Jeremías 1, 4-5. 17-19: “Te consagré profeta de las naciones”
Salmo 70: “Señor, tú eres mi esperanza”
I Corintios 12, 31-13, 13: “Entre estas tres virtudes: la fe, la esperanza y el amor; el amor es la mayor de las tres”
San Lucas 4, 21-30: “Jesús, como Elías y Eliseo, no fue enviado tan sólo a los judíos”
Obligados por la violencia y los temores, nos hemos encerrado detrás de rejas y protecciones. Es cada día más frecuente encontrar carteles en los accesos a los fraccionamientos donde se prohíbe la entrada a personas extrañas, se exigen documentos de identidad y se reservan el derecho de admisión. Y yo diría también el “derecho de expulsión”. Muros, barreras, alambradas… todo para protegerse del “otro”. También los paisanos de Jesús quieren protegerse de quien juzgan peligroso, ponen sus barreras y “lo sacan de la ciudad”.
El domingo anterior nos dejaba Jesús con admiración y esperanza al proclamar: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que ustedes acaban de oír”, afirmando la actualización del mensaje de Isaías. Hoy se nos presentan las reacciones de su auditorio: mucha alegría porque alguien de la propia comunidad puede afirmar estas palabras y explicarlas con claridad. Admiran su sabiduría y todos dan testimonio de él. Poco después, empiezan las suspicacias y a dudar quién es Jesús. Al oír aplicar en presente el proverbio sobre el médico que debe curarse a sí mismo, y la no aceptación del profeta, al escuchar los ejemplos de la viuda de Sarepta, del sirio rico y leproso Naamán, sus corazones se llenan de ira y lo pretenden matar. ¿Qué es lo que hace cambiar su corazón? Quizás a sus oyentes no les gustó la opción de Dios a favor de los gentiles, o quizás la preferencia de los pobres como aquella viuda, o que concede un favor a un rico extranjero sin aceptarle sus bienes. Algo hay en Jesús que no encaja en la forma de pensar de sus paisanos y deciden expulsarlo: “No es bienvenido”. Puede ser que los oyentes reflejen ese estilo de personas convenencieras: les gusta escuchar palabras bonitas y edificantes, pero no aceptan que se realicen en su mundo y en su tiempo, no aceptan que trastornen sus estructuras.
Teóricamente aceptan las palabras del profeta y están de acuerdo en que es una gran liberación, pero ellos “están bien”, no sufren, no tienen ningún interés especial en cambiar su situación, porque todo cambio implica riesgos, inconvenientes que pueden resultar desventajosos para ellos. Todo mundo está de acuerdo en que hay que hacer cambios y buscar la justicia, pero no queremos empezar por nosotros mismos. Quizás también les causa fastidio que los milagros impliquen un esfuerzo y un riesgo para quien los recibe: la viuda arriesga su alimento y comparte su último mendrugo con Elías; el leproso, siendo general, no es recibido y debe lavarse en el Jordán, el pequeño río casi desconocido, que implicaría humillación y ofensa para él. Los ejemplos de Jesús muestran que cada milagro implica una disposición, un salir de uno mismo y un compromiso grande. Los milagros no caerán del cielo. El anuncio de Jesús: la Buena Nueva, el Año de Gracia y liberación, llegarán sólo con el compromiso serio de quienes se arriesgan en el cambio y conversión. Además, los ejemplos de milagros a los que alude Jesús, de repente parecen muy pequeños: Elías ayudó a una sola viuda; Eliseo curó únicamente a un leproso. Sí, pero ambos hicieron que una persona experimentara la salvación de Dios. Así se construye el Reino de Dios.
Jesús, que antes había sido alabado y objeto de admiración, de repente se convierte en un estorbo y no es “bienvenido” en su propia sociedad. Quizás suceda igual en nuestro mundo. Todos, cristianos y no cristianos, expresamos admiración por Jesús, por sus ideales, su doctrina y su forma de vivir, pero eso no quiere decir que sea admitido a formar parte de nuestra vida diaria. Lo expulsamos de nuestro mundo, de nuestras estructuras, de los sistemas educativos, de la relación con los hermanos. Puede presidir desde su cruz nuestras asambleas, las decisiones de los importantes, pero que no hable, que no actúe, que no diga su palabra y que no influya en los demás, porque su doctrina es peligrosa. Siempre el amor y la justicia serán peligrosos para una sociedad que se rige por la ganancia y el poder. Por eso nos interpela hoy la palabra de San Pablo en su carta a los Corintios diciéndonos que no es importante hacer mucho ruido, sino amar. Es la enseñanza de Jesús: amar, con todo lo que implica el amor: es paciente, no tiene envidia, no lleva cuentas del mal, perdona sin límites, cree sin límites, espera sin límites, se entrega sin límites. Jesús lo supo vivir hasta el final y es lo que propone. Vivir en el amor implica riesgos. Es fácil decir que no haya discriminaciones, que no haya injusticias y después no atrevernos a vivir plenamente el amor. Expulsamos a Jesús de nuestras vidas. Lo expulsamos cada vez que, en nombre de falsas protecciones o buenas conductas, expulsamos a un hermano de nuestras vidas.
Bien pronto entendieron las gentes de Galilea la propuesta de Jesús y no lo quieren en medio de ellos, por eso tratan de despeñarlo, hacerlo desaparecer. Porque sus palabras ponen en evidencia los egoístas propósitos de los oyentes. Pero Jesús pasa libremente en medio de ellos. Hoy también hay quien quiere callar a Jesús y a muchos de sus seguidores les da miedo. No tendríamos que perder los ánimos en nuestra misión de ser testigos de los valores de Cristo en un mundo que tal vez ni nos quiere escuchar. También a nosotros nos dice el Señor como a Jeremías: “No temas, no titubees delante de ellos… no podrán contigo porque yo estoy a tu lado”. Que mirando la libertad y valentía con que actúa Jesús, cada discípulo hoy fortaleza su corazón para anunciar la Palabra. ¿Cómo proclamamos y vivimos la palabra de Jesús? ¿Qué significará ser profeta en nuestro tiempo? ¿De qué ambientes hemos expulsado a Jesús o en qué situaciones no queremos que Él intervenga?
Concédenos, Señor, Dios Nuestro, estar dispuestos a recibir tu Palabra, no acomodarnos ni acomodarla a las circunstancias; amarte con todo el corazón y, con el mismo amor, amar y comprometernos con nuestros hermanos. Amén