«¡Dichosa tú que creíste!»: Primera Predicación de Adviento 2019

Padre Raniero Cantalamessa

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(ZENIT – 8 dic. 2019).- Cada año  la liturgia nos prepara a Navidad con tres guías: Isaías, Juan Bautista y María: el profeta, el precursor y la madre. El primero lo anunció desde lejos, el secundo lo señaló presente en el mundo, la madre lo llevó en su seno. Por esto Adviento 2019 he pensado de confiarnos enteramente a la Madre de Dios. Nadie mejor que ella puede  predisponernos  a celebrar con fruto el nacimiento de Jesús. Ella no ha celebrado el Adviento, sino que lo ha vivido en su carne. Como cada mujer embarazada, ella sabe qué significa estar “en la espera” y puede ayudarnos a esperar, en sentido fuerte y existencial, la venida del Redentor. Contemplaremos la Madre de Dios en los tres momentos en los cuales la misma Escritura la presenta en el centro de los acontecimientos: la Anunciación, la Visitación y Navidad.

  1. “Heme aquí, yo soy la esclava del Señor…”

Empiézanos contemplando Maria en la Anunciación. Cuando María llega a la casa de Isabel, ésta la acoge con gran alegría y, “llena del Espíritu Santo”, exclamó: ¡Dichosa tú que creíste! Porque se cumplirá lo que el Señor te anunció. (Lc 1, 45). El evangelista Lucas se sirve del episodio de la Visitación como medio para mostrar lo que se había cumplido en el secreto de Nazaret y que sólo en el diálogo con una interlocutora podía manifestarse y asumir un carácter objetivo y público.

Lo grandioso que había ocurrido en Nazaret, después del saludo del ángel, es que María “ha creído” y así se convirtió en “Madre del Señor”. No hay dudas de que este haber creído se refería a la respuesta de María al ángel: Yo soy la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra (Lc 1, 38). Con estas simples y pocas palabras se consumó el acto de fe más grande y decisivo en la historia del mundo. Esta palabra de María representa “el vértice de todo comportamiento religioso delante de Dios, porque ella expresa, de la manera más elevada, la disponibilidad pasiva unida a la prontitud activa, el vacío más profundo que se acompaña con la más plenitud más grande”[1]. Con esta respuesta –escribe Orígenes- es como si María dijera a Dios: “Heme aquí, soy una tablilla para escribir: que el Escritor escriba lo que desea, que el Señor haga en mí lo que él quiera”[2]. Él compara a María con una tablilla encerada que se usaba, en su tiempo, para escribir. Hoy diríamos que María se ofrece a Dios como una página en blanco, sobre la cual él puede escribir lo que quiera.

“En un instante que no se desvanece nunca más y que permanece válido para toda la eternidad, la palabra de María fue la palabra de la humanidad y su “sí”, el amén de toda la creación al “sí” de Dios” (K. Rahner). En él es como si Dios interpelara de nuevo la libertad creada, ofreciéndole una posibilidad de redención. Es este el sentido profundo del paralelismo: Eva-María, querido a los Padres y a toda la tradición. “Lo que Eva unió con su incredulidad, María lo deshizo con su fe”[3].

De las palabras de Isabel: “Dichosa tú que creíste”, se ve cómo ya en el Evangelio, la maternidad divina de María no es entendida sólo como maternidad física, sino mucho más como maternidad espiritual, fundada en la fe. En eso se basa san Agustín cuando escribe: “La Virgen María dio a luz creyendo, lo que había concebido creyendo… Después de que el ángel hubiera hablado, ella, llena de fe (fide plena), concibiendo a Cristo primero en el corazón que en el seno, respondió: Yo soy la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra[4]. A la plenitud de la gracia por parte de Dios, corresponde la plenitud de la fe de parte de María; al “gracia plena”, la “fe plena”.

Sola con Dios

A primera vista, lo de María fue un acto de fe fácil e incluso descontado. Convertirse en madre de un rey que reinaría eternamente sobre la casa de Jacob, ¡madre del Mesías! ¿No era lo que toda jovencita hebrea soñaba ser? Sin embargo, esto es un modo de razonar humano y carnal. La verdadera fe no es un privilegio o un honor, sino que es siempre un morir un poco, y así fue sobre todo la fe de María en este momento. Primero que nada, Dios no engaña nunca, no tironea nunca a las creaturas a un consenso solapadamente, escondiéndole las consecuencias, lo que van a encontrar.

