Semana Santa

‘Palabra y Vida’ del arzobispo de Barcelona

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En la Semana Santa que iniciamos hoy nos adentramos en el misterio central de la fe cristiana. Este misterio consiste en que Jesucristo, entregado a la muerte para nuestra redención, resucita al tercer día.

«Jesucristo no jugó con su muerte, como tampoco lo hizo con su vida», decía el cardenal Bergoglio -hoy papa Francisco- en unos ejercicios espirituales que dio siendo arzobispo de Buenos Aires. Los textos han sido recogidos en el libro Mente abierta, corazón creyente (Ediciones Claretianas).

Con mente abierta y con corazón creyente -ambas cosas- somos invitados a entrar en la celebración de la Semana Santa, contemplando el final del camino terrenal del Señor y lo que nos dice san Pablo en los textos de la liturgia de hoy: «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo […], y se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz «.

Jesús mantiene su libertad y hace donación de su vida en libertad, fiel al designio del Padre. Su libertad es tal que acepta tanto el designio del Padre -ser entregado- como las circunstancias y personas concretas que lo llevarán a la cruz y a la muerte. Resplandece así la dignidad de Cristo, que nos lleva a exclamar con el libro del Apocalipsis: «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, el saber, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza». San Pablo añadirá: «Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre».

En el fundamento de toda dignidad -decía el cardenal Bergoglio a sus ejercitantes- encontramos siempre libertad y abandono. Jesucristo asume libremente en la noche oscura de Getsemaní su anonadamiento, que llega hasta la muerte en cruz. Jesús no pudo tener la satisfacción final de morir dando testimonio del verdadero significado de su existencia ante su pueblo. Lo pudo hacer a los suyos, al grupo reducido y asustado de sus seguidores.

El seguimiento de Jesús en su camino de despojamiento y de cruz lleva al discípulo a avanzar en este mismo camino por amor a su Señor. Muchos santos nos recuerdan que sin participar de la aniquilación de Cristo no estamos en el buen camino sino en el camino de lo que el Papa llama la «mundanidad espiritual» o la «tentación empresarial» de la evangelización. Esto me hace recordar a la filósofa Edith Stein, que sería la gran carmelita descalza santa Benedicta de la Cruz, conducida a la fe por la lectura de la vida de santa Teresa de Jesús. Ella fue una de las más profundas estudiosos del pensamiento de san Juan de la Cruz y glosó admirablemente, en su pensamiento y en su vida como judía inmolada en Auschwitz, esa sentencia cristiana que dice «Salve, o crux, spes unica»: «Salve, oh cruz, nuestra única esperanza».

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Luís Martínez Sistach

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