Mons. Paul Gallagher © E. Pesov

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El "reto de la universalidad" de los Derechos Humanos

Discurso de Mons. Paul Richard Gallagher

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(ZENIT – 11 sept. 2018).-  El Secretario del Vaticano para las las Relaciones con los Estados asegura que el 70° aniversario de la Declaración Universal constituye una «ocasión propicia» para relanzar esa fe «en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres».
Mons. Paul Richard Gallagher pronunció un discurso ayer, 10 de septiembre de 2018, en el Consejo de Europa con motivo de la celebración del 70° aniversario de la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos sobre el tema «Desarrollo humano integral y universalidad de los derechos en un contexto multilateral».
El tema elegido para el coloquio es «el reto de la universalidad» porque «creemos que la universalidad de los derechos sea el tema crucial de nuestro tiempo –expuso Mons. Gallagher–, sobre el que se juega la posibilidad de que los derechos humanos sigan marcando el horizonte común para la construcción de nuestras sociedades, el punto de referencia obligatorio para el ejercicio del poder político, el indicador de la ruta para la comunidad internacional».
En esta línea, el Secretario Vaticano apuntó tres desafíos en su discurso: un modelo de desarrollo social que no es suficientemente inclusivo; las derivas relacionadas con el creciente pluralismo cultural; las violaciones persistentes y graves de los derechos humanos que se registran en diferentes partes del mundo.
Y como «pistas de respuesta», Gallagher añadió dos retos fundamentales: En cuanto al modelo no suficientemente inclusivo de desarrollo social en curso, el Secretario considera «esencial» la referencia a un aspecto que define la Declaración Universal: la afirmación simultánea de los «derechos políticos y civiles » y de los «económicos, sociales y culturales».
Pasando al segundo reto, el del pluralismo cultural creciente, Mons. Gallagher señala que la respuesta «debe buscarse en la fuerte afirmación del derecho a la libertad religiosa, que es una condición para el respeto mutuo y la igualdad real en el contexto de una sociedad plural».
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Discurso de Mons. Paul Richard Gallagher
Excelencias,
Distinguidos representantes de la Secretaría del Consejo de Europa,
Señores y señoras,
En primer lugar, quisiera darles las gracias por la presencia en esta Conferencia organizada por la Misión Permanente de la Santa Sede ante el Consejo de Europa. Un gracias especial a Guido Raimondi, Presidente de la Corte Europea de Derechos Humanos, y Emmanuel Decaux, profesor emérito de la Universidad  Panthéon  Assas, que han aceptado intervenir en este diálogo sobre la universalidad de los derechos humanos. También me complace ver que en este encuentro participan representantes de ONGs de inspiración religiosa que trabajan activamente en el sector multilateral. La Conferencia de hoy es parte de una serie de eventos que la Santa Sede ha promovido para conmemorar el 70 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que culminará en una Conferencia Internacional que se celebrará en el Vaticano el próximo mes de diciembre, organizado por el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral.
Ciertamente, el Consejo de Europa tiene como referencia más inmediata y estatutaria la Convención Europea  de Derechos Humanos que,  sin embargo, está profundamente relacionada con la Declaración Universal. Tanto por la génesis del texto, que se coloca en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, tan fecundos para la redacción de los documentos fundadores en materia de derechos humanos, como porque es precisamente la naturaleza universal de los derechos humanos la que requiere un diálogo constante entre los sistemas regionales de su protección y toda la comunidad internacional.
Para la Santa Sede, el 70 aniversario de la Declaración Universal es una oportunidad para reafirmar su compromiso de servir a la causa de la humanidad, en un contexto, -somos conscientes de ello-, en el que el inapreciable patrimonio de los derechos humanos, que la comunidad internacional  había proclamado solemnemente como el fundamento de un nuevo orden después de los horrores de la guerra, aparece seriamente puesto en tela de juicio, tanto en la teoría como en la práctica.
