TAIZÉ, miércoles, 14 diciembre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la «Carta inacabada» del hermano Roger, fundador de la Comunidad de Taizé, y la presentación de la misma que ha hecho su sucesor en la guía de la comunidad, el hermano Alois.
Será entregada a los 50 mil jóvenes que a finales de año se reúnan en milán para participar en el tradicional encuentro ecuménico de oración que todos los años organiza esta comunidad en una ciudad de Europa.
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La tarde de su muerte, el 16 de agosto, el hermano Roger llamó a un hermano y le dijo: «¡Anota bien estas palabras!». Hizo un largo silencio, mientras buscaba cómo formular su pensamiento. Luego comenzó:«En la medida en que nuestra comunidad cree en la familia humana posibilidades para ensanchar…» Y se detuvo, la fatiga le impedía terminar la frase.
En estas palabras, se encuentra la pasión que le habitaba, incluso a su avanzada edad. ¿Qué entendía por «ensanchar»? Probablemente, quería decir: hacer todo lo posible para que sea más perceptible para cada uno el amor que Dios tiene por todo ser humano sin excepción, por todos los pueblos. Él deseaba que nuestra pequeña comunidad iluminase este misterio con su vida, en un humilde compromiso con los otros. Entonces, nosotros, los hermanos, quisiéramos retomar este desafío, con quienes a través de la tierra buscan la paz. En las semanas que precedieron a su muerte, él había comenzado a reflexionar sobre la carta que sería publicada durante el encuentro de Milán. Había indicado algunos temas y ciertos textos que quería retomar y reelaborar. Los hemos reunido, tal como estaban en aquel momento, para constituir esta «Carta inacabada», traducida a 57 lenguas. Ella es como una última palabra del hermano Roger,que nos ayudará a avanzar por el camino en el que Dios «ensancha nuestros pasos». (Salmo 18,37)
Meditando esta carta inacabada, en los encuentros que tendrán lugar en 2006, sea en Taizé semana tras semana, sea en otros lugares de los diversos continentes, cada uno podrá buscar cómo acabarla en su propia vida.
Hermano Alois
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«Os dejo la paz, mi paz os doy» [1]: ¿Cuál es esta paz que Dios da?
Una paz interior es, ante todo, una paz del corazón. Es la que nos permite llevar una mirada de esperanza sobre el mundo, incluso cuando está desgarrado por la violencia y los conflictos.
Esta paz de Dios es también un apoyo para que podamos contribuir, muy humildemente, a construir la paz allí donde está amenazada.
Una paz mundial es tan urgente para aligerar los sufrimientos, en particular para que los niños de hoy y de mañana no conozcan la angustia y la inseguridad.
En su Evangelio, con una fulgurante intuición, san Juan expresa en tres palabras quién es Dios: «Dios es amor» [2]. Si comprendiéramos solamente estas tres palabras, iríamos lejos, muy lejos.
¿Qué es lo que nos cautiva de estas palabras? Encontrar en ellas esta luminosa certeza: Dios ha enviado a Cristo sobre la tierra no para condenar a nadie, sino para que todo ser humano se sepa amado y pueda encontrar un camino de comunión con Dios.
¿Por qué hay a quienes les sobrecoge el asombro de un amor y se reconocen amados, incluso colmados? ¿Y por qué otros, sin embargo, tienen la impresión de ser poco tomados en cuenta?
Si cada uno comprendiese: Dios nos acompaña hasta en nuestras insondables soledades. A cada uno le dice: «Tu cuentas mucho a mis ojos, tu eres precioso para mí, y te amo» [3]. Sí, Dios no puede más que dar su amor, ahí está el todo del Evangelio.
Lo que Dios nos pide y nos ofrece, es acoger sencillamente su infinita misericordia.
Que Dios nos ama es una realidad a veces poco accesible. Pero cuando descubrimos que su amor es ante todo perdón, nuestro corazón se apacigua e incluso se transforma.
Y henos aquí capaces de olvidar en Dios lo que acosa al corazón: he ahí una fuente donde reencontrar la frescura de un impulso.
¿Lo sabemos suficientemente? Dios nos entrega una confianza tal, que tiene para cada uno de nosotros una llamada. ¿Cuál es esta llamada? Él nos invita a amar como él nos ama. Y no hay amor más profundo que ir hasta el don de sí, por Dios y por los otros.
Quien vive de Dios elige amar. Y un corazón decidido a amar puede irradiar una bondad sin límites [4].
Para quien busca amar en la confianza, la vida se llena de una belleza serena.
Quien elige amar y decirlo con su propia vida es llevado a interrogarse sobre una de las cuestiones más fuertes que existen: ¿cómo aliviar las penas y los tormentos de los que están cerca o lejos?
¿Pero qué es amar? ¿Será compartir los sufrimientos de los más maltratados? Sí, es esto.
¿Será tener una infinita bondad de corazón y olvidarse de sí mismo por los otros, con desinterés? Sí, ciertamente.
Y aún más: ¿qué es amar? Amar es perdonar, vivir reconciliados [5]. Y reconciliarse es siempre una primavera del alma.
En el pequeño pueblo de montaña en el que nací, vivía muy cerca de nuestra casa una familia numerosa, muy pobre. La madre había muerto. Uno de los hijos, un poco más joven que yo, venía a menudo a nuestra casa, amaba a mi madre como si fuera la suya. Un día, supo que iban a marcharse del pueblo y, para él, irse no era fácil. ¿Cómo consolar a un niño de cinco o seis años? Era como si no tuviera la perspectiva necesaria para interpretar tal separación.
Poco antes de su muerte, Cristo asegura a los suyos que recibirán un consolador: les enviará el Espíritu Santo que será para ellos un apoyo y un consuelo, que permanecerá siempre con ellos [6].
