Sacerdote Joseph Ratzinger. Foto: Ratzinger Ganswein

El sacerdocio de Joseph Ratzinger: obediencia y amor

Meditaba, paseando por el jardín del seminario y en la capilla, si sería capaz de vivir el celibato, si de verdad estaba dispuesto para aceptar cualquier misión que la Iglesia le encomendara.

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Por: Jesús Villagrasa, LC

 

(ZENIT Noticias / Roma, 02.01.2023).- La larga y fecunda vida de Joseph Ratzinger ilumina el camino de muchos sacerdotes que ven en él una imagen de la propia pida: una vocación grandiosa en circunstancias ordinarias, intensos años de formación, la consagración para el servicio sacramental del pueblo de Dios y la entrega a las diversas misiones en obediencia a Dios y en comunión con los obispos y el presbiterio.

La vocación. J. Ratzinger nació el 16 de abril de 1927, en el seno de una familia católica de condiciones económicas modestas, que vivía el espíritu evangélico. Unos padres piadosos lo educaron con el ejemplo de sus virtudes. De niño experimentó la fascinación de las fiestas litúrgicas, con su música, imaginería y ornamentos; profundizaba en los tesoros litúrgicos por su cuenta, paso a paso, ayudado por la explicación del misal. Como obispo y teólogo, mantendrá vivo este sentido de lo sagrado y repetirá que la liturgia no es un show, que la persona del sacerdote no es el centro de la celebración: «Cuando el sacerdote sabe desaparecer personalmente y reconocerse sólo como mero representante, y se limita a celebrar con fe lo que se le pide, entonces, lo que sucede no gira en torno a él, su persona no es el centro, sino que se retire y emerge algo más grande que él» (La sal de la tierra, Palabra, Madrid 20055 = ST 187).

Joseph entró al seminario menor con 12 años sin tener todavía clara su vocación sacerdotal. Parece agradarle que Dios no haya querido servirse de medios, eventos o circunstancias especiales para llamarlo al sacerdocio. Se considera «un cristiano totalmente normal», guiado por la fe y la razón. No tuvo ninguna iluminación repentina. La idea del sacerdocio fue tomando forma paulatinamente. «No sabría decir – confiesa –  la fecha exacta de mi decisión. Lo que sí puedo asegurar es que esta idea de que Dios quiere algo de cada uno de nosotros – de mí también – empecé a sentirla desde muy joven. Sabía que tenía a Dios conmigo y que quería algo de mí; ese sentimiento empezó muy pronto. Luego, con el tiempo, comprendí que se relacionaba con mi ordenación de sacerdote» (ST 59).

La formación. Tras la segunda guerra mundial, volvió al seminario y se entregó a los estudios de filosofía y teología, sin descuidar las otras dimensiones de su formación sacerdotal. No le fueron ahorradas las tentaciones y dudas que no raras veces asaltan a los elegidos. Meditaba, paseando por el jardín del seminario y en la capilla, si sería capaz de vivir el celibato, si de verdad estaba dispuesto para aceptar cualquier misión que la Iglesia le encomendara. «Cada vez veía más claro – recuerda – que la llamada al sacerdocio era mucho más que el placer de hacer teología, que el trabajo en una parroquia puede impedir con frecuencia y exigir otro tipo de obligaciones. No podía, pues, estudiar teología para ser profesor universitario, que era mi más íntimo deseo» (ST 61). Además, como se veía tímido y poco práctico, dudaba de su capacidad para entablar relaciones, dirigir a la juventud católica, dar clases de religión a los niños más pequeños o atender convenientemente a enfermos y ancianos. Sus dudas iban a resolverse pronto.

