Apertura del Concilio Vaticano II, pontificado de Giovanni XXIII, 11 octubre 1962. Foto: ANSA

Benedicto XVI: hombre del Concilio y de la Tradición

Por amor a esa Tradición, Benedicto XVI ha sido y es un convencido e incansable pro­motor y defensor de la genuina interpretación y actuación del Concilio Vaticano II.

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Por: Jesús Villagrasa, LC

 

(ZENIT Noticias / Roma, 02.01.2023).- Uno de los rasgos más característicos e incomprendidos de la fisonomía espiritual de Joseph Ratzinger es su vivo sentido de la Tradición, es decir de la transmisión continua de la predicación apostólica. Por amor a esa Tradición, ha sido y es un convencido e incansable pro­motor y defensor de la genuina interpretación y actuación del Concilio Vaticano II. Tras su elección pontificia dijo a los cardenales electores en la Capilla Sixtina: «Al disponerme para el servicio del Sucesor de Pedro, quiero reafirmar con fuerza mi decidida voluntad de proseguir en el compromiso de aplicación del Concilio Vaticano II, a ejemplo de mis predecesores y en continuidad fiel con la tradición de dos mil años de la Iglesia» (20-IV-2005).

En su primer discurso a la Curia Romana con ocasión de la felicitación navideña, señaló que la causa profunda y principal de la difícil recepción del Concilio es de naturaleza hermenéutica: no se ha interpretado a la luz de la Tradición. «Los proble­mas de la recepción han surgido del hecho de que se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha dado y da frutos». La «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptu­ra» ha sido negativa y «a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna». La «hermenéutica de la reforma» ha sido positiva y concibe la renovación den­tro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que es don de Dios, que crece en el tiempo y se desarrolla, permaneciendo siempre el mismo y único su­jeto.

En su encíclica Caritas in veritate, el Papa afirma que el punto de vista correcto para leer un texto magisterial es «el de la Tradición de la fe apostólica, patrimonio antiguo y nuevo», fuera del cual cualquier texto sería un «documento sin raíces» (n. 11). La continuidad de fondo en el magisterio permanece en la novedad de los problemas que deben ser afrontados. En esa continuidad, el Concilio Vaticano II ha profundizado el magisterio de los Pontífices que lo precedieron. «En este sentido, algunas subdivisiones abstractas de la doctrina social de la Iglesia, que aplican a las enseñanzas sociales pontificias categorías extrañas a ella, no contribuyen a clarificarla. No hay dos tipos de doctrina social, una preconciliar y otra postconciliar, diferentes entre sí, sino una única enseñanza, coherente y al mismo tiempo siempre nueva. Es justo señalar las peculiaridades de una u otra Encíclica, de la enseñanza de uno u otro Pontífice, pero sin perder nunca de vista la coherencia de todo el corpus doctrinal en su conjunto» (n. 12).

Benedicto XVI ha reafirmado y clarificado este punto en uno de los momentos más delicados y dolorosos de su Pontificado. Tras la remisión de la excomunión de los cuatro obispos consagrados por el Arzobispo Marcel Lefebvre, que tuvo lugar el 21 de enero de 2009, algunos grupos acusaron al Papa de querer volver a una situación anterior al Concilio Vaticano II. Dado que la amargura de las protestas mostraba heridas del pasado, Benedicto XVI se sintió impulsado a dirigir a los obispos católicos, en carta del 10 de marzo, una «palabra clarificado­ra» que ayudase a comprender las intenciones que lo habían guiado en esta ini­ciativa y contribuyese a la paz en la Iglesia.

El problema doctri­nal de los seguidores de Lefebvre (Fraternidad San Pío X) es sobre todo la aceptación del Concilio Vaticano II y del magisterio postconciliar de los Papas. En su carta, el Papa presenta el error en el que incurren dos extremis­mos: «No se puede congelar la autoridad magisterial de la Iglesia al año 1962, lo cual debe quedar bien claro a la Fraternidad. Pero a algunos de los que se muestran como grandes defensores del Concilio se les debe recordar también que el Vaticano II lleva consigo toda la historia doctrinal de la Igle­sia. Quien quiere ser obediente al Concilio, debe aceptar la fe profesada en el curso de los siglos y no puede cortar las raíces de las que el árbol vive».