Lo vemos en todas los grandes llamados de Dios. A Jeremías preanuncia: Lucharán contra ti (Jer 1, 19) y sobre Saulo, le dice a Ananías: Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre. (Hc 9, 16). Sólo con María, para una misión como la suya, ¿habría actuado de modo diverso? A la luz del Espíritu Santo, que acompaña el llamado de Dios, ella ciertamente vislumbró que también su camino no sería diferente al de todos los demás llamados. Pronto Simeón pondrá en palabras este presentimiento, cuando le dirá que una espada atravesará su alma.

Sin embargo, ya sobre el plano simplemente humano, María se encuentra en una soledad total. ¿A quién puede explicarle lo que le sucedió? ¿Quién le podrá creer cuando diga que el niño que lleva en su seno es “obra del Espíritu Santo”? Esto nunca ocurrió antes de ella y no ocurrirá nunca después de ella. María conocía ciertamente lo que estaba escrito en el libro de la ley: que si la jovencita, al momento de la boda, no fuera encontrada en estado de virginidad, debería ser sacada a la puerta de su casa paterna y apedreada por la gente de la ciudad (cfr. Dt 22, 20 s).

En la actualidad, hablamos del riesgo de la fe, entiendo, por lo general, con eso, el riesgo intelectual; pero ¡para María se trató de un riesgo real! Carlo Carretto, en su libro sobre la Virgen, narra cómo llega a descubrir la fe de María. Cuando vivía en el desierto, se había enterado de parte de algunos de sus amigos Tuareg que una muchacha del campamento había estado prometida a un joven, pero que no había ido a vivir con él, siendo demasiado joven. Había ligado este hecho con lo que Lucas dice de María. Así es cómo después de dos años, al volver a pasar por el mismo campamento, pide noticias sobre la muchacha. Notó una cierta inquietud entre sus interlocutores y más tarde uno de ellos, acercándose con gran secreto, hizo una señal: pasó una mano sobre la garganta con el gesto característico de los árabes cuando quieren decir: “Ha sido degollada”. Se había descubierto que estaba embarazada antes del matrimonio y el honor de la familia exigía ese fin. Entonces, volvió a pensar en María, ante la mirada despiadada de la gente de Nazaret, a los guiños, entendió la soledad de María, y esa misma noche la eligió como compañera de viaje y maestra de su fe[5].

Ella es la única que creyó en “situación de contemporaneidad”, es decir, mientras las cosas iban sucediendo, antes de cualquier confirmación y de cualquier convalidación por parte de los eventos y de la historia[6]. Creyó en total soledad. Jesús dijo a Tomás: ¡Porque me has visto, has creído; felices los que crean sin haber visto! (Jn 20, 29): María es la primera de aquellos que creyeron sin haber todavía visto.

En una situación similar, cuando también se había prometido a Abrahán un hijo aunque estaba en edad tardía, la Escritura dice, casi con aire de triunfo y de estupor: Abrahán creyó al Señor y el Señor se lo tuvo en cuenta para su justificación (Gen 15, 6). ¡Cuánto ahora se dice más triunfalmente de María! María tuvo fe en Dios y eso le fue acreditado como justicia. El acto de justicia más grande jamás realizado en la tierra de parte de un ser humano, después del de Jesús, que, de todos modos, era también Dios.

San Pablo dice que Dios ama  a quien da con alegría (2 Cor 9, 7) y María dijo su “sí” a Dios con alegría. El verbo con el cual María expresa su consenso, y que se traduce con “fiat” o con “se haga”, en el original, está en un modo optativo (génoito); esto no expresa una simple aceptación resignada, sino un vivo deseo. Como si dijera: “Deseo también yo, con todo mi ser, lo que Dios desea; se cumpla rápidamente lo que él quiere”. En verdad, como decía san Agustín, antes incluso que en su cuerpo, María concibió a Cristo en su corazón.