El ministerio parroquial. Ordenado presbítero el 29 de junio de 1951, comenzó a experimentar «cuán grandes esperanzas ponían los hombres en sus relaciones con el sacerdote, cuánto esperaban su bendición, que viene de la fuerza del sacramento. No se trataba de mi persona». Los fieles lo veían como alguien a quien «Cristo había confiado una tarea para llevar su presencia entre los hombres; así, justamente porque no éramos nosotros quienes estábamos en el centro, nacían tan rápidamente relaciones amistosas» (Mi vida. Recuerdos 1927-1977, Encuentro, Madrid 1997 = MV 75-76).

Su primer ministerio fue el de coadjutor en la parroquia de la Preciosa Sangre en Munich. El párroco Blumschein, con su ejemplo, le enseñó a ser sacerdote. «No se limitaba a decir que un sacerdote debe ‘arder’ sino que él mismo era un hombre que ardía interiormente. Hasta su último aliento quiso desa­rrollar su servicio de sacerdote con todas las fibras de su existencia. Murió mientras llevaba el viático a un enfermo grave. Su bondad y su pasión interior por el ministerio con­firieron a esta parroquia su impronta. Lo que a primera vista podía parecer activismo, era en realidad expresión de una disponibilidad de servicio vivida sin límite alguno» (MV 76). Sus temores de seminarista se revelaron infundados: las lecciones de religión a los niños y la relación con sus padres le daban hondas alegrías; con los jóvenes creció pronto un buen entendimiento; atravesaba Munich, de punta a punta, pedaleando en su bicicleta, para celebrar bautizos y entierros.

Después de un año de ministerio parroquial, sus superiores lo llamaron al seminario de Frisinga para que se dedicara a la teología como profesor. Aunque es lo que deseaba, le costó mucho la pérdida de las relaciones y experiencias humanas que la labor pastoral le habían dado. «La sensa­ción de que se necesitaba de mí y de que estaba desarro­llando un servicio importante me había ayudado a dar lo imposible y a experimentar la alegría del ministerio sacer­dotal, que en el nuevo desempeño no se hizo inmediatamente perceptible» (MV 77).

El ministerio académico y episcopal. Su ministerio sacerdotal como profesor universitario de teología durará 25 años. Defendió con valor la verdadera herencia del Concilio, que son sus textos interpretados con seriedad, rectitud y profundidad, en la continuidad de la fe y de la tradición eclesial. Cuando en 1977, el papa Pablo VI lo nombró arzobispo de Munich y Frisinga, dudó en dar su asentimiento porque era consciente de sus limitaciones y de su poca experiencia pastoral. Consultó a su confesor y pidió consejo. Su aceptación fue un acto de confianza teologal y una renuncia. Pensaría en San Agustín a quien la Iglesia pidió dejar a Platón por la Biblia, los coloquios filosóficos por la catequesis, la diatriba retórica por la homilía. Ambos habían elegido la vida de estudio y Dios los destinaba a cargar como un «animal de tiro» las menudencias del ministerio pastoral. La bestia de carga, se preguntaba el Cardenal Ratzinger, «¿no era y es una ima­gen de lo que debo ser y de lo que soy?». El oso-jumento de San Corbiniano, que incluyó en su escudo episcopal, dirá, «representa mi destino personal». Este escudo compendia un programa de vida sacerdotal: vivir con el corazón abierto a todos los hombres (la cabeza del moro), como el peregrino que recorre los caminos del mundo hacia la casa del Padre acompañando a sus hermanos (la concha), llevando el peso de la misión sin rendirse a la fatiga (el jumento), siguiendo al Buen Pastor que no cesa de repetirle en cada una de las etapas de su vida: «Sígueme».

Por obediencia y amor, Ratzinger aceptó asumir, primero, y dejar, después, la pastoral parroquial, la investigación teológica y la docencia universitaria, el ministerio episcopal en una diócesis y la tarea de dirigir la Congregación para la Doctrina de la Fe. Por obediencia y amor, aceptó la elección de los cardenales en conclave. «Mi verdadero programa de gobierno – dijo en la misa de inicio de pontificado – es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia» (24-IV-2005).