Estamos firmemente convencidos de que el principio de la dignidad inherente a cada ser humano con los derechos inalienables  que esto otorga, como se refleja en el preámbulo de la Declaración Universal, tenga una convergencia natural y profunda con la comprensión bíblica del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios y con el precepto del amor fraterno, que están en la base de la visión cristiana del hombre y del mundo. También son una clara expresión de la naturaleza que objetivamente acomuna al género humano. Se trata de conceptos que el Papa Francisco tuvo la oportunidad de reiterar en su discurso a principios de año ante el Cuerpo Diplomático, recordando precisamente el 70 ° aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Si hemos elegido como tema de este coloquio «el reto de la universalidad», es porque creemos que la universalidad de los derechos sea el tema crucial de nuestro tiempo, un verdadero argumento stantis aut cadentis, sobre el que se juega la posibilidad de que los derechos humanos sigan marcando el horizonte común para la construcción de nuestras sociedades, el punto de referencia obligatorio para el ejercicio del poder político, el indicador de la ruta para la comunidad internacional.
Los dos oradores anteriores ya han destacado, con  la competencia que los distingue, los elementos en juego, especialmente desde un punto de vista jurídico. Por mi parte, quisiera centrarme en tres desafíos principales que, en el contexto histórico actual, se plantean al reconocimiento de la universalidad de los derechos humanos, para  buscar luego posibles pistas de respuesta. Los tres desafíos son: un modelo de desarrollo social que no es suficientemente inclusivo; las derivas relacionadas con el creciente pluralismo cultural; las violaciones persistentes y graves de los derechos humanos que se registran en diferentes partes del mundo.
El primer desafío a la universalidad de los derechos es la derivada del modelo de desarrollo social que  perseguimos, tanto a nivel de las economías avanzadas, como en ámbito mundial. En los últimos años estamos asistiendo en las sociedades occidentales a una mayor desintegración del tejido social, debido a múltiples factores: crecimiento de la desigualdad económica, empobrecimiento de algunos sectores de la población,  inseguridad laboral, reajuste, a veces drástico, de los sistemas de protección social. En general, asistimos a  una crisis de la aplicación de los derechos sociales que afecta especialmente a las personas en situación de vulnerabilidad  y que es probable que en muchos casos llegue a empañar la dignidad de la persona humana. También a nivel mundial, a pesar del crecimiento general de la economía mundial, poblaciones enteras permanecen en la miseria, agravada por el hecho de que la revolución de la comunicación los ha puesto en condiciones de ver de cerca la forma en que otras personas están sentadas cómodamente en el banquete de la opulencia.
La situación social que vivimos, tanto en los países desarrollados como en los que están en vías de desarrollo,  tiene un peso relevante  en la contestación  al discurso de los derechos humanos, que se está alzando en muchas áreas. Sin justificar estas posiciones, se debe tratar de entenderlas y de poner remedio para responder a un problema cada vez mayor de cohesión social del que no podemos seguir siendo simples espectadores.
Si asistimos, con relativo temor, a escala mundial, a la aparición en algunos países de modelos de crecimiento económico sin democracia y sin derechos, también debemos temer la construcción de sociedades basadas en la afirmación de las libertades individuales, pero pobres de justicia social. Por lo tanto, habría que preguntarse si los modelos de desarrollo que estamos persiguiendo, debido a su falta de inclusión, son compatibles en el largo plazo, con la afirmación de la universalidad de los derechos humanos.
Un segundo desafío a la universalidad de los derechos se deriva del creciente pluralismo cultural que experimentamos en nuestras sociedades. Ciertamente, no es un fenómeno nuevo: en 1948, en el proceso de negociación de la Declaración Universal, nos habíamos enfrentado a la necesidad de integrar las diferentes perspectivas culturales y religiosas, y durante décadas ha sido recurrente, aunque no justificada, la crítica de aquellos que han querido ver en la proclamación de los derechos humanos solamente el retazo de la cultura occidental.