Sin embargo, María no dijo “fiat” que es una palabra latina; no dijo ni siquiera “génoito” que es una palabra griega. ¿Qué dijo entonces? ¿Cuál es la palabra que, en la lengua hablada por María, corresponde de modo más cercano a esta expresión? ¿Qué decía un hebreo cuando quería decir “así sea”? Decía “¡amén!” Si es lícito remontarse, con una reflexión devota, a la ipsissima vox, a la palabra exacta salida de la boca de María –o al menos a la palabra que había, en este punto, en la fuente judaica usada por Lucas-, esta debe haber sido propiamente la palabra “amén”. Amén –palabra hebraica, cuya raíz significa solidez, certeza- era usada en la liturgia como respuesta de fe a la palabra de Dios. Cada vez que, al final de ciertos Salmos, en la Vulgata se lee “fiat, fiat” (en la versión de los Setenta: génoito, génoito), el original hebraico, conocido por María, dice: ¡Amén, amén!

Con el “amén” se reconoce lo que ha sido dicho como palabra estable, válida y vinculante. Su traducción exacta, cuando es una respuesta a la palabra de Dios, es la siguiente: “Así es y que así sea”. Indica fe y obediencia juntas; reconoce que lo que Dios dice es verdadero y uno se somete. Es decir “sí” a Dios. En este sentido, lo encontramos en la misma boca de Jesús: “Sí amen, Padre, porque esa ha sido tu elección…” (cfr. Mt 11, 26). De hecho, él es el Amén personificado: Así dice el Amén… (Ap 3, 14) y es por medio de él que cada “amén” pronunciado sobre la tierra sube entonces a Dios (cfr. 2 Cor 1, 20). Como el “fiat” de María anticipa al de Jesús en el Getsemaní, así su “amén” anticipa al de su Hijo. También María es una “amén” personificado a Dios.

En la estela de María

Como la estela de un bello barco va ensanchándose hasta desaparecer y perderse en el horizonte, pero que comienza con una punta, que es la punta misma del barco, así es la inmensa estela de los creyentes que forman la Iglesia. Esta comienza con una punta y esta punta es la fe de María, su “fiat”. La fe, junto con su hermana la esperanza, es lo único que no comienza con Cristo, sino con la Iglesia y por lo tanto, con María, que es el primer miembro, en orden de tiempo y de importancia. Nunca el Nuevo Testamento atribuye a Jesús la fe y la esperanza. La carta a los Hebreos nos da una lista de aquellos que tuvieron fe: Por fe Abel… Por fe, Abraham… Por fe, Moisés… (Heb 11, 4 ss).  Sin embargo, esta lista no incluye a Jesús. Jesús es llamado “autor y consumador de la fe” (Heb 12, 2), no uno de los creyentes, aunque pudiera ser el primero.

Por el solo hecho de creer, nos encontramos entonces en la estela de María y queremos ahora profundizar qué significa seguir realmente su estela. Al leer lo que respecta a la Virgen en la Biblia, la Iglesia ha seguido, hasta el tiempo de los Padres, una criterio que se puede expresar así: “María, vel Ecclesia, vel anima”, María, o sea la Iglesia, o sea el alma. El sentido es que lo que en la Escritura se dice especialmente de María, se entiende universalmente de la Iglesia y lo que se dice universalmente de la Iglesia se entiende singularmente para cada alma creyente.

Ateniéndonos también nosotros a este principio, vemos ahora lo que la fe de María tiene para decir primero a la Iglesia en su conjunto y después a cada uno de nosotros, es decir a cada alma individual. Aclaramos primero las implicancias eclesiales o teológicas de la fe de María y después las personales o ascéticas. De este modo, la vida de la Virgen no sirve sólo para acrecentar nuestra devoción privada, sino también nuestra comprensión profunda de la Palabra de Dios y de los problemas de la Iglesia.

María nos habla primero de la importancia de la fe. No existe sonido, ni música allí donde no hay un oído capaz de escuchar, por cuanto resuenan en el aire melodías y acordes sublimes. No hay gracia, o la menos la gracia no puede operar, si no encuentra la fe que la acoge. Como la lluvia no puede hacer germinar nada hasta que no encuentra la tierra que la acoge, así es la gracia sino encuentra la fe. Es por la fe que nosotros somos “sensibles” a la gracia. La fe es la base de todo; es la primera y la más “buena” de las obras para cumplir. Obra de Dios es esta, dice Jesús: que crean (cfr. Jn 6, 29). La fe es así importante porque es la única que mantiene a la gracia su gratuidad. No busca invertir las partes, haciendo de Dios un deudor y del hombre un acreedor. Por esto, la fe es tan querida a Dios que hace depender de ella prácticamente todo, en sus relaciones con el hombre.