La vida del pastor es obediencia a una misión y servicio. «Esta sería la auténtica imagen del sacerdote. Cuando se vive así, rectamente, ser sacerdote no pude significar que, al fin se ha alcanzado un puesto de mando, significa que se ha renunciado a un proyecto de vida para darse al servicio de los demás»(ST 207). Su excelente preparación intelectual está al servicio de una misión esencial de la Iglesia: proponer, clarificar y defender la fe. Una vigorosa espiritualidad – su relación personal con Dios – anima su palabra y su existencia. «Tener trato con Dios para mí es una necesidad. Tan necesario como respirar todos los días» (ST 13). Su programa de vida podría resumirse en una frase de San Benito que gusta repetir: «nada anteponer al amor de Cristo». Cristo es la persona conocida, amada, seguida, anunciada y adorada. La palabra personal de Dios resuena en el ministerio de la palabra del sacerdote Ratzinger y lo hace atractivo y eficaz: «Lo que verdaderamente importa es que el predicador tenga relación interior con la Sagrada Escritura, con Cristo vivo a través de la Palabra, y que al mismo tiempo sea un hombre de esté y viva en nuestro tiempo, que no huya de él, que reelabore interiormente la fe» (ST 284). Entonces la palabra del sacerdote tiene un «tono» diverso.

Realismo y celo sacerdotal. J. Ratzinger conoce la grandeza y fragilidad del sacerdote; no ama una imagen «demasiado idealizada» del sacerdote, ni se escandaliza de los normales límites humanos de sus hermanos. «No somos mejores que los demás. Las leyes típicas de un colectivo también nos afectan a nosotros, un colectivo de sacerdotes. Lo que cada uno de nosotros debería hacer es trabajar en plena sintonía con los demás y, para eso, hay que guardar cierta disciplina. Pero creo que es buena cosa abandonar cualquier presunción, comenzando, sencillamente, con admitir que no somos distintos de los demás» (ST 119). Tampoco idealiza el mundo o la misión apostólica. El sacerdote se abre al mundo y a la modernidad con benévola caridad, pero sin falsas ilusiones. Sabe que la Iglesia será siempre signo de contradicción; que aunque los cristianos no se opongan al mundo, el mundo se opone a los cristianos que proclaman la verdad sobre Dios y sobre el hombre. Esta oposición puede resultar opresiva para un corazón sacerdotal. Por eso, Benedicto XVI compartió en Aosta las inquietudes y sufrimientos de los sacerdotes a causa de la frialdad, cuando no hostilidad, de los ambientes en los que ejercen su ministerio, y los invitó a afianzarse en la certeza de que el mundo no puede vivir sin el Dios-amor revelado en Jesucristo. «Debemos tener una certeza renovada: él es la Verdad y sólo caminando tras sus huellas vamos en la dirección correcta, y debemos caminar y guiar a los demás en esta dirección» (25 de julio de 2005).

Con esa confianza y libertad de espíritu, el sacerdote siembra incansablemente para la cosecha de la eternidad. «Hemos recibido la fe para transmitirla a los demás; somos sacerdotes para servir a los demás. Y debemos dar un fruto que permanezca. Todos los hombres quieren dejar una huella que permanezca. Pero, ¿qué permanece? El dinero, no. Tampoco los edificios; los libros, tampoco. Después de cierto tiempo, más o menos largo, todas estas cosas desaparecen. Lo único que permanece eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la eternidad. Por tanto, el fruto que permanece es todo lo que hemos sembrado en las almas humanas: el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el alma a la alegría del Señor» (Misa pro eligendo Pontifice, 18-IV-2005). Al final de nuestra vida, lo único que queda es lo que hayamos hecho por Dios y por nuestros hermanos, la verdad y el amor que hayamos sembrado en su alma inmortal. Esta certeza que ha animado el sacerdocio de Joseph Ratzinger sostenga también nuestra caridad en el ministerio pastoral.

El autor es profesor de Metafísica en la facultad de filosofía del Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma.

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Redacción Zenit

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