación y el mismo amor con que lo he hecho hasta ahora, pero de un modo más adecuado a mi edad y a mis fuerzas».
Esta dramática insistencia en la primacía absoluta de la oración en la vida de cada individuo y de toda la Iglesia, y su correspondiente comprensión del cristianismo como la «historia de amor» entre Dios y la humanidad, es en realidad una faceta de Ratzinger que no ha sido suficientemente subrayada hasta ahora; paradójicamente, podría constituir en realidad su mayor legado y marcarlo como un maestro espiritual para las generaciones venideras.
En efecto, Ratzinger estaba convencido de que, en su esencia, el cristianismo no era una serie de ideas, doctrinas y mandamientos éticos, sino el encuentro vivo con el Dios que, como Amor, eligió libremente entrar en una relación de amor con todos y cada uno de los seres humanos, y la inmensa mayoría de sus meditaciones, homilías, conferencias e incluso sus escritos teológicamente más sofisticados giraban en torno a esta idea central, sencilla pero profundamente espiritual.
«Dios creó el universo para entrar en una historia de amor con la humanidad. Lo creó para que pudiera existir el amor», escribió al explicar el libro del Génesis en 1986, por ejemplo. La historia de la salvación no fue «un pequeño acontecimiento, en un pobre planeta, en la inmensidad del universo», sino «el motivo de todo, el motivo de la creación», añadió entonces en 2008, antes de concluir: «todo ha sido creado para que pueda existir esta historia, el encuentro entre Dios y su criatura».
En Deus Caritas Est, en 2005, proclamó asimismo que «Dios es la fuente absoluta y última de todo ser; pero este principio universal de la creación –el Logos, la razón primordial– es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un amor verdadero». Y 2 años más tarde, en su mensaje para la Cuaresma, explicó que el amor de Dios por el hombre no era sólo ágape, el amor oblativo de quien busca el bien del otro, sino también eros, es decir, el amor de quien desea poseer lo que le falta, el amor de quien anhela la unión con el amado. «El eros forma parte del Corazón mismo de Dios: el Todopoderoso espera el «sí» de sus criaturas como un joven esposo el de su novia», escribió antes de añadir: «En la Cruz, es Dios mismo quien implora el amor de su criatura: Tiene sed del amor de cada uno de nosotros».
Textos como estos abundan, y a través de ellos Ratzinger interpretó los principios centrales del cristianismo –la creación, la historia de la salvación, la encarnación, muerte y resurrección de Cristo, María, la Iglesia, el bautismo y la Eucaristía– como capítulos sucesivos de la historia de amor entre Dios y el hombre, como el desarrollo de lo que él llamaba una «mística del amor personal» en la que Dios y el hombre se convertían cada vez más en uno en espíritu.
Y por si esta comprensión teológica profundamente espiritual del cristianismo no fuera suficiente, Ratzinger nos dejó también un precioso testimonio de cómo había configurado su propia peregrinación en la tierra. En los últimos días de su pontificado, por ejemplo, describió bellamente la fe como «nada más que el toque de la mano de Dios en la noche del mundo, y así –en el silencio– oír la palabra, ver el amor». Y dirigiéndose a quienes se inquietaban por el futuro de la Iglesia tras su abdicación, añadió: «Quisiera invitarnos a todos a renovar nuestra firme confianza en el Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, seguros de que esos brazos nos sostienen siempre, permitiéndonos seguir adelante cada día, incluso cuando el camino es difícil. Quiero que todos se sientan amados por ese Dios que ha dado a su Hijo por nosotros y que nos ha manifestado su amor infinito. Quiero que todos sientan la alegría de ser cristianos».
En conversación con Peter Seewald, unos años más tarde, declaró: «Le veo [a Jesús] directamente ante mí. Por supuesto, siempre es grande y lleno de misterio». Y pocos meses antes de su muerte escribió que «a la luz de la hora del juicio, la gracia de ser cristiano se me hace aún más clara. Me concede el conocimiento, e incluso la amistad, con el juez de mi vida, y así me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte».
Lo que todo esto nos dice es que, aunque Ratzinger siempre ha sido conocido y respetado –incluso por sus detractores– como la voz que ha defendido la necesidad de la fe para la razón y la necesidad de la razón para la fe, como el heroico defensor de las raíces cristianas de Europa, y como el intelectual que quizá más que nadie en el siglo XX ha explorado el significado de la identidad y la misión cristianas en el mundo moderno, es muy posible que las generaciones futuras no le conozcan principalmente como «Ratzinger el teólogo», sino como «Ratzinger, el místico del amor de Dios por la humanidad».
Una teología para nuestro tiempo… y para todos los tiempos
Por supuesto, nada de esto pretende restar importancia a la cantidad y calidad de la teología de Ratzinger. Ya se han escrito cientos de artículos y libros académicos sobre su cristología, eclesiología, teología de la revelación y antropología, y es casi seguro que se producirán miles más. El mero volumen de su producción –las Obras Completas de sus escritos abarcan 15 volúmenes, y la mayoría de ellos tienen más de 1.000 páginas– significa que los expertos en la materia seguirán estudiando sus textos durante años.
