Facebook y Tomás de Kempis

La Imitación de Cristo: cuando Tomás de Kempis nos hizo reflexionar sobre Facebook y la madurez humana

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No es necesario un concienzudo estudio demoscópico para darse cuenta de un tipo de publicaciones frecuentes en Facebook: las de aquellas personas que invariablemente comparten el propio estado de ánimo en esa red social. Las oscilaciones van desde aquellos que estallan en el furor de la alegría hasta aquellos otros hundidos en la tristeza de la desolación: rupturas amorosas, victorias deportivas, quiebras económicas, éxitos laborales, deserciones escolares y un largo etcétera tipológico son los catalizadores que impulsan a reflejar públicamente los propios sentires.

Es humanamente comprensible que tanto las penas como las glorias tiendan a ser compartidas con otros. Después de todo tanto la alegría como la tristeza suelen acentuarse o atenuarse si alguien acompaña durante el paso por esos estados anímicos. Las redes sociales han facilitado el poder transmitir lo que se lleva dentro y que otros lo conozcan. La facilidad técnica para hacerlo se corresponde con la impulsividad emotiva para dar el paso.

El que muchos de esos sentires compartidos se conviertan en material público abierto hace pensar precisamente en dos vicios más o menos extendidos como lo son la precipitación y la falta de precaución. ¿Quién en su sano juicio se detendría en una plaza pública para expresar el personal estado de ánimo a los transeúntes así nada más porque sí? Algo análogo debería suceder en esas otras plazas actuales como los social network. La diferencia es tal vez que, en las redes sociales, las personas pueden gritar sin ser vistas «realmente» y así sentirse seguras en su no ser vistos por otros: «gritar» escribiendo frente a una pantalla a la espera de que alguien corresponda a sus clamores con un «me gusta».

De un sencillo repaso por perfiles se llega a quedar tremendamente impresionado por lo que las personas son capaces de hacer por una reacción ante lo compartido: los usuarios de Facebook esperan realmente que esos gritos en las plazas digitales sean correspondidos ya no con la caricia, el abrazo o guiño de ojo del amigo verdadero, sino con el «me gusta» frío y robotizado que tan fácilmente se otorga tanto a una foto banal de fans page igual de banales que al trascendente momento de dolor o gozo por la que una persona atraviesa y hace público desde su propio perfil personal.

Yendo más al fondo, no es aventurado pensar en el natural y comprensible deseo de relevancia: saber y sentir que «eso» que se comparte resulta también de importancia para alguien más no parece algo tan ridículo ni tan intranscendental. Pero ese anhelo interior encuentra no pocas veces una precipitada salida en la facilidad técnica por medio de la cual es posible vocearla. Precipitación que, dicho sea de paso, olvida que las cosas se convierten en públicas y así queda uno expuesto más allá del círculo de las propias amistades.

En todo este contexto conviene recordar que la valía de las personas, y de sus sentires privados, no se miden por la cantidad de «me gusta», comentarios o «compartidos». Es propio de una persona madura tenerlo muy presente porque quien dice madurez dice también reflexión, interiorización, escucha, calma e incluso meditación: los momentos anímicos pueden llevar a escribir cosas que en un tiempo de serenidad no se dirían o al menos se ponderarían mejor.

En el Evangelio hay un mandamiento de Jesucristo que hoy en día parecería hecho a la medida para las redes sociales y quienes las habitan: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Es cierto que hay un anhelo humano de ser tomado en cuenta pero esa sana inquietud pasa por primero tenerse en cuenta uno mismo: valorarse y «amarse» por quien uno es (una criatura amada por Dios quien en el hecho de nuestra existencia nos dice «te amo»), así sin «me gusta» y comentarios digitales; y de esa forma también nosotros podremos aprender a amar a los demás no por su popularidad o desatinos anímicos compartidos en Facebook sino porque realmente son relevantes en cuanto criaturas con igual dignidad que nosotros mismos. En lugar de dar o recibir «me gusta» (que tampoco está mal hacerlo) se tratará de salir al encuentro del otro con algo más importante y humano como la palabra y la cercanía física.

Tal vez pocos se han dado cuenta del punto de partida que Facebook pone como pregunta antes de compartir contenidos. En el recuadro que aparece antes de colocar cualquier cosa en el muro personal está la pregunta «¿Qué estás pensando?». Tal vez la próxima vez que se entre a la famosa red social uno pueda realmente pensar las cosas antes de compartirlas. Un ejercicio que, a la larga, redunda en la madurez personal que lleva a nunca olvidar aquello que decía Tomás de Kempis en la «Imitación de Cristo»: «No eres más porque te alaben ni menos porque te vituperen, eres lo que a los ojos de Dios eres».

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Jorge Enrique Mújica

Licenciado en filosofía por el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, de Roma, y “veterano” colaborador de medios impresos y digitales sobre argumentos religiosos y de comunicación. En la cuenta de Twitter: https://twitter.com/web_pastor, habla de Dios e internet y Church and media: evangelidigitalización."

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