El compromiso de J. Ratzinger con la fe de la Iglesia y con el Concilio Vaticano II, fruto de su caridad pastoral como servidor de la ver­dad, ya había sido expresado en el pasado. En su discurso a los obispos de Chile y Co­lombia en Santiago de Chile, publicado en la revista Ecclesia. Revista de cultura católica 2 (1988) 357-362, el Cardenal Ratzinger defendió, a la luz del «Caso Lefebvre», la rigurosa continuidad del Concilio Vaticano II con la Tradición de la Iglesia. Las dos conclusiones principales de ese discurso ya habían sido formuladas en su libro Informe sobre la fe (IF = BAC, Madrid 2005):

«Primera: Es imposible para un católico tomar posiciones en favor del Va­ticano II y en contra de Trento o del Vaticano I. Quien acepta el Vaticano II, en la expresión clara de su letra y en la clara intencionalidad de su espí­ritu, afirma al mismo tiempo la ininterrumpida tradición de la Iglesia, en particular los dos concilios precedentes. Valga esto para el así llamado “progresismo”, al menos en sus formas extremas. Segunda: Del mismo modo, es imposible decidirse en favor de Trento y del Vaticano I y en con­tra del Vaticano II. Quien niega el Vaticano II, niega la autoridad que sos­tiene a los otros dos concilios y los arranca así de su fundamento. Valga es­to para el así llamado “tradicionalismo”, también éste en sus formas ex­tremas. Ante el Vaticano II, toda opción partidista destruye un todo, la his­toria misma de la Iglesia, que sólo puede existir como unidad indivisible» (IF 34-35).

La defensa de la verdadera interpretación del Concilio y la salvaguardia de la unidad y continuidad de la Iglesia y de la Tradición han sido una cons­tante preocupación del Ratzinger teólogo y pastor. Por permanecer fiel a sí mismo y al Vaticano II, fue considerado «progresista» durante el Concilio y «conservador» después de él. No le gustan estas etiquetas porque denotan un desconocimiento de los problemas reales y de las intencio­nes de los padres conciliares. «Muchos olvidan que el concepto conciliar opuesto a “conservador” no es “progresista”, sino “misionero”» (IF 18). Asimismo, se ha opuesto al esquematismo que rompe la continuidad entre un antes y un después del Concilio. «No hay una Iglesia “pre” o “post” conciliar: existe una sola y única Iglesia que camina hacia el Señor, ahondando cada vez más y comprendiendo ca­da vez mejor el depósito de la fe que Él mismo le ha confiado. En esta his­toria no hay saltos, no hay rupturas, no hay solución de continuidad. El Concilio no pretendió ciertamente introducir división alguna en el tiempo de la Iglesia» (IF 41).

Sería demasiado fácil descargar toda la responsabilidad de la «herme­néutica de la discontinuidad» y de las divisiones en los grupos tradicionalis­tas que, como en el «Caso Lefebvre», acabaron en el cisma. El Cardenal Rat­zinger, en la alocución en Santiago, sugirió a los obispos algo más prove­choso; es decir, hacer un autoexamen a la luz de uno de los descubrimien­tos fundamentales de la teología del ecumenismo: «los cismas se pueden producir únicamente cuando, en la Iglesia, ya no se viven y aman algunas verdades y algunos valores de la fe cristiana. La verdad marginada se inde­pendiza, queda arrancada de la totalidad de la estructura eclesial y, alrede­dor de ella, se forma entonces el nuevo movimiento» (p. 359). Hay que pre­guntarse por las causas profundas que mueven a los seguidores de Lefebvre. Su visión estrecha y unilateral podría estar denuncian­do, por reacción, otras visiones igualmente estrechas de la hermenéutica progresista de la ruptura. Si algunas posiciones tradicionalistas se volvieron insuperables se debió, en parte, a la arbitrariedad e imprudencia de ciertas interpretaciones postconciliares de signo opuesto. El Cardenal Ratzinger se dijo convencido de que, si se muestra el verdadero rostro del Concilio, cae­rán por su base estas falsas propuestas.

