La liturgia, obra de la Trinidad/2: el Hijo de Dios (CEC 1084-1090)

Columna de teología litúrgica por el padre Mauro Gagliardi

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ROMA, miércoles 22 febrero 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos a los lectores la habitual columna de liturgia, a cargo del padre Mauro Gagliardi. Esta vez, con un artículo del padre Uwe Michael Lang, especialista en la materia.

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Uwe Michael Lang*

En la segunda parte de la sección sobre la liturgia como obra de la Santísima Trinidad, dedicada a Dios Hijo, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta los elementos esenciales de la doctrina sacramental. Cristo, resucitado y glorificado, derramando el Espíritu Santo en su Cuerpo que es la Iglesia, actúa ahora en los sacramentos y a través de ellos comunica su gracia. El Catecismo recuerda la definición clásica de los sacramentos, que son: 1) «signos sensibles (palabras y acciones)», 2) instituidos por Cristo; 3) que «realizan eficazmente la gracia que significan» (n. 1084).

En la celebración de los sacramentos, es decir en la sagrada liturgia, Cristo, con el poder del Espíritu Santo, significa y realiza el Misterio pascual de su pasión, muerte en la cruz y resurrección. Este misterio no es simplemente una serie de eventos del pasado remoto (¡aunque no se puede ignorar la historicidad de estos eventos!), sino que entra en la dimensión de la eternidad, porque el «actor» –es decir, Aquel que ha realizado y sufrido estos hechos–, ha sido el Verbo encarnado. Por lo tanto, el misterio pascual de Cristo «domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente» (n. 1085) a través de los sacramentos, que él mismo ha confiado a su Iglesia, en especial el sacrificio eucarístico.

Este don único fue dado primero a los apóstoles cuando el Resucitado, con el poder del Espíritu Santo, les dio su poder de santificación. Los apóstoles han conferido a la vez este poder a sus sucesores, los obispos, y por lo tanto los beneficios de la salvación se transmiten y se actualizan en la vida sacramental del pueblo de Dios hasta la Parusía, cuando el Señor venga en su gloria para dar cumplimiento al Reino de Dios. Así, la sucesión apostólica asegura que en la celebración de los sacramentos, los fieles sean inmersos en la comunión con Cristo, quien los bendice con el don de su amor salvífico, sobre todo en la Eucaristía donde se ofrece a sí mismo bajo las apariencias del pan y del vino.

La participación sacramental en la vida de Cristo tiene una forma específica, dada en el «rito», que el entonces cardenal Ratzinger en 2004 explicó como «la forma de celebración y de oración que madura en la fe y en la vida de la Iglesia». El rito –o la familia de ritos que provienen de las Iglesias de origen apostólico–, «es una forma condensada de la Tradición viva […] volviéndose así experimentable, al mismo tiempo, la comunión entre las generaciones, la comunión con aquellos que oran antes de nosotros y después de nosotros. Así, el rito es como un don hecho a la Iglesia, una forma viviente de parádosis [tradición]» (30giorni, num. 12-2004).

Refiriéndose a la enseñanza de la Constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia, el Catecismo recuerda los diferentes modos de la presencia de Cristo en las acciones litúrgicas. En primer lugar, el Señor está presente en el Sacrificio eucarístico en la persona del ministro ordenado, porque «ofrecido una vez en la cruz, se ofrece una vez más a sí mismo a través del ministerio de los sacerdotes» [Concilio de Trento], y sobre todo bajo las especies eucarísticas. Por otra parte, Cristo está presente con su virtud en los sacramentos, en su palabra cuando se proclama la Sagrada Escritura, y finalmente, cuando los miembros de la Iglesia, Esposa amadísima de Cristo, se congregan en su nombre por la oración y la alabanza (cf. n. 1088, Sacrosanctum Concilium, n. 7). Por lo tanto, en la liturgia terrena, se lleva a cabo la doble finalidad de todo el culto divino, es decir, la glorificación de Dios y la santificación del hombre (cf. n. 1089).

De hecho la celebración terrestre, tanto en el esplendor de una de las grandes catedrales como en los lugares más simples pero dignos, participa de la liturgia celeste de la nueva Jerusalén y hace pregustar un anticipo de la gloria futura en la presencia del Dios vivo. Este dinamismo da a la liturgia su grandeza, e impide a cada comunidad cerrarse sobre sí misma y la abre a la asamblea de los santos en la ciudad celeste, tal como se lee en la carta a los Hebreos: «Ustedes, en cambio, se han acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de una nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel.» (Hb. 12, 22-24).

Es oportuno, por lo tanto, concluir estas breves reflexiones con las felices palabras del beato cardenal Ildefonso Schuster, quien describió la liturgia como «un poema sagrado, en el que verdaderamente han puesto la mano cielo y tierra».

*El padre Uwe Michael Lang CO, es oficial de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos y consultor de la oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice.

Traducido del italiano por José Antonio Varela V.

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ZENIT Staff

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