Nació en Valencia, España, el 23 de enero de 1350. Hijo de un prestigioso notario, tuvo cinco hermanos. Junto a sus devotos padres experimentó el amor a Cristo y a María desde su más tierna infancia. Ellos le incitaron a realizar alguna penitencia todos los viernes en memoria de la Pasión, y otro tanto hacía los sábados en honor a la Virgen. Estas prácticas las mantuvo vivas hasta el fin de sus días. Su inclinación a socorrer a los pobres se manifestó en esta temprana edad. En conjunto, su biografía aparece engarzada con las virtudes que le adornaron y numerosos prodigios celestiales con los que fue favorecido. Su trayectoria espiritual discurrió por senderos penitenciales. Y de hecho, no se libró de tentaciones que intentaron perturbar sus altos anhelos. Como el diablo siempre se halla al acecho de la «presa» que puede perder si, como era su caso, se trata de alguien seducido por el amor de Dios, se alió con su aspecto para tratar de inducirle al mal. Porque el muchacho era bien parecido y suscitaba pasiones en algunas mujeres. Dos de dudosa vida se propusieron conquistarle sin éxito y atentaron contra su fama sembrando calumnias.
Las cotas que Vicente se había impuesto no tenían fronteras. Aunaba inteligencia y virtud, todo lo cual no pasó desapercibido para los dominicos que se ocuparon de su formación. Éstos, diezmados por la temible peste negra, pero sobre todo conmovidos por el ejemplo del aplicado joven, no dejaron escapar esta gran vocación que acogieron gozosos en la comunidad. El santo profesó en 1370. Después, satisfactoriamente cursó estudios de filosofía y teología, que culminaron con un doctorado en esta última disciplina obtenido con la máxima calificación. A partir de entonces se dedicó a ejercer la docencia en las universidades de Valencia, Barcelona y Lérida.
Cinco años más tarde fue ordenado sacerdote. El germen del Cisma de Occidente, que ya estaba larvado, no tardaría en saltar a la palestra. Cuando lo hizo, en el año 1378, Vicente sufrió por la gravísima divergencia y confusión creada entre los partidarios de Avignon y los de Roma. Él se había decantado por Benedicto XIII, a quien consideró legítimo pontífice; estaba bajo su amparo en Avignon. Pero este conflicto eclesial le afectó tan seriamente que peligró su vida. Entonces, una locución divina que se produjo el 3 de octubre de 1398 le rescató de una eventual muerte, diciéndole: «¡Vicente! Levántate y vete a predicar». Esta manifestación sobrenatural fue un poderoso resorte que modificó el rumbo de su existencia.
Una de sus grandes inquietudes fue restituir la unidad de la Iglesia. Y si primeramente reconoció al sucesor de Pedro en Benedicto XIII, quien se propuso concederle la dignidad episcopal y la cardenalicia, honores que Vicente rechazó, después mostró inequívoco apoyo al pontífice de Roma. Su intervención en el conflicto propició que altos mandatarios europeos, comenzando por los que estaban al frente de la Corona de Aragón, prestasen fidelidad al legítimo papa. En 1417, un año después de que Vicente culminara su particular campaña, era elegido Martín V.
Contó con un excelente recurso: su gran oratoria. Un poderoso imán para las muchedumbres. Además de su lengua nativa, dominaba el latín y tenía nociones de hebreo. Hubiera sido insuficiente para haberse hecho entender en las distintas naciones en las que su predicación floreció. Pero el hecho prodigioso es que los fieles comprendían perfectamente lo que decía porque le oían en su propia lengua. El objetivo de Vicente era la conversión de los pecadores. Durante treinta años evangelizó incansablemente por el norte de España, Italia y Suiza, así como en el sur de Francia, siempre en lugares abiertos para acoger a millares de personas, con grandes frutos espirituales. Se cuentan por decenas de miles los musulmanes que convirtió. Eran sermones que se prolongaban durante varias horas seguidas, pero nadie daba muestras de cansancio. Tenía la capacidad de mantener la atención en el auditorio con el tono y modulaciones de su voz. Pero, sobre todo, con la pasión que ponía en lo que decía. Huyendo de lenguajes artificiosos y recargados, supo traslucir a Dios. ¿Cómo? Orando. Es la clave de todos los santos. Antes de predicar se retiraba durante varias horas. Y la gracia se derramaba a raudales. Cada persona se sentía particularmente interpelada e invitada a vivir el amor a Dios. Las conversiones eran públicas, y los penitentes no se avergonzaban de reconocer sus pecados ante la concurrencia. Muchos sacerdotes le acompañaban para poder confesarlos a todos. Alabanzas, lágrimas de arrepentimientos, rezos…, eran el broche de oro de cada una de sus intervenciones.
Tenía autoridad moral porque su vida era sencilla y austera. Era íntegro, auténtico. Ayunaba, dormía en el suelo, y se trasladaba a pie para ir a las ciudades. Solo al final de sus días, como enfermó de una pierna, recorría los lugares en un humilde jumento. Tanta bondad resumida en su persona conmovía de tal modo a la gente que, enardecida por sus palabras, intentaban robarle trozos de su hábito a modo de reliquia. Para evitar males mayores, unos hombres se ocupaban de darle escolta. Algunos lo denominaron «ángel del Apocalipsis» ya que solía recordar los pasajes del texto evangélico donde se advierte de lo que espera a los impenitentes. Por donde pasaba erradicaba vicios sociales y personales. Él se sabía pecador, y repetía: «Mi cuerpo y mi alma no son sino una pura llaga de pecados. Todo en mí tiene la fetidez de mis culpas». Ya envejecido, débil y lleno de enfermedades, le ayudaban a subir al lugar donde debía impartir el sermón. Entonces se transformaba. Y la gente volvía a ver en él al hombre vital y entusiasta que conocieron y se contagiaban de su ardor apostólico. Murió en Vannes, Francia, predicando, como había vivido, el 5 de abril de 1419, Miércoles de Ceniza. Tras de sí dejaba también muchos milagros. Fue canonizado por Calixto III el 29 de junio de 1455.