El sacerdote Luigi Caburlotto ha sido elevado este sábado a la dignidad de beato, en una ceremonia que se realizó en Venencia, en la famosa plaza de San Marcos. El rito y la santa misa fueron presididos por el cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación vaticana de la Causa de los Santos y delegado por el papa Francisco; acompañado por el patriarca de Venecia, Francesco Moraglia y por el cardenal brasileño Odilo Scherer, arzobispo de Sao Paolo.
Don Caburlotto, fundador del Istituto religioso de las Hijas de San José, es el segundo párroco veneciano a ser beatificado y a la ceremonia participaron más de 5 mil personas con delegaciones provenientes de diversos países en donde trabaja el Instituto. En la plaza se encontraban presentes también los gondoleros con su piquete de honor, para recordar al beato que provenía de una familia de gondolero.
Biografía:
El 30 de junio de 1999 Juan Pablo II se dirigía a las hijas espirituales de Luigi Caburlotto animándolas a seguir la estela de su fundador, al tiempo que les recordaba cómo «en tiempos difíciles sintió la llamada evangélica a convertirse en educador y en padre de niños y jóvenes afligidos por la pobreza y el abandono. La experiencia le había enseñado cuán importantes son la educación y la instrucción escolar, también con vistas a la evangelización. Por eso, se dedicó con incansable celo a la fundación de escuelas populares e institutos de formación, sin descuidar la colaboración con las instituciones públicas».
Y como Dios Padre siempre premia la entrega indeclinable de sus hijos, quiso bendecir por su mediación a una mujer que padecía una grave discapacidad que le impedía caminar, milagro que ha sido determinante para que Luigi sea beatificado por el cardenal Amato, como Delegado del papa Francisco, hoy día 16 de mayo de 2015, en la plaza de San Marcos de Venecia, ciudad de la que fue oriundo este fundador, primer sacerdote veneciano que sube a los altares.
Luigi, que nació el 17 de junio de 1817, había pasado su niñez en un hogar impregnado de genuinas tradiciones enmarcadas por los bellísimos canales que su padre surcaba con su góndola mientras transmitiría a los viajeros las leyendas que envuelven los suntuosos palacios. Un rudo contraste con la realidad cotidiana de muchas familias que ni siquiera poseían un trabajo, como su padre, y que por fuerza debió quedar apresada en las pupilas del muchacho. Una importante huella dejarían también en su corazón los hermanos sacerdotes Antonangelo y Marco Cavanis, ambos venerables, en la escuela de su propiedad en la que recibió formación. Prueba de ello es que ingresó en el seminario poco después de salir de este centro, siendo ordenado en 1842.
Desempeñó su primera labor pastoral en Santiago del Orio, en un ambiente marcado por las carencias materiales y morales. Desde el principio su objetivo fueron los jóvenes, aunque todos vivieron el zarpazo de la Guerra de la Independencia que como siempre se cebó especialmente en los débiles. En 1850 con dos catequistas puso en marcha una escuela dirigida a niños sin recursos que fue la base para la fundación de las Hijas de san José, su obra magna. Junto con las autoridades eclesiásticas abordó nuevas vías de acción apostólica. También, y entre otras misiones, en 1869 se ocupó de reorganizar el Instituto Manin masculino de artes y oficios. Poco a poco, sin dejar su labor pastoral al frente de la parroquia, abrió nuevas casas y otros espacios para la educación de niños y de niñas, hasta que en 1872, viéndose con la salud mermada, decidió centrarse exclusivamente en el Instituto que había erigido, al tiempo que asumía nuevas responsabilidades.
Mantuvo las puertas abiertas a todos, convencido plenamente de que había que dar siempre una oportunidad a cualquiera, dejándose guiar por la consigna de que siempre reporta mayor riqueza el trato bondadoso que el que va revestido de dureza; por eso aconsejaba que no se tuviese miedo a ser demasiado indulgente. Fue un hombre sencillo y humilde, con una espiritualidad de gran fuerza, que como alguien ha dicho estaba «envuelta en el silencio». Tenía claro, y así lo manifestaba, que lo que realmente le agrada a Dios «es que la oración, aunque sea breve, esté realizada con fervor, simplicidad del corazón y confianza». Solo «los que viven en la presencia de Dios, aprenden a sentir y actuar en conformidad de acuerdo con su corazón». Sabía que «el ser humano es muy débil, pero que todo lo puede cuando pervive en él el amor de Dios. Entonces no debe temer a nada. «La santidad, hacía notar también por experiencia, es un camino que debe reemprenderse todos los días».
Fue un gran predicador y reclamado conferenciante, impartió retiros a sacerdotes, religiosos y laicos. A veces incomprendido en su labor, a la que muchos se oponían, pero siempre firme en sus objetivos de dar a todos los niños y jóvenes una educación sustentada en la fe que les permitiera ocupar un lugar digno en la sociedad. Murió pronunciando el nombre de María el 9 de julio de 1897, ante la presencia del patriarca Giuseppe Sarto (san Pío X).