CIUDAD DEL VATICANO, martes 24 de noviembre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la carta que ha enviado el arzobispo Mauro Piacenza, secretario de la Congregación vaticana para el Clero, a los presbíteros sobre la promesa de obediencia que han hecho al ser ordenados sacerdotes.
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Queridos hermanos en el sacerdocio:
A pesar de que no están vinculados al solemne voto de obediencia, quienes van a recibir el Sacramento del Orden pronuncian la «promesa» de «filial respeto y obediencia» al propio ordinario y sus sucesores. Aunque sea diferente el estatuto teológico entre un voto y una promesa, es idéntico el compromiso moral totalizador y definitivo, e idéntico el ofrecimiento de la propia voluntad a la voluntad de Otro, a la voluntad Divina, eclesialmente mediada.
En nuestro tiempo, entretejido de relativismo y de modelos democráticos, de autonomismos y liberalismos, parece que sea cada vez más incomprensible – cada vez más – esta promesa de obediencia. Tantas veces se la concibe como una disminución de la dignidad y de la libertad humana, o como una permanencia arcaica de costumbres obsoletas, típicas de una sociedad incapaz de una auténtica emancipación.
Nosotros, que vivimos la obediencia auténtica, sabemos muy bien que no es así. Nunca la obediencia en la Iglesia ha sido contraria a la dignidad y al respeto de la persona y nunca debe concebirse como una substracción de la responsabilidad o como fruto de una alienación.
El rito utiliza un adjetivo fundamental para una comprensión adecuada de tal promesa; define la obediencia añadiendo el «respeto» y el adjetivo «filial». El término «hijo», en todo idioma, es un nombre relativo, que implica la relación entre padre y el mismo hijo. En este contexto relacional debe entenderse la obediencia, que hemos prometido. Un contexto en el que el padre ha sido llamado a ser verdaderamente padre, y el hijo a reconocer la propia filiación y la belleza de la paternidad, que le ha sido dada. Como ocurre en la misma ley de la naturaleza, nadie elige a su propio padre y, por ende, nadie elige a sus propios hijos. Así pues, todos hemos sido llamados, padres e hijos, a contemplarnos mutuamente con una mirada sobrenatural, de gran misericordia recíproca y de gran respeto, es decir, con esa capacidad de ver siempre en el otro el Misterio que lo ha generado y que en última instancia le constituye. En definitiva, el respeto es simplemente esto: mirar a alguien teniendo presente a Otro.
Sólo en un contexto de «filial respeto» es posible una auténtica obediencia, que no sea sólo formal o una mera ejecución de las órdenes, sino que sea apasionada, en plenitud, atenta y que pueda producir en sí frutos de conversión e de «vida nueva» en quien la vive.
La promesa se hace al ordinario en el momento de la ordenación y a sus «sucesores», porque la Iglesia huye siempre de excesivos personalismos. Tiene como centro la persona, pero no los subjetivismos, que le hacen perder el contacto con la fuerza y de la belleza histórica y teológica de la institución. También en la institución, que es de origen divino, está presente el Espíritu. Por su propia naturaleza, la institución es carismática y lógicamente debe unirnos libremente a ella; en el tiempo (sucesores) significa poder «permanecer en la verdad», permanecer en Él, presente y operante en su cuerpo vivo que es la Iglesia, en la belleza de la continuidad del tiempo y de los siglos, que nos une sin rupturas a Cristo e a los Apóstoles.
Pidamos a la Esclava del Señor –obediente por excelencia, a Ella que en el cansancio cantó su » aquí estoy, hágase en mí según tu palabra»– la gracia de una obediencia filial, plena, alegre y pronta; una obediencia que nos libre de todo protagonismo y pueda mostrar al mundo que es verdaderamente posible entregarse totalmente a Cristo y realizarse plenamente como auténticos hombres.