En el corazón de cada uno, aún hoy susurra: «No te dejaré nunca solo, te enviaré al Espíritu Santo. Incluso si estás en lo hondo de la desesperación, me tienes cerca de ti».
Acoger el consuelo del Espíritu Santo es buscar, en el silencio y la paz, abandonarnos en él. Entonces, incluso si se producen graves acontecimientos, se hace posible superarlos.
¿Somos tan frágiles que tenemos necesidad de consolación?
A todos nos llega el ser sacudidos por una prueba personal o por el sufrimiento de otros. Esto puede llevar incluso a estremecer la fe y que se apague la esperanza. Reencontrar la confianza de la fe y la paz del corazón supone a veces ser pacientes con uno mismo.
Hay una pena que marca particularmente: la muerte de alguien cercano, de alguien que necesitamos para caminar sobre la tierra. Pero he aquí que una prueba tal puede conocer una transfiguración, entonces ella abre a una comunión.
A quien está en los límites de la pena, una alegría de Evangelio puede serle entregada. Dios viene a iluminar el misterio del dolor humano hasta el punto de acogernos en una intimidad con él.
Entonces somos situados en un camino de esperanza. Dios no nos deja solos. Nos da avanzar hacia una comunión, esta comunión de amor que es la Iglesia, a la vez tan misteriosa y tan indispensable …
El Cristo de comunión [7] nos hace este inmenso don de la consolación.
En la medida en que la Iglesia llega a ser capaz de aportar la curación del corazón comunicando el perdón, la compasión, hace más accesible una plenitud de comunión con Cristo.
Cuando la Iglesia está atenta a amar y a comprender el misterio de todo ser humano, cuando escucha incansablemente, consuela y cura, llega a ser aquello que es en lo más luminoso de sí misma: limpio reflejo de una comunión.
Buscar la reconciliación y la paz supone una lucha al interior de sí mismo. Esto no es un camino de facilidad. Nada durable se construye en la facilidad. El espíritu de comunión no es ingenuo, es ensanchamiento del corazón, profunda bondad, no escucha las sospechas.
Para ser portadores de comunión, ¿avanzaremos, en cada una de nuestras vidas, por el camino de la confianza y una b
ondad de corazón siempre renovada?
Sobre este camino, habrá a menudo fracasos. Entonces, acordémonos de que la fuente de la paz y la comunión están en Dios. En vez de desanimarnos, invocaremos al Espíritu Santo sobre nuestras fragilidades.
Y, a lo largo de toda la existencia, el Espíritu Santo nos concederá reemprender la ruta e ir, de comienzo en comienzo, hacia un porvenir de paz [8].
En la medida en que nuestra comunidad cree en la familia humana posibilidades para ensanchar…
Hermano Roger
[1] Juan 14,27.
[2] I Juan 4,8.
[3] Isaías 43,4.
[4] En la apertura del concilio de los jóvenes, en 1974, hermano Roger había dicho: «Sin amor, ¿para qué existir? ¿Por qué seguir viviendo? ¿Con qué fin? Ahí está el sentido de nuestra vida : ser amados siempre, hasta la eternidad, para que también nosotros, vayamos hasta morir de amor. Sí, feliz quien muere de amar.» Morir de amar quiere decir, para él, amar hasta el extremo.
[5] «Vivir reconciliados»: en su libro, «¿Presientes una felicidad?», publicado quince días antes de su muerte, el hermano Roger ha explicado una vez más lo que estas palabras significan para él: «¿Puedo decir aquí que mi abuela materna descubrió intuitivamente como una clave de la vocación ecuménica y que ella me abrió una vía de concreción? Después de la Primera Guerra mundial, ella estaba habitada por el deseo de que nadie tuviera que revivir lo que ella había vivido: cristianos combatiendo una guerra en Europa, que al menos los cristianos se reconcilien para tratar de impedir una nueva guerra, pensaba ella. Ella tenía antiguas raíces evangélicas pero, cumpliendo en ella misma una reconciliación, se puso en camino a la iglesia católica, sin por ello manifestar una ruptura con los suyos. Marcado por el testimonio de su vida, y todavía joven, encontré en su seguimiento mi propia identidad de cristiano al reconciliar en mí la fe de mis orígenes con el misterio de la fe católica, sin ruptura de comunión con nadie.»
[6] Juan 14,18 y 16,7.
[7] El «Cristo de comunión»: hermano Roger utilizó ya esta expresión cuando acogió al papa Juan Pablo II en Taizé el 5 de octubre de 1986:«Con mis hermanos, nuestra espera cotidiana es que cada joven descubra a Cristo; no al Cristo tomado aisladamente sino al «Cristo de comunión» presente en plenitud en este misterio de comunión que es su Cuerpo, la Iglesia. Allí tantos jóvenes pueden encontrar dónde comprometer su vida entera, hasta el extremo. Allí tienen todo lo necesario para convertirse en creadores de confianza, de reconciliación, no solo entre ellos, sino con todas las generaciones, desde los más ancianos hasta los niños. En nuestra comunidad de Taizé, seguir al «Cristo de comunión», es como un fuego que nos quema. Iríamos hasta el extremo del mundo para buscar caminos, para pedir, llamar, suplicar si fuera preciso, pero jamás desde fuera, sino siempre manteniéndonos al interior de esta comunión única que es la Iglesia.»
[8] Estos últimos cuatro párrafos transcriben las palabras que el hermano Roger dijo al final del encuentro europeo de Lisboa, en diciembre de 2004. Son las últimas palabras que pronunció públicamente.
[Traducción distribuida por la Comunidad de Taizé]