Australia se ha convertido en el primer país en prohibir el acceso a las redes sociales a menores de dieciséis años Foto: Red Cenit

Este es el primer país que prohíbe por ley las redes sociales para niños y esto lo que dicen estudios al respecto

La medida no surgió de la nada. Durante años, los padres australianos han expresado su preocupación por la marcada brecha entre la madurez física de sus hijos y la intensidad psicológica de los entornos en línea

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(ZENIT Noticias / Roma, 06.12.2025).- Mientras gobiernos, científicos y padres se enfrentan a la creciente inquietud en torno a la exposición infantil al mundo digital, dos acontecimientos en puntos opuestos del planeta han agudizado el debate. Australia se ha convertido en el primer país en prohibir el acceso a las redes sociales a menores de dieciséis años, y una nueva investigación de la Academia Americana de Pediatría advierte que la posesión temprana de teléfonos inteligentes se correlaciona con peores resultados de salud en adolescentes. En conjunto, estos hallazgos conforman una imagen emergente de un mundo que lucha por encontrar la manera de acompañar a los jóvenes en entornos moldeados por pantallas, algoritmos y una conectividad incesante.

La prohibición radical de Australia, aprobada por el gobierno del primer ministro Anthony Albanese y que entrará en vigor en diciembre, es la respuesta política más contundente hasta la fecha a la ansiedad parental por los peligros en línea. La ley refleja el sentimiento nacional de que las plataformas sociales funcionan menos como espacios de recreación y más como motores de presión social: lugares donde la intimidación, el comportamiento depredador y la mercantilización de la autoimagen se han vuelto demasiado generalizados como para ignorarlos.

La medida no surgió de la nada. Durante años, los padres australianos han expresado su preocupación por la marcada brecha entre la madurez física de sus hijos y la intensidad psicológica de los entornos en línea. El gobierno ha respondido con una prohibición que algunos consideran urgente y necesaria, mientras que otros la consideran una extralimitación que podría penalizar a las familias responsables. Romain Fathi, investigador de la Universidad Nacional Australiana en Canberra, describe la ley como un experimento audaz cuyas consecuencias, beneficiosas o no, solo se revelarán con el tiempo.

Mientras tanto, se acumulan pruebas sobre el impacto de los teléfonos inteligentes en el bienestar de los adolescentes. Un estudio revisado por pares, publicado el 1 de diciembre en Pediatrics y basado en datos de más de 10 000 niños, encontró una fuerte asociación entre la adquisición temprana de teléfonos inteligentes y la interrupción del sueño, la obesidad y los síntomas depresivos. El participante promedio tenía apenas doce años; la mayoría había obtenido un dispositivo a los once.

Los autores del estudio advierten que los efectos no son simplemente el resultado de factores socioeconómicos ni de estilos de crianza desiguales. Incluso controlando estas variables, los jóvenes de trece años que habían recibido recientemente su primer teléfono inteligente reportaron una peor salud mental y una menor calidad de sueño en comparación con sus compañeros. Los usuarios primerizos más jóvenes fueron particularmente vulnerables: cuanto más temprana sea la introducción a la conectividad constante, mayores serán los riesgos.

Investigadores del Hospital Infantil de Filadelfia, que contribuyeron al informe, atribuyen el proyecto a la creciente inquietud en los círculos médicos sobre el impacto neurológico y psicológico de la saturación digital en las mentes en desarrollo. Ran Barzilay, autor principal del estudio, enfatiza que los teléfonos inteligentes no pueden considerarse universalmente dañinos. Muchos adolescentes dependen de ellos para una comunicación segura, apoyo académico y pertenencia social. Pero el dispositivo, argumenta, se ha convertido en un factor de salud importante, uno que los padres deben evaluar con la misma seriedad que la dieta, el ejercicio y las rutinas de sueño.

Barzilay insta a las familias a abordar la cuestión de la posesión de teléfonos inteligentes sin temor, sino con claridad. Establecer reglas en el hogar, controlar el uso nocturno, ajustar los filtros de contenido y fomentar la actividad física sin pantallas puede alterar drásticamente los resultados. Sugiere que la prohibición total no es realista ni siempre necesaria; sin embargo, una supervisión cuidadosa puede ser indispensable.

Los legisladores también se apresuran a responder. En Estados Unidos, treinta estados y el Distrito de Columbia restringen ahora el uso del teléfono en las escuelas. Algunos exigen que los estudiantes guarden sus dispositivos bajo llave en fundas selladas durante todo el día; otros permiten un acceso limitado durante las comidas o los descansos al aire libre. Los administradores escolares informan que el uso incontrolado del teléfono reduce la capacidad de atención y perjudica el rendimiento académico, una evaluación compartida por más de la mitad de los directores de escuelas públicas encuestados por el Centro Nacional de Estadísticas Educativas.

Sin embargo, las restricciones siguen siendo muy controvertidas. Las asociaciones de padres argumentan que los teléfonos sirven como un salvavidas en emergencias y una herramienta práctica para coordinar horarios familiares complejos. Una importante asociación de padres de EE. UU. informó el año pasado que el 78 % de los padres deseaba que sus hijos estuvieran disponibles durante el horario escolar, una cifra que los legisladores han luchado por ignorar. Cuando los legisladores intentan prohibiciones generalizadas, los críticos advierten que podrían estar resolviendo un problema al tiempo que crean otro: cortando vías de comunicación vitales.

Detrás de estos impulsos contrapuestos se encuentra un patrón psicológico que preocupa a los expertos. Una metarevisión de 117 estudios realizada por la Asociación Americana de Psicología reveló que el tiempo prolongado frente a las pantallas puede aumentar las dificultades emocionales y conductuales en los niños; dificultades que, a su vez, los llevan a pasar aún más tiempo frente a las pantallas como mecanismo de afrontamiento. El ciclo, una vez establecido, se vuelve cada vez más difícil de romper.

Las comunidades religiosas han observado estos acontecimientos con especial interés, lo que refleja las preocupaciones arraigadas sobre la dignidad humana, la vida relacional y la formación de la conciencia en una cultura hipermediada. Si bien las instituciones religiosas han defendido históricamente el potencial de la tecnología para la conexión y la educación, también reconocen la fragilidad de la infancia y la complejidad moral de los entornos digitales. El debate actual, que se desarrolla en legislaturas, laboratorios, escuelas y cocinas, afecta no solo a las políticas públicas, sino también al tejido espiritual y social que sustenta a las familias.

Lo que queda claro es que las sociedades están entrando en un momento crucial. La prohibición de Australia podría marcar el inicio de una nueva era regulatoria; la creciente cantidad de investigaciones indica que la infancia digital debe abordarse con mucha mayor intencionalidad. Padres, educadores y legisladores se enfrentan ahora a un reto compartido: proteger a los jóvenes sin aislarlos, guiarlos sin asfixiarlos y garantizar que las herramientas diseñadas para enriquecer la vida humana no la deterioren silenciosamente.

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Jorge Enrique Mújica

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