En nuestros días, sin embargo, este pluralismo parece sufrir una mutación. Por un lado estamos asistiendo a la creciente tendencia al nacionalismo político y al fundamentalismo ideológico, que parecen cada vez menos compatibles con una sociedad basada en los principios de la democracia y los derechos humanos. Por otro lado, la cultura liberal dominante se ha encaminado hacia la interpretación radicalmente individualista de algunos derechos, o hacia la afirmación de nuevos derechos. Estas interpretaciones de los derechos, objetivamente distantes de los textos fundacionales, contribuyen a hacer el consenso universal mucho más difícil. De esta forma, se corre el riesgo de crear un «conflicto de antropologías», intensificado por el proceso de globalización y de la movilidad humana.
El tercer desafío se deriva de la inestabilidad del orden internacional y de las crecientes amenazas a la paz. Aquí no se trata de una contestación teórica de la universalidad de los derechos, sino más bien de la preocupante difusión de  violaciones sistemáticas y graves que interpelan a la comunidad internacional, porque cuestionan su capacidad para construir un orden basado en los principios que proclama y que ha sido aceptado mayoritaria y voluntariamente mediante la ratificación de los nueve principales tratados de derechos humanos elaborados tras la Declaración, entre los cuales  dos Pactos internacionales de derechos civiles y políticos y de derechos económicos, sociales y culturales adoptados en 1966.
El Papa Francisco ha hablado en repetidas ocasiones de una «tercera guerra mundial en pedazos» y la naturaleza misma de la guerra nos lleva a afirmar que la paz no puede ser creada o sostenida a través del respeto de los derechos humanos, a menos que existan elementos claros de justicia. Las obvias dificultades para respetar las leyes internacionales sobre los derechos humanos no son una excusa para ignorarlas. Por el contrario, deben conducir a un esfuerzo aún mayor para integrar estas consideraciones en una realidad operativa. Para reducir la brecha entre la teoría y la práctica, esto es a lo que debemos aspirar constantemente.
He mencionado tres desafíos a la universalidad de los derechos, entre otros que podrían mencionarse. Ahora me gustaría presentar algunas pistas de respuesta, desde la perspectiva particular de la Santa Sede, inspirada tanto por la doctrina social de la Iglesia, como las perspectivas que todavía hoy, a setenta años de distancia, puede abrir el texto de la Declaración Universal, texto que Juan Pablo II definió como «una piedra miliar puesta en el largo y difícil camino del género humano».
En cuanto al primero de los retos reportados, la del modelo no suficientemente inclusivo de desarrollo social en curso, considero esencial la referencia a un aspecto que define la Declaración Universal: la afirmación simultánea de los «derechos políticos y civiles» y de los «económicos, sociales y culturales». Me parece un punto esencial, y a menudo olvidado: es cierto que la protección y la promoción de los primeros tiene dinámicas  diferentes de las de los segundos, pero ninguna de estas categorías puede prosperar sin la otra.
Cuando, por ejemplo, se erosionan los derechos económicos y sociales, todo el edificio de los derechos humanos se debilita, y también las libertades civiles y políticas son más propensas a ser víctimas de la opresión causada por egoísmos  individualistas o por el populismo. La Declaración Universal resume así  en su artículo 22: «Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad».
Por cuanto respecta  al Consejo de Europa, creo que se podría profundizar, con la búsqueda de una mayor sinergia, la interdependencia entre los derechos protegidos por la Convención Europea de Derechos Humanos y de los protegidos por la Carta Social.
Este punto de vista refleja plenamente lo que, desde la perspectiva de la doctrina social, llamamos el «desarrollo humano integral» y que Pablo VI resumió, hace más de cincuenta años, en la fórmula: «el desarrollo de todos los hombres y de todo el hombre». En primer lugar, de todos los hombres: para usar las palabras de la agenda de desarrollo sostenible de 2030, «nadie debe quedarse atrás». Desde nuestro punto de vista, significa una atención prioritaria a todos los seres humanos en situaciones de debilidad, en peligro de ser simplemente descartados, de los pobres a los desempleados, de los migrantes a los jóvenes sin educación, de las mujeres víctimas de la violencia, a los ancianos que viven en la soledad, a los niños aún no nacidos, a las personas con discapacidad: una atención que se concreta en la amplia gama de compromiso caritativo y social que la Iglesia Católica y las ONG de inspiración católica siguen asumiendo en el mundo.
