Raniero Cantalamessa in the predication of the Day to pray for the care of creation

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Texto completo de la quinta predicación de cuaresma del padre Raniero Cantalamessa

El camino hacia la unidad de los cristianos Reflexión sobre la “Unitatis Redintegratio”

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Raniero Cantalamessa, ofmcap
Quinta Predicación de Cuaresma
EL CAMINO HACIA LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS
Reflexión sobre la “Unitatis Redintegratio”

  1. El camino ecuménico después del Vaticano II

La moderna ciencia hermenéutica ha vuelto familiar el principio de Gadamer de la “historia de los efectos” (Wirkungsgeschichte). Según este método, para entender un texto es necesario tener en cuenta los efectos que este ha producido en la historia, pasando a formar parte de la historia y dialogando con ella [1].
Este principio resulta de gran utilidad aplicado a la interpretación de la Escritura. Nos dice que no se puede entender completamente el Antiguo Testamento, si no es a la luz del cumplimiento del Nuevo y no se puede entender el Nuevo Testamento si no es a la luz de los frutos que ha producido en la vida de la Iglesia. No basta por tanto el habitual estudio histórico-filológico de las “fuentes”, es decir de las influencias sufridas por un texto; es necesario tener en cuenta también las influencias ejercidas por este mismo. Es la regla que Jesús había formulado mucho tiempo antes, diciendo que cada árbol se conoce por sus frutos (cf. Lc 6, 44).
En la debida proporción, este principio –lo hemos visto en las meditaciones precedentes– se aplica también a los textos del Vaticano II. Hoy quisiera mostrar cómo esto se aplica en particular al decreto del ecumenismo, Unitatis redintegratio, que es el tema de esta meditación. Cincuenta años de camino y de progresos en el ecumenismo demuestran la virtualidad encerrada en ese texto. Después de haber recordado las razones profundas que inducen a los cristianos a buscar la unidad entre ellos, y después de tomar nota del difundirse entre los creyentes de las distintas Iglesias de una nueva actitud al respecto, los Padres conciliares así expresan el intento del documento:
“Considerando, pues, este Sacrosanto Concilio con grato ánimo todos estos problemas, una vez expuesta la doctrina sobre la Iglesia, impulsado por el deseo de restablecer la unidad entre todos los discípulos de Cristo, quiere proponer a todos los católicos los medios, los caminos y las formas por las que puedan responder a este divina vocación y gracia” [2]. Las relaciones, o los frutos, de este documento han sido de dos formas. En el plano doctrinal e institucional, ha sido constituido el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos; iniciaron otros diálogos bilaterales con casi todas las confesiones cristianas, con el fin de promover un mejor conocimiento recíproco, un debate de las posiciones y la superación de prejuicios”.
Las realizaciones y los frutos de este documento han sido de dos especies. En el plano doctrinal y institucional ha sido creado el Pontificio consejo para la unidad de los cristianos y se han iniciados diálogos bilaterales para con la mayoría de las iglesias cristianas afín de promover un mejor conocimiento recíproco y superar los prejuicios.