Gracia y fe: son puestos, de este modo, los dos pilares de la salvación; se da al hombre los dos pies para caminar y las dos alas para volar. Sin embargo, no se trata de dos cosas paralelas, casi como que de Dios viniera la gracia y de nosotros la fe, y la salvación dependiera así, en partes iguales, de Dios y de nosotros, de la gracia y de la libertad. Sería una problema que alguno pensara: la gracia depende de Dios, pero la fe depende de mí; ¡juntos, yo y Dios hacemos la salvación! Habremos hecho de Dios, de nuevo, un deudor, alguien que depende de algún modo de nosotros y que debe compartir con nosotros el mérito y la gloria. San Pablo disipa todas las dudas cuando dice: Ustedes han sido salvados por la fe (es decir el creer, o más globalmente, el ser salvos por gracia mediante la fe, que es la misma cosa) no por mérito propio, sino por la gracia de Dios; y no por las obras, para que nadie se gloríe (Ef 2, 8s). Incluso en María el acto de fe fue suscitado por la gracia del Espíritu Santo.

Lo que ahora nos interesa es resaltar algunos aspectos de la fe de María que pueden ayudar a la Iglesia de hoy a creer más plenamente. El acto de fe de María es extremadamente personal, único e irrepetible. Es un confiar en Dios y un confiarse completamente a Dios. Es una relación de persona a persona. Esto se llama fe subjetiva. El acento está aquí en el hecho de creer, más que en las cosas creidas. Sin embargo, la fe de María es también extremadamente objetiva, comunitaria. Ella no cree en un Dios subjetivo, personal, aislado de todo, y que se revela sólo a ella en secreto. Por el contrario, cree en el Dios de los Padres, el Dios de su pueblo. Reconoce en el Dios que se le revela, al Dios de las promesas, al Dios de Abraham y de su descendencia.

Ella se incluye humildemente en el grupo de los creyentes, se convierte en la primera creyente de la nueva alianza, como Abraham fue el primer creyente de la antigua alianza. El Magnificat está lleno de esta fe basada en las Escrituras y de referencias a la historia de su pueblo. El Dios de María es un Dios de características típicamente bíblicas: Señor, Poderoso, Santo, Salvador. María no le habría creído al ángel, si le hubiera revelado un Dios diferente, que ella no hubiera podido reconocer como el Dios de su pueblo Israel. Incluso externamente, María se adecua a esta fe. De hecho, se comporta sujeta a todas las prescripciones de la ley; hace circuncidar al Niño, lo presenta en el templo, se somete ella misma al rito de la purificación, sube a Jerusalén para la Pascua.

Ahora, todo esto es para nosotros de gran enseñanza. También la fe, como la gracia, ha estado sujeta, a lo largo de los siglos, a un fenómeno de análisis y de fragmentación, para lo cual hay especies y subespecies de fe innumerables. Los hermanos protestantes, por ejemplo, valorizan más el primer aspecto, subjetivo y personal de la fe. “Fe –escribe Lutero- es una confianza viva y audaz en la gracia de Dios”; es una “firme confianza”[7]. En algunas corrientes del protestantismo, como en el Pietismo, donde esta tendencia está llevada al extremo, los dogmas y las llamadas verdades de fe no tienen casi ninguna relevancia. El comportamiento interior, personal, hacia Dios es lo más importante y casi exclusivo.

Por el contrario, en la tradición católica y ortodoxa, hasta la antigüedad, ha tenido una importancia grandísima el problema de la recta fe o de la ortodoxia. Prontamente, el problema de las cosas a creer adquiere una posición de gran ventaja sobre el aspecto subjetivo y personal del creer, es decir sobre el acto de la fe. Los tratados de los Padres, intitulados “Sobre la fe” (De Fide) no mencionan ni siquiera la fe como acto subjetivo, como confianza y abandono, sino que se preocupan de establecer cuáles son las verdades a creer en comunión con todas la Iglesia, en polémica contra los herejes. Después de la Reforma, en reacción al hincapié unilateral de la fe-confianza, esta tendencia se acentúa en la Iglesia católica. Creer significa principalmente adherir al credo de la Iglesia. San Pablo decía que  “con el corazón creemos para ser justos, con la boca confesamos” (cfr. Rm 10, 10): la “confesión” de la recta fe ha tomado prontamente una posición de ventaja sobre el “creer con el corazón”.