Además, el desarrollo integral significa «desarrollo de todo el hombre», es decir, del hombre en todas las dimensiones que lo constituyen: a partir de las necesidades básicas de supervivencia, del derecho a la educación, de la oportunidad de participar en la vida comunitaria, de la necesidad vivir libremente su fe y sus creencias. Quizás olvidemos fácilmente cómo la promoción de un humanismo integral sea un elemento esencial para el crecimiento de las sociedades democráticas. El objetivo de promover las libertades fundamentales de cada persona es inseparable del de la construcción de una sociedad justa: esto es un reflejo de la universalidad de los derechos.
Pasando al segundo reto, el del pluralismo cultural creciente, creo que la respuesta debe buscarse en la fuerte afirmación del derecho a la libertad religiosa, que es una condición para el respeto mutuo y la igualdad real en el contexto de una sociedad plural.
La libertad religiosa es particularmente importante en el edificio de los derechos humanos, ya que protege la relación con el fin último de la existencia, que constituye el núcleo de la dignidad trascendente de la persona, en el que se  reflejan también las diferentes visiones del hombre. Es sabido que la libertad religiosa no se limita a la libertad de culto o de profesar la propia fe; incluye, como establece el art. 18 de la Declaración, la libertad de “manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.
La libertad religiosa atestigua  la apertura de una sociedad democrática: significa reconocer los límites de la competencia del Estado cuando se trata de abordar cuestiones a la vez íntimas y definitivas, en su dimensión individual y comunitaria. La distancia creciente entre culturas religiosas y no religiosas, así como las grandes diferencias entre las diferentes visiones religiosas y, a veces dentro de las mismas tradiciones, exige que el Estado evite tomar partido por una u otra visión del mundo. Cuando  indirectamente el Estado es obligado a hacerlo, debe respetar a sus ciudadanos, permitiendo que las personas y las comunidades vivan lo más posible de acuerdo con sus convicciones profundas.
En palabras del Papa Francisco: «La construcción de sociedades inclusivas requiere como condición una comprensión integral de la persona humana, que realmente puede sentir como en casa cuando es reconocido y aceptado en todas las dimensiones que conforman su identidad, incluidos religiosa». Solo a partir de esta actitud de neutralidad benevolente será posible fomentar el  sentido de pertenencia y el diálogo necesario entre personas y grupos pertenecientes a diferentes tradiciones culturales. Me parece que la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ofrece ideas importantes al respecto.
La tarea puede parecer ardua, pero es esencial, precisamente para promover la afirmación de la universalidad de los derechos. En efecto, ha sido a través de tales tradiciones culturales y religiosas cómo a lo largo de nuestra historia se ha forjado nuestra comprensión de la persona humana y de su dignidad inalienable. Debemos reconocer que una afirmación correcta de la universalidad de los derechos humanos no es posible sin la consideración de estos enfoques histórica y culturalmente determinados, e incluso que  la misma depende de su contribución. Junto con el patrimonio que ofrece, cada visión también tiene límites, que se pueden entender a través de un diálogo abierto con otras visiones del mundo. Todo el que desee superar esta difícil obra de mediación a través de una afirmación universal  abstracta y a-histórica de la dignidad humana y de sus valores, cometería un trágico error, porque tal enfoque en última instancia, acabaría por secar la savia que alimenta en el corazón de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo el sentido de respeto por la dignidad de la persona humana.
Ciertamente, el creciente pluralismo pone a veces a prueba la posibilidad de encontrar una comprensión común sobre la forma en que algunos de los valores fundamentales deban encontrar expresión en el contexto de una sociedad pluralista. Precisamente aquí, sin embargo, el respeto por la libertad religiosa puede ayudar, a través de la búsqueda de acomodos razonables o del reconocimiento de los espacios necesarios para la objeción de conciencia. Estos elementos, lejos de romper la cohesión social, pueden promoverla, expresando la aceptación de la dificultad de la convivencia, el respeto al otro y la pluralidad de puntos de vista, y el reconocimiento de la necesidad de caminar más lejos en la búsqueda común de lo que protege la dignidad universal de la persona humana.