Junto a este ecumenismo oficial y doctrinal, se ha desarrollado desde el principio un ecumenismo del encuentro y de la reconciliación de los corazones. En este ámbito destacan algunos encuentros célebres que han marcado el camino del ecumenismo en estos 50 años: el de Pablo VI con el Patriarca Atenágoras, los innumerables encuentros de Juan Pablo II y de Benedicto XVI con los jefes de distintas iglesias cristianas, del papa Francisco con el patriarca Bartolomé en el 2004, y, por último, con el Patriarca de Moscú Kirill en Cuba que ha abierto un horizonte nuevo en el camino ecuménico.
A este mismo ecumenismo espiritual, pertenecen también las muchas iniciativas en las cuales los creyentes de distintas Iglesias se encuentran para rezar y proclamar juntos el Evangelio, sin intenciones de proselitismo y en plena fidelidad cada uno a su propia Iglesia. He tenido la gracia de participar en muchos de estos encuentros. Uno de ellos permanece particularmente vivo en mi memoria porque fue como una profecía visual de resultado al qué debería llevarnos al movimiento ecuménico.
En 2009 se celebró en Estocolmo una gran manifestación de denominada “Jesus manifestation”, “Una manifestación por Jesús”. En el último día, los creyentes de las distintas Iglesias, cada uno por una calle diferente, caminaban en procesión hacia el centro de la ciudad. También el pequeño grupo de católicos, con el obispo local a la cabeza, íbamos por nuestro camino rezando. Al llegar al centro, las filas se rompían y era una única multitud la que proclamaba el señorío de Cristo frente a una multitud de 18 mil jóvenes y de transeúntes atónitos. La que pretendía ser una manifestación “por” Jesús, se convirtió en una poderosa manifestación “de” Jesús. Su presencia se podía casi tocar con la mano en un país que no está acostumbrado a manifestaciones religiosas de este tipo.
También estos desarrollos del documento sobre ecumenismo son un fruto del Espíritu Santo, un signo del invocado nuevo Pentecostés. ¿Cómo hizo el Resucitado para convencer a los apóstoles a abrirse a los gentiles y a recibirles también a ellos en la comunidad cristiana? Condujo a Pedro en la casa del centurión Cornelio, le hizo asistir a la venida del Espíritu sobre los presentes, con las mismas manifestaciones que los apóstoles habían experimentado en Pentecostés: hablar en lenguas, glorificar a Dios en voz alta. A Pedro no le quedó otra opción que llegar a la conclusión: “Si Dios les dio a ellos la misma gracia que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿cómo podía yo oponerme a Dios?” (Hch 11, 17).
El Señor resucitado está haciendo lo mismo hoy. Envía su Espíritu y sus carismas sobre los creyentes de las distintas Iglesias, también de las que creíamos más distantes de nosotros, a menudo con idénticas manifestaciones visibles. ¿Cómo no ver en eso un signo que nos empuja a aceptarnos y reconocernos recíprocamente como hermanos, aunque aún en el camino hacia una unidad más plena en el plano visible?
Fue en todo caso lo que me ha convertido a mi a tener amor a la unidad de los cristianos, acostumbrado por mis estudios preconciliares a ver a los ortodoxos y protestantes solo como “adversarios” para confutar en nuestras tesis de teología.