«Defender el Concilio Vaticano II, en contra de Monseñor Lefebvre, como válido y vinculante en la Iglesia, es y va a seguir siendo una necesidad. Sin embargo, existe una actitud de miras estrechas que aísla el Vaticano II y que ha provocado la oposición. Muchas exposiciones dan la impresión de que, después del Vaticano II, todo haya cambiado y lo anterior ya no puede tener validez, o, en el mejor de los casos, sólo la tendrá a la luz del Vatica­no II. El Concilio Vaticano II no se trata como parte de la totalidad de la Tradición viva de la Iglesia, sino directamente como el fin de la Tradición y como un recomenzar enteramente de cero. La verdad es que el mismo Concilio no ha definido ningún dogma y ha querido de modo consciente expresarse en un rango más modesto, meramente como Concilio pastoral; sin embargo, muchos lo interpretan como si fuera casi el superdogma que quita importancia a todo lo demás» (p. 361).

Arzobispo Marcel Lefebvre

Después del Concilio, los errores de interpretación y los caminos equi­vocados trajeron consecuencias negativas muy dolorosas. La verdadera re­forma de la Iglesia querida por el Vaticano II requiere el abandono de aque­lla «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura» en la que coinciden «progresistas» y «tradicionalistas». Unos y otros se desentienden de los tex­tos del Concilio. El «progresista» los ve sólo como un impulso inicial para desvincularse de ellos y moverse en otra dirección. El «tradicionalista» ni siquiera los considera legítimos. La consigna que Ratzinger ha dado a los católicos que quieran ser fieles a la Iglesia no ha sido «volver atrás», sino «volver a los textos auténticos del auténtico Vaticano II».

«Defender hoy la verdadera Tradición de la Iglesia significa defender el Con­cilio. Es también culpa nuestra si de vez en cuando hemos dado ocasión (tanto a la “derecha” como a la “izquierda”) de pensar que el Vaticano II representa una “ruptura”, un abandono de la Tradición. Muy al contrario, existe una continuidad que no permite ni retornos al pasado ni huidas hacia delante, ni nostalgias anacrónicas ni impaciencias injustificadas. De­bemos permanecer fieles al hoy de la Iglesia; no al ayer o al mañana: y este hoy de la Iglesia son los documentos auténticos del Vaticano II. Sin re­servas que los cercenen. Y sin arbitrariedades que los desfiguren» (IF 37).

El católico, que con lucidez y dolor mira los daños producidos en su Iglesia por las deformaciones del Concilio, «debe encontrar en este mismo Vaticano II la posibilidad de un nuevo comienzo. El Concilio es suyo; no es de aquellos que se empeñan en seguir un camino que ha conducido a re­sultados catastróficos; no es de aquellos que –no por casualidad– ya no sa­ben qué hacer con el Vaticano II» (IF 46). Para acceder al genuino Vaticano II que dé a la Iglesia una brújula de orientación y una nueva esperanza se requiere una correcta interpretación de sus textos, que son la verdadera herencia del Concilio. Los textos del Concilio no son letra muerta. La letra de los documentos leída e interpretada en la continuidad de la fe y de la Tradición de la Iglesia comunica el verdadero espíritu del Concilio y abre a la Iglesia un futuro de fidelidad a Cristo y a los hombres. Esta es una de las grandes convicciones que animan el ministerio pastoral del Papa Benedicto XVI.

El autor es profesor de Metafísica en la facultad de filosofía del Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma y Consejero General de la congregación de los Legionarios de Cristo.

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Redacción Zenit

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