Finalmente, el tercer desafío se refiere a la inestabilidad del orden internacional, con las violaciones generalizadas y graves que continúan registrándose en muchos países: se trata de un enorme desafío que, no pocas veces, lleva a cuestionar la efectividad del enfoque basado en los derechos humanos para el bienestar de la humanidad y la construcción de la paz en el mundo. Por supuesto, no hay respuestas fáciles para este desafío, pero me parece que se puede abrir un camino a partir de lo que se menciona en el art. 1 de la Declaración: tras precisar que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos» añade: «dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Se trata de un punto esencial y tal vez, demasiado a menudo, olvidado: todo el edificio de los derechos humanos presupone como condición sine qua non reconocer, en un espíritu de hermandad que mis derechos y los derechos de los demás están interrelacionados y son interdependientes. Luego, si la dignidad y los derechos de los demás son ignorados o pisoteados, entonces mi dignidad y mis derechos también están en peligro.
Es a lo que asistimos cada vez con mayor frecuencia: las graves injusticias económicas y sociales que atraviesan la humanidad también tienen un impacto directo en Europa; la crisis de migrantes y refugiados nos ha enseñado, entre otras cosas, también esto. Se puede sacar una lección importante para un sistema de protección regional de derechos como el del Consejo de Europa. Este sistema, a veces frente a las crecientes dificultades en el ámbito de los derechos humanos podría tener la tentación de replegarse sobre sí mismo, satisfecho con sus éxitos, olvidando que la contribución que puede ofrecer a los países vecinos es una parte esencial de la protección de los derechos humanos en su propia casa.
«El desarrollo es el nuevo nombre de la paz», afirmaba Pablo VI hace más de cincuenta años. Un enfoque integral de la cuestión de la paz, que incluye el apoyo al desarrollo de las naciones más pobres, también implica asumir la responsabilidad de la protección del medio ambiente, que es una parte esencial de la promoción y protección de los derechos humanos. Es la enseñanza que el Papa Francisco ha querido expresar en la encíclica Laudato Si ‘, donde subraya varias veces que «todo está relacionado»: el respeto por nuestras vidas y por las vidas de los demás; una economía justa y el disfrute de los derechos; el estado de salud de las instituciones democráticas y el de la protección de la creación; cuidar el medio ambiente, promover la justicia y salvaguardar la paz. «Todo está relacionado», puede ser otra forma de expresar la universalidad de los derechos.
Para responder a los muchos aspectos de la crisis mundial  que estamos viviendo, el Papa Francisco ha promovido, en este sentido, el concepto de «ecología integral». “No hay dos crisis separadas – afirma-, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental. Las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza».
Soy consciente de que, desde esta perspectiva, salimos del terreno de los derechos entendido en sentido estricto; sin embargo, el significado de una ecología integral radica precisamente en recordar que el futuro de los derechos humanos, su defensa y su protección, su carácter universal, deben sostenerse como parte de un todo.
En conclusión, creo que el 70° aniversario de la Declaración Universal constituye una ocasión propicia  para relanzar esa fe «en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres», de los cuales hay una expresión elocuente en el Preámbulo. En última instancia, la universalidad de los derechos descansa en el carácter universal de la persona humana, que es intrínseca a ella en razón de su apertura natural a una verdad que la trasciende. En esta apertura a la verdad y al bien universal yace la base de la unidad de la raza humana. Precisamente en esta apertura común se halla el fundamento de la universalidad de la familia humana. Por esta razón, los derechos humanos de todas las personas nunca son separables de los derechos humanos de todos dentro de la comunidad, como se afirma con razón en las primeras líneas del Preámbulo de la Declaración Universal: «Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.
Gracias por vuestra atención.
© Librería Editorial Vaticano

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ZENIT Staff

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