  1. A un año del V Centenario de la reforma protestante (1517)

En la Cuaresma del año pasado, traté de mostrar los resultados a los que ha llegado, a nivel teológico, el diálogo ecuménico con el oriente ortodoxo. Al libro que recoge tales meditaciones di el título “Dos pulmones, una única respiración” el cual dice por sí solo a lo que tendemos y que en gran parte ya se ha realizado[3].
En esta ocasión quisiera dirigir la atención a las relaciones con el otro gran interlocutor del diálogo ecuménico que es el mundo protestante, sin entrar en cuestiones históricas y doctrinales, pero para mostrar cómo todo nos empuja a ir adelante en el esfuerzo de recomponer la unidad del occidente cristiano.
Una circunstancia hace este esfuerzo particularmente actual. El mundo cristiano nos prepara a celebrar el quinto centenario de la Reforma en el 2017. Es vital para el futuro de la Iglesia no perder esta ocasión, permaneciendo prisioneros del pasado, o limitándose a usar un tono más conciliador en el establecimiento de los aciertos y errores en ambos lados. Es el momento de hacer, creo, un salto de calidad, como cuando una barca llega a la compuerta de un río o de un canal que le permite proseguir la navegación a un nivel superior.
La situación ha cambiado profundamente en estos quinientos años, pero como siempre, es difícil tomar pronto conciencia de lo que es nuevo. Las cuestiones que provocaron la separación entre la Iglesia de Roma y la Reforma en el siglo XVI fueron sobre todo las indulgencias y la forma en la que sucede la justificación del pecador.
Pero ¿podemos decir que estos son problemas con los cuales se mantiene o cae la fe del hombre de hoy? En una conferencia celebrada en el Centro “Pro unione” de Roma, el cardenal Walter Kasper explicaba que mientras para Lutero el problema existencial número uno era cómo superar el sentido de la culpa y obtener un Dios benévolo, hoy el problema es más bien el contrario: como dar de nuevo al hombre de hoy el verdadero sentido del pecado que se ha perdido del todo.
Creo que todas las discusiones seculares entre católicos y protestantes acerca de la fe y las obras han terminado por hacer perder de vista el punto principal del mensaje paulino. Lo que el apóstol quiere afirmar, sobre todo en Romanos 3, no es que somos justificados por la fe, sino que somos justificados por la fe en Cristo; no es tanto que somos justificados por la gracia, sino que somos justificados por la gracia de Cristo. La persona de Cristo es el corazón del mensaje, incluso antes de la gracia y la fe.
Después de haber presentado a la humanidad en su estado universal de pecado y de perdición en los dos capítulos anteriores de la Carta, el apóstol tiene el increíble valor de proclamar que esta situación ha cambiado radicalmente, “en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús”, “por la obediencia de uno solo”(Rm 3, 24; 5, 19).
La afirmación de que esta salvación se recibe por fe, y no por obras, está presente en el texto y era lo más urgente donde arrojar luz en los tiempos de Lutero, cuando era claro, al menos en Europa, que se trataba de la fe en Cristo y de la gracia de Cristo. Pero esa viene en segundo lugar, no en el primero. Cometimos el error de reducir a un problema de escuelas, a  lo interior del cristianismo, lo que era para el apóstol una afirmación mucho más amplia y universal. Hoy estamos llamados a redescubrir y proclamar juntos el fondo del mensaje paulino.
En la descripción de las batallas medievales siempre hay un momento en el que, superados los arqueros, caballería y todo lo demás, la lucha se concentraba alrededor del rey. Allí se decidía el éxito final de la batalla. También para nosotros la batalla de hoy está alrededor del rey… La persona de Jesucristo es el verdadero juego. Tenemos que volver, desde el punto de vista de la evangelización, al tiempo de los apóstoles. Hay una similitud entre nuestro tiempo y el de ellos. Ellos estaban frente a un mundo pre-cristiano; en Occidente, nosotros tenemos delante un mundo en gran parte post-cristiano.