Pero más que cualquiera de sus descubrimientos o ideas particulares, es el estilo de la teología de Ratzinger lo que le distingue de los demás. Por un lado, la suya fue una teología que perteneció por completo al siglo XX, y que se configuró muy explícitamente como respuesta a las convulsiones en la fe del cristiano de a pie que supusieron la aplicación del Concilio, la teología de la liberación y, posteriormente, el relativismo y el posmodernismo.
Su preferencia por Agustín, de quien admitió que le impactó «la fuerza de toda su pasión y profundidad humanas», también estaba vinculada a esta idea: el personalismo del africano era fácil de conciliar con el drama y la dificultad de la existencia cristiana en el mundo moderno que interesaba a Ratzinger, y así lo encontró mucho más cercano a su propio estilo y preocupación teológica que la «impresionante» pero fríamente desapasionada teología del Aquinate. En palabras de un comentarista, Ratzinger no era, pues, un escritor espiritual desconectado que vivía en una torre de marfil; escribía con la Biblia en una mano y el periódico en la otra, y se propuso la tarea de intentar comprender de verdad, empatizar con la fe cuestionadora del cristiano contemporáneo y comprometerse con ella.
Pero precisamente en su intento de ofrecer al hombre del siglo XX una respuesta a sus preguntas sobre el sentido de la fe, la existencia y la misión cristianas, Ratzinger desarrolló una teología válida para todos los tiempos. La clave residía en su distinción entre lo que pertenecía al verdadero núcleo del mensaje evangélico y lo que no era más que una forma secundaria y cultural de entender y expresar esa verdad de la revelación. Y mientras Ratzinger defendía resueltamente lo primero contra todos los ataques e intentos equivocados de «interpretar» el inevitable escándalo de la encarnación, la cruz y la resurrección, era sorprendentemente generoso al admitir que lo segundo recibía un necesario servicio de purificación y enriquecimiento en su encuentro con lo otro.
La imagen de Ratzinger como el “Panzerkardinal” y como el “Rottweiler de Dios” que fue popularizada por sus oponentes liberales en los años 80 y 90 como un insulto cuenta, por tanto, sólo la mitad de la historia. Porque ignora que fue el mismo Ratzinger quien también afirmó en 1986 que «la verdad nunca es monótona, ni se agota en una sola forma porque nuestra mente sólo la contempla en fragmentos», y en 1997 que «tengo que estar dispuesto a permitir que mi estrecha comprensión de la verdad sea derribada. Aprenderé mejor mi propia verdad si comprendo a la otra persona y me dejo llevar por el camino hacia el Dios que es cada vez más grande, con la certeza de que nunca tengo toda la verdad sobre Dios en mis manos, sino que siempre soy un aprendiz, en peregrinación hacia ella, en un camino que no tiene fin».
No es éste el lugar para desarrollar estas ideas en detalle. Pero el punto es que el Ratzinger que famosamente llamó a Lutero un “felix culpa” y una corrección necesaria a la excesiva centralización romana, el Ratzinger que llamó a las religiones del mundo «partes necesarias de la historia de la salvación», y el Benedicto que creó el Ordinariato Anglicano con la esperanza de permitir a estos cristianos separados entrar en la plenitud de la fe y de la Iglesia mientras simultáneamente les permitía mantener tanto de su propia tradición litúrgica y espiritual y patrimonio como fuera posible, es tan y tan auténticamente ratzingeriano como el teólogo que defendió resueltamente la divinidad de Cristo contra los excesos de la reducción histórico-crítica de Él al mero hombre Jesús, denunció valientemente los errores que implicaba la interpretación marxista de la fe propugnada por la teología de la liberación y proclamó sin miedo que la ciencia y la tecnología no pueden llenar el vacío del corazón del hombre que clama por Dios.
Esto no quiere decir que haya dos Ratzinger; el defensor de la fe y el hombre del diálogo auténtico y la búsqueda humilde de la verdad son uno y el mismo. Son las dos caras de una misma moneda, y este único Ratzinger construyó así una teología unificada caracterizada por su visión tanto de la unidad como de la pluralidad, de una legítima pluralidad de «lenguajes» histórico-culturales, teologías, comunidades e iglesias dispuestas sinfónicamente dentro de la unidad de la fe y de la Iglesia universal.
En una situación eclesial cada vez más dividida entre ‘ultraconservadores’ y ‘radical-progresistas’, el fundamento teológico que Ratzinger proporcionó para lo que él llamó una «unidad pluriforme diversificada» en la Iglesia ofrece así un camino intermedio matizado pero equilibrado que desafía las suposiciones, los prejuicios y la rigidez de ambos bandos. Más que por cualquiera de sus textos o conferencias, es por esta audaz visión teológica, por este estilo de teología fiel pero generosa, por lo que Ratzinger será recordado.
Ratzinger el místico» pasará a la historia como «Ratzinger el teólogo». Y un día –quizás no muy lejano en el tiempo– podrán simplemente unirse bajo el título de «Benedicto el Grande».
El P. Sameer Advani, LC, es profesor de teología dogmática en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum