CIUDAD DEL VATICANO, domingo 15 abril 2012 (ZENIT.org).- A las 12 de este domingo, el santo padre Benedicto XVI se asomó a la ventana de su estudio en la Palacio Apostólico Vaticano para recitar el Regina Cæli con los fieles y los peregrinos congregados en la plaza de San Pedro. Ofrecemos las palabras pronunciadas por el papa al introducir la oración mariana.
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¡Queridos hermanos y hermanas!
Cada año, celebrando la Pascua, revivimos la experiencia de los primeros discípulos de Jesús, la experiencia del encuentro con Él resucitado: el evangelio de Juan dice que lo vieron aparecer en medio de ellos, en el cenáculo, la tarde del mismo día de la Resurrección,«el primero de la semana», y luego«ocho días después»(cf. Jn. 20,19.26). Ese día, llamado después«domingo»,«Día del Señor»es el día de la asamblea, de la comunidad cristiana que se reúne para su propio culto, que es la Eucaristía, culto nuevo y distinto desde el principio, de aquel judío del sábado. De hecho, la celebración del Día del Señor es una evidencia muy fuerte de la Resurrección de Cristo, porque sólo un evento extraordinario e inquietante podría inducir a los primeros cristianos a iniciar un culto diferente al sábado judío.
Entonces, como ahora, el culto cristiano no es sólo una conmemoración de los acontecimientos pasados, ni una experiencia mística en particular, interior, sino fundamentalmente un encuentro con el Señor resucitado, que vive en la dimensión de Dios, más allá del tiempo y del espacio, y sin embargo, está realmente presente en medio de la comunidad, nos habla en las sagradas escrituras, y parte para nosotros el pan de vida eterna. A través de estos signos vivimos lo que los discípulos experimentaron, que es el hecho de ver a Jesús y, al mismo tiempo no reconocerlo; de tocar su cuerpo, un cuerpo real, que sin embargo está libre de ataduras terrenales.
Es muy importante lo que refiere el evangelio, de que Jesús, en las dos apariciones a los apóstoles reunidos en el cenáculo, repitió varias veces el saludo: «La paz con ustedes»(Jn. 20,19.21.26). El saludo tradicional, con la que se desea el shalom, la paz, se convierte aquí en algo nuevo: se convierte en el don de aquella paz que sólo Jesús puede dar, porque es el fruto de su victoria radical sobre el mal. La «paz» que Jesús ofrece a sus amigos es el fruto del amor de Dios que lo llevó a morir en la cruz, para derramar toda su sangre, como cordero manso y humilde,«lleno de gracia y verdad» (Jn. 1,14). Por eso el beato Juan Pablo II quiso denominar este domingo después de Pascua, como de la Divina Misericordia, con una imagen bien precisa: aquella del costado traspasado de Cristo, del que salió sangre y agua, según el testimonio presencial del apóstol Juan (cf. Jn. 19,34-37). Mas ahora Cristo ha resucitado, y de Él vivo, brotarán los sacramentos pascuales del Bautismo y de la Eucaristía: los que se les acercan con fe a ellos, reciben el don de la vida eterna.
Queridos hermanos y hermanas, acojamos el don de la paz que Jesús resucitado nos ofrece, ¡dejémonos llenar el corazón de su misericordia! De esta manera, con el poder del Espíritu Santo, el Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos, también nosotros podemos llevar a los otros estos dones pascuales. Que nos lo obtenga María Santísima, Madre de Misericordia.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
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