Cuando el apóstol Pablo quiere resumir en una frase la esencia del mensaje cristiano no dice: «Anunciamos esta o esa doctrina»; dice: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado» (1 Cor 1, 23), y otra vez: «Nosotros predicamos a Cristo Jesús el Señor» (2 Cor 4, 5). Esto es el verdadero «articulus stantis cadentis et Ecclesiae», el artículo por el cual la Iglesia se mantiene o cae.
Esto no significa ignorar todo lo que la Reforma protestante produjo de nuevo y válido, tanto en la teología y como en la de la espiritualidad, especialmente con la reafirmación de la primacía de la Palabra de Dios. Significa más bien permitir que toda la Iglesia se beneficie de sus logros positivos, una vez liberados de ciertos excesos y refuerzos debidos a la atmósfera recalentada del momento, a la interferencia de la política y a las controversias posteriores.
Un paso importante en este sentido fue la «Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación», firmada el 31 de de octubre de 1999, entre la Iglesia católica y la Federación Mundial de Iglesias Luteranas» [4]. En su conclusión, que dice:
«La comprensión de la doctrina de la justificación expuesta en esta Declaración muestra la existencia de un consenso entre luteranos y católicos sobre los puntos fundamentales de la doctrina de la justificación. A la luz de este acuerdo son aceptables las diferencias que existen con respecto al lenguaje, los desarrollos teológicos, y los énfasis particulares que ha tomado la comprensión de la justificación. […] Por esta razón, la elaboración luterana y la católica de la fe en la justificación , en sus diferencias, están abiertas la una a la otra de tal forma que no invalida de nuevo el consenso alcanzado sobre verdades fundamentales» [5].
Yo estaba presente cuando el acuerdo fue proclamado en San Pedro durante unas vísperas solemnes presididas por el Papa Juan Pablo II y el arzobispo de Uppsala, Bertil Werkström. Me impresionó una observación que el Papa hizo en la homilía. Expresaba, si no recuerdo mal, este pensamiento: ha llegado el momento de dejar de hacer de esta doctrina de la justificación por la fe un tema de lucha y disputas entre los teólogos, y tratar, en cambio, de ayudar a todos los bautizados a hacer, de esta verdad, una la experiencia personal y libertadora. Desde ese día, no he parado, cada vez que he tenido la oportunidad en mi predicación, de exhortar a los hermanos a tener esta experiencia.
La justificación mediante la fe en Cristo debería ser predicada por toda la Iglesia y con mayor vigor que nunca. Ya no, sin embargo, en contraposición a las «buenas obras», que es un asunto superado y resuelto, sino en oposición, en todo caso, a la pretensión del mundo secularizado de poder salvarse solo, con su ciencia, la tecnología o las técnicas espirituales de su invención. Estoy convencido de que si estuvieran vivos hoy en día, esta sería la forma en la que Lutero, Calvino y otros reformadores ¡predicarían la justificación gratuita mediante por la fe!
«Las sociedades modernas – leemos en un libro que ha hecho historia – son construidas sobre la ciencia. Le deben su riqueza, su poder y la certeza de que una riquezas y poderes aún mayores serán accesibles al hombre el día de mañana si él quiere […]. Provistos de todo el poder, con todas las riquezas que la ciencia les ofrece, nuestras sociedades todavía tratan de vivir y enseñar sistemas de valores, ya socavados en la base por esta misma ciencia» [6].
Los «sistemas de valores obsoletos» son, por supuesto, para el autor, los sistemas religiosos. Jean-Paul Sartre llega a la misma conclusión desde un punto de vista filosófico. Él hace decir a uno de sus personajes: «Yo mismo hoy me acuso y solo yo me puedo absolver también, yo el hombre. Si Dios existe, el hombre no es nada» [7].
Es a este tipo de desafíos lanzados por el cientificismo ateo y el secularismo que deben responder los cristianos de hoy en día con la doctrina de que “el hombre no es justificado por las obras de la Ley, sino por la fe en Jesucristo» (cf. Gal 2, 16).