María nos lleva a redescubrir, también en este campo, “la totalidad” que es tanto más rica y más bella que cada su particular. No basta con tener una fe sólo subjetiva, una fe que sea un abandonarse a Dios en la intimidad de la propia conciencia. Por este camino, es tan fácil reducir a Dios a la propia medida. Esto sucede cuando se hace una idea propia de Dios, basada sobre una propia interpretación personal de la Biblia, o sobre la interpretación del propio grupo restringido, y después se adhiere a ella con toda la fuerza, incluso también con fanatismo, sin darse cuenta de que para ese entonces se está creyendo en sí mismo más que en Dios y que toda aquella confianza incontrolable en Dios, no es más que una confianza en sí mismos.

Sin embargo, no basta siquiera una fe sólo objetiva y dogmática, si esta no realiza el contacto íntimo y personal, de yo a vos, con Dios. Ésta se convierte fácilmente en una fe muerta, un creer por medio de otra persona o de la institución, que colapsa a penas entra en crisis, por cualquier razón, la relación con la institución que es la Iglesia. De este modo, es fácil que un cristiano llegue al final de la vida, sin haber nunca hecho un acto de fe libre y personal, que es el único que justifica el nombre de “creyente”.

Es necesario, entonces, creer personalmente, pero en la Iglesia; creer en la Iglesia, pero personalmente. La fe dogmática de la Iglesia no mortifica el acto personal y la espontaneidad del creer, sino que lo preserva y permite conocer y abrazar a un Dios inmensamente más grande que el de mi pobre experiencia. De hecho, ninguna creatura es capaz de abrazar, con su acto de fe, todo lo que de Dios se puede conocer. La fe de la Iglesia es como el gran angular que permite ver y fotografiar, de un panorama, una porción mucho más vasta del simple objetivo. En el unirme a la fe de la Iglesia, hago mía la fe de todos los que me han precedido: de los apóstoles, de los mártires, de los doctores. Los Santos, al no poder llevarse consigo la fe la cielo –donde no sirve más-, la dejaron en herencia a la Iglesia.

Hay una fuerza increíble contenida en aquellas palabras: “Yo creo en Dios Padre Todopoderoso…”. Mi pequeño “yo”, unido y fusionado con lo enorme de todo el cuerpo místico de Cristo, pasado y presente, forma un grito más potente que el fragor del mar que hace temblar desde los fundamentos al reino de las tinieblas.

¡Creamos también nosotros!

Pasamos ahora a considerar las implicancias personales y ascéticas que surgen de la fe de María. San Agustín, después de haber afirmado, en el texto citado anteriormente, que María “llena de fe, dio a luz creyendo a quien había concebido creyendo”, trae una aplicación práctica diciendo: “María creyó y en ella se cumplió lo que creyó. Creamos también nosotros, para que lo que se cumplió en ella pueda ser beneficioso también para nosotros”[8].

¡Creamos también nosotros! Contemplar la fe de María nos mueve a renovar sobre todo nuestro acto de fe personal y de abandono en Dios.

¿Qué se debe hacer entonces? Es simple: después de haber orado, para que no sea una cosa superficial, decir a Dios con las palabras mismas de María: “¡Heme aquí, soy el esclavo, o la esclava, del Señor: hágase en mí según tu palabra!”. Digo amén, sí, mi Dios, a todo tu proyecto, ¡me cedo a mí mismo!

Debemos recordar que María dijo su “fiat” en un modo optativo, con deseo y alegría. Cuántas veces nosotros repetimos aquellas palabras con un estado de ánimo de resignación mal escondida, como quien, inclinando la cabeza, dice con sus dientes apretados: “Si no se puede prescindir, ¡que se haga tu voluntad!” María nos enseña a decirlo de modo diverso. Sabiendo que la voluntad de Dios es infinitamente más bella y más rica de promesas, que cada proyecto nuestro; sabiendo que Dios es amor infinito y que tiene para nosotros “designios de prosperidad y no de desgracia” (cfr. Jer 29, 11), nosotros decimos, llenos de deseo y casi con impaciencia, como María: “¡Que se cumpla rápido sobre mí, oh Dios, tu voluntad de amor y de paz!”.

