(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 08.03.2024).- Del 4 al 8 de marzo, la Penitenciaria Apostólica de la Santa Sede ofreció el XXXIV Curso sobre el Foro Interno a seminaristas y religiosos que se preparan para recibir el orden sacerdotal o para sacerdotes que buscan profundizar el campo del foro interno en la pastoral. El viernes 8 de marzo el Papa Francisco les recibió en audiencia. En lugar de leer el discurso que tenía preparado, quiso saludar uno a uno a los presentes, y entregó el texto que por su valor, ofrecemos a continuación traducido al castellano por ZENIT:
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Me complace encontrarme con vosotros con ocasión del Curso anual sobre el Foro Interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica. Saludo cordialmente al cardenal Mauro Piacenza, penitenciario mayor, al regente, monseñor Nykiel, a los prelados, funcionarios y personal de la Penitenciaría, a los colegios de penitenciarios ordinarios y extraordinarios de las basílicas pontificias en la ciudad, y a todos vosotros, participantes en el curso.
En el contexto de la Cuaresma y, en particular, del Año de oración en preparación del Jubileo, quisiera proponeros que reflexionemos juntos sobre una oración sencilla y rica, que pertenece al patrimonio del santo pueblo fiel de Dios y que recitamos durante el rito de la Reconciliación: el Acto de dolor.
A pesar de su lenguaje un tanto antiguo, que incluso podría malinterpretarse en algunas de sus expresiones, esta oración conserva toda su validez, tanto pastoral como teológica. Al fin y al cabo, su autor fue el gran san Alfonso María de Ligorio, maestro de teología moral, pastor cercano a la gente y hombre de gran equilibrio, lejos del rigorismo y del laxismo.
Me detendré en tres actitudes expresadas en el Acto de dolor que creo pueden ayudarnos a meditar sobre nuestra relación con la misericordia de Dios: el arrepentimiento ante Dios, la confianza en Él y la resolución de no recaer.
[1º El arrepentimiento]
Primero: el arrepentimiento. No es fruto del autoanálisis ni de un sentimiento psíquico de culpa, sino que brota de la conciencia de nuestra miseria ante el amor infinito de Dios, su misericordia sin límites. De hecho, es esta experiencia la que mueve a nuestra alma a pedirle perdón, confiando en su paternidad, como recita la oración: «Dios mío, me arrepiento y me aflijo de todo corazón por mis pecados», y más adelante añade: «porque te he ofendido a Ti, infinitamente bueno». En realidad, en la persona, el sentido del pecado es proporcional precisamente a la percepción del amor infinito de Dios: cuanto más sentimos su ternura, más deseamos estar en plena comunión con Él, y más se nos hace evidente la fealdad del mal en nuestra vida. Y es esta conciencia, descrita como «arrepentimiento» y «tristeza», la que nos impulsa a reflexionar sobre nosotros mismos y nuestros actos y a convertirnos. Recordemos que Dios no se cansa nunca de perdonarnos y, por nuestra parte, ¡no nos cansemos nunca de pedirle perdón!
[2º La confianza]
Segunda actitud: la confianza. En el Acto de dolor, Dios es descrito como «infinitamente bueno y digno de ser amado sobre todas las cosas». Es hermoso escuchar, en labios de un penitente, el reconocimiento de la bondad infinita de Dios y la primacía, en la propia vida, del amor a Él. Amar «sobre todas las cosas», en efecto, significa poner a Dios en el centro de todo, como luz en el camino y fundamento de todo orden de valores, confiándole todo a Él. Y es un primado, éste, que anima todo otro amor: a los hombres y a la creación, porque quien ama a Dios ama a su hermano (cf. 1 Jn 4, 19-21) y busca su bien, siempre, en la justicia y en la paz.
[3º La intención]
Tercer aspecto: la intención. Expresa la voluntad del penitente de no recaer de nuevo en el pecado cometido (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1451), y permite el importante paso de la atrición a la contrición, del dolor imperfecto al dolor perfecto (cf. ibíd., 1452-1453). Manifestamos esta actitud diciendo: «Me propongo, con tu santa ayuda, no volver a ofenderte». Estas palabras expresan un propósito, no una promesa. En efecto, ninguno de nosotros puede prometer a Dios que no volverá a pecar, y lo que se requiere para recibir el perdón no es una garantía de impecabilidad, sino un propósito presente, hecho con recta intención en el momento de la confesión. Además, es un compromiso que hacemos siempre con humildad, como subrayan las palabras «con tu santa ayuda». San Juan María Vianney, el Cura de Ars, solía repetir que «Dios nos perdona aunque sabe que volveremos a pecar». Y además, sin su gracia, ninguna conversión sería posible, contra cualquier tentación de viejo o nuevo pelagianismo.
La conclusión
Por último, quisiera llamar su atención sobre la hermosa conclusión de la oración: «Señor, misericordia, perdóname». Aquí los términos «Señor» y «misericordia» aparecen como sinónimos, ¡y esto es decisivo! Dios es misericordia (cf. 1 Jn 4,8), misericordia es su nombre, su rostro. Nos hace bien recordarlo siempre: en cada acto de misericordia, en cada acto de amor, resplandece el rostro de Dios.
Queridos hermanos, la tarea que se os confía en el confesionario es hermosa y decisiva, porque os permite ayudar a tantos hermanos y hermanas a experimentar la dulzura del amor de Dios. Os animo, por tanto, a vivir cada confesión como un momento único e irrepetible de gracia, y a entregar generosamente el perdón del Señor, con afabilidad, paternidad y me atrevería a decir que también con ternura materna.
Os invito a rezar y a comprometeros para que este año de preparación al Jubileo vea florecer la misericordia del Padre en muchos corazones y en muchos lugares, y para que Dios sea cada vez más amado, reconocido y alabado.
Os doy las gracias por el apostolado que realizáis -o que pronto se confiará a algunos de vosotros-. Que la Virgen, Madre de misericordia, os acompañe. Yo también os llevo en mi oración y os bendigo de corazón. Por favor, no olvidéis rezar por mí.
Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.
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