  1. Más allá de las fórmulas

Estoy convencido de que en el diálogo ecuménico con las Iglesias protestantes pesa mucho el rol de frenado de las fórmulas. Me explico. Las formulaciones doctrinales y dogmáticas, que en sus inicios fueron el resultado de procesos vitales y reflejaban el camino coral de la comunidad y la verdad alcanzada con fatiga, con el paso del tiempo tienden a endurecerse para convertirse en «consignas», etiquetas que indican una pertenencia. La fe ya no termina en la realidad de la cosa, sino en su formulación. Estamos en las antípodas de lo que debería ser, según la famosa afirmación de Tomás de Aquino: «Fides non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem»: la fe no termina en su formulación, sino la cosa en sí misma [8].
Es el fenómeno del formalismo ya en la antigüedad, una vez terminada la fase creativa de los grandes dogmas [9]. Sólo recientemente se dieron cuenta, por ejemplo, que las divisiones dentro del Oriente cristiano, entre Iglesias calcedonianas y las llamadas monifisistas o nestorianas, estaban basados, en muchos casos, en fórmulas y el sentido diferente dado, en ellas a los términos ousia y hypostasis, que no tocaban la sustancia de la doctrina. Se ha podido restablecer, así, la comunión entre y con diferentes Iglesias orientales.
Este obstáculo es particularmente visible en las relaciones con las Iglesias de la Reforma. Fe y obras, Escritura y tradición: son contraposiciones comprensibles y en parte justificadas en su nacimiento, pero llevan al engaño si son repetidas y mantenidas en pie, como si nada hubiera cambiado en quinientos años de vida.
Tomemos la contraposición entre fe y obras. Esta tiene sentido si por buenas obras se entiende principalmente (como lamentablemente sucedía en la época de Lutero) indulgencias, peregrinaciones, ayunos, limosnas, velas votivas, y todo lo demás. En cambio lleva fuera del camino si por buenas obras se entiende las obras de caridad y de misericordia. Jesús en el Evangelio reprende que sin esas no se entra en el Reino de los Cielos y Él se verá obligado a decir: “Lejos de mí”. No se es justificado por las buenas obras, pero no nos salvamos sin las buenas obras. La justificación es sin condiciones de la parte de Dios, pero no es sin consecuencias. Esto lo creemos todos, católicos y protestantes y lo decía ya el Concilio de Trento.
Lo mismo hay que decir de la contraposición entre Escritura y tradición. Esta surge apenas se toca el problema de la revelación, como si los protestantes tuvieran solamente la Escritura y los católicos la Escritura y la tradición juntas. Cuando en realidad todas las Iglesia tienen una propia tradición. ¿Qué es lo que explica la existencia de tantas denominaciones diversas dentro del protestantismo, si no el modo diverso que tiene cada una de interpretar las Escrituras? ¿Y qué es la tradición en su contenido más verdadero si no justamente, la Escritura leída en la Iglesia y por la Iglesia?
Ni siquiera la fórmula luterana “Simul iustus et peccator”, “justo y pecador al mismo tiempo”, es un obstáculo insuperable a la comunión. Forma parte de la tradición católica desde el tiempo de los Padres, la definición de la Iglesia como “casta meretriz” (casta meretrix), como santa y que siempre necesita ser reformada” [10]. Lo que se dice de la Iglesia en su conjunto como cuerpo de Cristo, ¿no se debería aplicar también a cada uno de sus miembros?
Lo que puede ser objeto de una explicación diversa y complementaria es el modo con el cual se entiende esta presencia simultánea de santidad y de pecado en el hombre redimido. En el adjunto a la Declaración conjunta sobre la justificación hay una explicación de la fórmula “simul iustus et peccator” que no es incompatible con la doctrina católica. Se afirma que la justificación opera una renovación real en la vida del bautizado, incluso si esto no se vuelve nunca una posesión adquirida, sobre la cual el hombre pueda apoyarse delante a Dios, mas que queda siempre dependiente de la acción del Espíritu Santo.
En 1974 hubo una noticia que asombró y divirtió al mundo entero. Un soldado japonés, enviado durante la última Guerra Mundial a una isla de Filipinas para infiltrarse entre el enemigo y recoger información, había vivido treinta años escondiéndose en la jungla y alimentándose de raíces, frutos y alguna presa, convencido de que aún había guerra y él seguía en su misión. Cuando lo encontraron fue difícil convencerlo de que la guerra había terminado y que podía volver a su país.