Con esto se realiza el sentido de la vida humana y su más grande dignidad. Decir “sí”, “amén”, a Dios no humilla la dignidad del hombre, como piensa a veces el hombre de hoy, sino que la exalta. Por lo demás, ¿cuál es la alternativa a este “amén” dicho a Dios? Justamente el pensamiento contemporáneo que ha hecho del análisis de la existencia su objeto primario, demostró claramente que decir “amén” es necesario y sino se le dice a Dios que es amor, se lo debe decir a cualquier otra cosa que es una necesidad fría y paralizante: al destino, a la suerte.

“El justo vivirá por la fe”

Todos deben y pueden imitar a María en su fe, pero en modo particular debe hacerlo el sacerdote y cualquiera que esté llamado, de alguna manera, a transmitir a otros la fe y la Palabra. “El justo –dice Dios- vivirá por la fe” (cfr. Habacuc 2, 4: Rm 1, 17): esto vale, especialmente, para el sacerdote: Mi sacerdote –dice Dios- vivirá por la fe. Él es el hombre de la fe. El peso específico de un sacerdote está dado por su fe. Él influirá en las almas en la medida de su fe. La tarea del sacerdote o del pastor en medio del pueblo, no es sólo la de ser distribuidor de los sacramentos y de los servicios, sino también la de suscitar y testimoniar la fe. Él será verdaderamente el que guía, que lleva, en la medida en que crea y haya cedido su libertad a Dios, como María.

El gran signo esencial, el que los fieles captan inmediatamente en un sacerdote y en un pastor es si “cree”: si cree en lo que dice y en lo que celebra. Quien busca en el sacerdote sobre todo a Dios, lo nota rápidamente; quien no busca en él a Dios, puede ser engañado fácilmente y llevar a engaño al mismo sacerdote, haciéndolo sentir importante, brillante, actualizado, mientras que, en realidad, él también es, como se decía en el capítulo anterior, un hombre “vacío”. Incluso el no creyente que se acerca al sacerdote con un espíritu de búsqueda, entiende la diferencia rápidamente. Lo que lo provocará y que podrá hacerlo entrar en crisis beneficiosamente, no son en general las más eruditas discusiones de fe, sino la simple fe. La fe es contagiosa. Así como no se adquiere un contagio, escuchando hablar de un virus o estudiándolo, sino poniéndose en contacto, así sucede con la fe.

La fuerza de un servidor de Dios es proporcionada con la fuerza de su fe. A veces se sufre e incluso se lamenta en la oración con Dios, porque la gente abandona la Iglesia, no deja el pecado, porque hablamos hablamos y no sucede nada. Un día los apóstoles intentaron expulsar el demonio de un pobre muchacho pero sin lograrlo, se acercaron a Jesús y a parte le preguntaron: ¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo? Él les contestó: Porque ustedes tienen poca fe (Mt 17, 19-20). Cada vez que, delante de un fracaso pastoral o de un alma que se alejaba de mí sin lograr ayudarla, sentí aflorar en mí aquella pregunta de los apóstoles: ¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?, escuché responderme también yo en lo más íntimo: “¡Porque tienes poca fe!”. Y callé.

Como habíamos dicho, el mundo está surcado por la estela de un bello barco, que es la estela de fe abierta por María. Entremos en esta estela. Creamos también nosotros para que lo que se actualizó en ella se actualice también en nosotros. Invoquemos a la Virgen con el dulce título de Virgo fidelis: ¡Virgen creyente, ruega por nosotros!

[1] H. SHÜRMANN, Das Lukasevangelium, Friburgo en Br. 1982, ad loc. (trad. ital. El Evangelio de Lucas, Paideia, Brescia 1983, p. 154)

[2] ORÍGENES, Comentario al evangelio de Lucas, fragmento 18 (GCS, 49, p 227)

[3] S. IRENEO, Contra las herejías, III, 22, 4 (SCh 211, p. 442 s).

[4] S. AGUSTÍN, Discursos 215, 4 (PL 38, 1074).

[5] C. CARRETTO, Beata tú que has creído, Ed. Paulinas 1986, pp. 9 ss.

[6] S. KIERKEGAARD, Ejercicio del cristianismo I (ed. ital. por C. FABRO, Obras, Sansoni, Florencia 1972, pp. 693 ss).

 

[7] LUTERO, Prefacio a la Epístola a los Romanos (ed. Weimar, Deutsche Bibel 7, p. 11) y De las buenas obras (ed. Weimar 6, p. 206).

 

[8] S. AGUSTÍN, Discursos 215, 4 (PL 38, 1074).

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