ROMA, viernes 9 marzo 2012 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…» ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para el tercer domingo de Cuaresma.
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Pedro Mendoza LC
«Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres». 1Cor 1,22-25
Comentario
El capítulo 1 de la primera carta a los Corintios enfrenta, después de la acción de gracias (vv.4-9), el primer argumento del cuerpo de la carta (1,10–4,21) en el que san Pablo responde al problema de la creación de partidos entre los miembros de la comunidad. Inicia presentando los cuatro partidos existentes (vv.10-17), para, en un segundo momento, bajar y responder a las causas de esa tendencia partidista (1,18–2,5). Es a esta sección a la que pertenece el pasaje de este tercer domingo de Cuaresma.
El Apóstol es consciente de que una de las causas que han originado la creación de partidos en la comunidad reside en la incomprensión de la cruz de Cristo para quienes pretenden juzgarla a la luz de los criterios de la sabiduría mundana. Ha sido a través de la cruz como Dios nos ha otorgado la salvación, y no a través de otros planes que las brillantes inteligencias de aquel tiempo podían haber excogitado. Para ellos, que se precian de sabios y entendidos, tal comportamiento por parte de Dios y de quienes siguen tales huellas, como san Pablo, no puede ser sino necedad. De ahí que, buscando superar el escándalo de la cruz, se aferran a la sabiduría humana pretendiendo encontrar en ella la salvación, que sólo la cruz puede ofrecer.
San Pablo mismo había hecho experiencia de estas tendencias en su vida personal y en su ministerio apostólico. Antes de su «encuentro con Cristo» en el camino de Damasco su mentalidad de judío celoso y su formación farisaica adolecía de este mismo mal: era imposible para él aceptar un mesías crucificado que ponía en tela de juicio sus más hondas convicciones religiosas, el templo y la ley incluidas. Esa misma mentalidad adversa experimentó en su acción misionera, tanto en el contacto con los judíos, como después entre los paganos. Así lo refieren los Hechos de los apóstoles continuamente con relación a los lugares evangelizados por el Apóstol.
También en Corinto san Pablo debe combatir contra esa estrechez mental. Ella muestra cómo, en el fondo, los griegos estaban encadenados al mismo modo de pensar que los judíos. Unos y otros buscaban afirmarse a sí mismos ante Dios y su revelación. Todos se sentían autorizados a establecer unas normas y unas condiciones para la revelación de Dios, según las cuales interpretar esta revelación, caso que debieran aceptarla. La búsqueda de señales por parte de los judíos, y de sabiduría por parte de los griegos, expresa de una manera muy sintética y acertada la diferencia entre las posiciones fundamentales de estas dos culturas.
«Los judíos piden señales» (v.22a). Estremece pensar en esta actitud que lleva a los judíos a cerrar las puertas a la única fe que hace dichosos. Para ellos Dios debe comportarse como en el pasado, acreditando siempre a sus mensajeros con señales. Así, marcada por señales, contemplan toda la historia de la salvación, el camino salvífico por el que Dios había llevado a su pueblo, la marcha de Egipto al Sinaí, y del Sinaí, a través del desierto, hasta la tierra prometida. Por eso en sus expectativas presentes aguardan un anuncio de la nueva y definitiva salvación acompañado de señales. Pero ya Jesús, saliendo al paso de los fariseos y de los escribas, había negado tal cumplimiento: «Esta generación perversa y adúltera reclama una señal, pero no se les dará más señal que la del profeta Jonás» (Mt 12,39).
«Los griegos buscan sabiduría» (1Cor 1,22b). En estos amantes de la sabiduría y de la razón no caben expectativas de intervenciones extraordinarias de lo alto. Ocupa toda su atención lo perceptible, lo científico, y desde la razón esperan poder entender aquellos conceptos en los que están encerradas las cosas divinas. Por eso, para estos filósofos el mensaje del crucificado que san Pablo pregona equivale a una bofetada en el rostro contra tales pretensiones.
A pesar de todo ello, resulta maravilloso ver cómo algunos, tanto de la cultura judía como de la griega, reconocen y experimentan a este Cristo así predicado como la esencia de una revelación mucho más alta del poder y de la sabiduría de Dios. «Mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (v.24). Este cambio de actitud, esta apertura a una sabiduría no humana sino divina, es fruto del «llamamiento de Dios» que por un lado es suave y como solicitador, pero por otro es victorioso y soberano. El Dios que llama, que envía a sus mensajeros como desvalidos, está seguro de su causa. Y así, esta teología de la cruz del Apóstol desemboca en una frase triunfal, en la que se sabe sin ningún género de duda que, en definitiva y propiamente, la sabiduría y el poder están de parte de Dios, aunque la conducta divina pueda parecer a los hombres desamparada y necia: «Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres» (v.25).
Aplicación
Descubrir en Cristo crucificado la fuerza y la sabiduría de Dios.
Continuamos nuestro camino cuaresmal hacia la Pascua guiados por la liturgia dominical. Nuevamente las lecturas tomadas del Antiguo Testamento y del Evangelio nos proponen las dos líneas de reflexión que confluyen en el misterio pascual. Por una parte, nos presentan la Alianza que Dios en la historia de la salvación ha sellado con los hombres y que hoy se nos muestra concretamente a través del decálogo. Y, por otra parte, la marcha de Cristo hacia el cumplimento de la nueva Pascua, por medio de su muerte y su glorificación. El Apóstol por su parte nos invita a contemplar, en la cruz de Cristo, la sabiduría de Dios que a través de ella ha querido realizar su plan de salvación.
Siguiendo la línea narrativa de los anteriores domingos en la que se ha presentado la Alianza de Noé y la promesa a Abrahán, ahora el pasaje del libro del Éxodo (20,1-17) nos coloca en el momento más importante de todo el Antiguo Testamento: la Alianza que selló Dios con su pueblo, por la mediación de Moisés, en el monte Sinaí, después de su salida de Egipto. Ésta fue la «antigua Alianza» en contraposición de la «nueva y definitiva Alianza» sellada con la sangre de Cristo. Inicia el pasaje destacando la fuente del decálogo, donde reside la fuerza y el valor en el cumplimiento de los mismos: «Yo soy el Señor, tu Dios, el que te saqué de Egipto» (v.2).
Por su parte, el Evangelio de san Juan de este domingo (2,13-25) nos coloca de frente al misterio pascual de Jesús, que dentro de pocas semanas celebraremos. San Juan reclama a este evento a través del gesto simbólico que realiza Cristo con la expulsión de los mercaderes del templo y el diálogo posterior con los judíos. Podríamos muy bien sintetizar todo ello en la frase que Jesús le dice: «Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré» (v.19). En la Pascua tendrá lugar, por una parte, la destrucción del cuerpo del Señor, en su pasión y muerte. Y, por otra parte, su restauración que se realizará con su resurrección de entre los muertos.
San Pablo, finalmente, en la segunda lectura (1Cor 1,22-25), declara con solemnidad el argumento central de su predicación: «Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamad
os, […] un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (vv.23-24). No otra cosa manifiesta el misterio pascual sino esa potencia y sabiduría de Dios y, más aún, ese amor de Dios. En efecto, tal es lo que el evangelista san Juan señala como motivo de la redención obrada en Cristo: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Cristo Jesús nos ha amado y se ha entregado a sí mismo a la muerte por nosotros, para introducirnos en una relación de comunión con Dios. Por lo mismo, si queremos entrar en esta relación, debemos con el Apóstol hacer nuestro el misterio pascual, participando plenamente en él y, de este modo, descubriendo en Cristo crucificado la fuerza y la sabiduría de Dios.