Yo creo que sucede algo similar entre los cristianos. Hay cristianos a los que es necesario convencerles, en ambas formaciones, que la guerra ha terminado, las guerras de religión entre católicos y protestantes han terminado. ¡Tenemos otras cosas que hacer que la guerra uno al otro! El mundo ha olvidado o no ha conocido nunca  a su Salvador, a aquel que es la luz del mundo, el camino, la verdad y la vida ¿Y perdemos el tiempo discutiendo entre nosotros?
4- Unidad en la caridad
Sin embargo, no es suficiente este motivo práctico para realizar la unidad de los cristianos. No es suficiente encontrarse unidos en el frente de la evangelización y de la acción caritativa. Este es un camino que el movimiento ecuménico ha experimentado en sus inicios con el movimiento ‘Vida y acción’ (Life and Work), pero que se ha revelado insuficiente. Si la unidad de los discípulos tiene que ser un reflejo de la unidad entre el Padre y el Hijo, esta tiene que ser en primer lugar una unidad de amor, porque tal es la unidad que reina en la Trinidad. Las tres divinas personas no están unidas por el hecho de que realizan conjuntamente la creación y todas las otras obras ad extra; los son en su mismo ser. La Escritura nos exhorta a “hacer la verdad en la caridad – veritatem facientes in caritate”(Ef 4, 15). Y san Agustín afirma que “no se entra en la verdad si no a través de la caridad – non intratur in veritatem nisi per caritatem» [11].
La cosa extraordinaria, sobre este camino hacia la unidad basada en el amor, es que esta se encuentra ya enteramente abierta delante de nosotros. No podemos “quemar las etapas” sobre la doctrina, porque las diferencias son y se resuelven con paciencia en los lugares correspondientes. Podemos en cambio quemar las etapas en la caridad, y estar plenamente unidos desde ahora. El signo verdadero y seguro de la venida del Espíritu no es, escribe nuevamente san Agustín, el hablar en lenguas, sino el amor por la unidad: “Sepan que tendrán el Espíritu Santo cuando consientan que vuestro corazón adhiera a la unidad a través de una sincera caridad” [12].
Releemos el himno a la caridad de san Pablo. Cada una de sus frases toma un significado actual y nuevo, si se aplica al amor entre los miembros de las diversas Iglesias.
“La caridad es paciente…
La caridad no es envidiosa…
No busca solo su interés (o solo el interés de la propia Iglesia).
No toma en cuenta el mal recibido (sino más bien el mal hecho a los demás).
No goza de la injusticia, sino que se complace por la verdad (no goza de las dificultades de las otras Iglesias, sino que se alegra de sus éxitos espirituales).
Todo cree y todo soporta” (1 Cor 13,4 ss).
“Amarse” se ha dicho “no significa mirarse uno al otro, sino mirar hacia la misma dirección”. También entre los cristianos, amarse significa mirar juntos hacia la misma dirección que es Cristo. “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14). Si nos convertiremos a Cristo e iremos juntos hacia Él, nosotros cristianos nos acercaremos también entre nosotros, hasta volvernos, como él ha querido, “una sola cosa con él y con el Padre” (cf. Jn 17, 21). Sucede como con los radios de una rueda. Parten desde puntos distantes de una circunferencia, pero a medida que se acercan al centro se acercan también entre ellos, hasta formar un punto solo. Sucede como aquel día en Estocolmo…
Nos preparamos a celebrar la Pascua. En la Cruz, Jesús “ha abatido el muro de separación que existía entre nosotros, o sea la enemistad (…). Por medio del Él podemos presentarnos, los unos a los otros al Padre en un solo Espíritu”  (Ef 2, 14.18). No dejemos de hacerlo para la alegría del Corazón de Cristo y para el bien del mundo.
Traducción de Zenit
[1]  Cf H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode, Tübingen 1960.
[2] UR, 1.
[3] Due polmoni, un unico respiro. Oriente e Occidente di fronte ai grandi misteri della fede. Libreria Editrice Vaticana 2015.
[4] El texto de la Declaración se encuentra en el Enchiridion Vaticanum (EV) 17,744-817.
[5] Ib, nr. 40.
[6] J. Monod, Il caso e la necessità, Mondadori, Milano 1970, 136s.
[7] J.-P. Sartre, Il diavolo e il buon Dio, X, 4, Gallimard, Parigi 1951, p. 267 s.
[8] S.Tommaso d’Aquino, Somma teologica, II-IIae , q. 1,a.2,ad 2.
[9]  G. L. Prestige, God in Patristic Thought, London 1952, chap. XIII; ed. Italiana  Dio nel pensiero dei Padri, Bologna, Il Mulino, 1969, pp. 273 ss. (El triunfo del formalismo).
[10] Cf. H.U. von Balthasar, “Casta meretrix, in  Sponsa Chnristi, Morcelliana, Brescia, 1969.
[11] Agostino, Contra Faustum, 32, 18 (CCL 321, p. 779).
[12]    Agostino, Discursos, 269, 3-4 (PL 38, 1236 s).
 

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Raniero Cantalamessa

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