nace de la experiencia espiritual del Papa Francisco

nace de la experiencia espiritual del Papa Francisco Foto: Vatican Media

Qué quiere decir el Papa con su nueva encíclica, por qué ahora y con qué fin

Para captar el alcance del mensaje propuesto en este texto, planteo tres preguntas: ¿Qué es lo que el Obispo de Roma quiere decirnos que sea tan importante al dedicar al Sagrado Corazón un documento de la importancia de una Encíclica? ¿Por qué lo hace ahora? ¿Qué finalidad se propone?

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Monseñor Bruno Forte

(ZENIT Noticias / Roma, 24.10.2024).- La Encíclica Dilexit nos, Sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo, publicada el 24 de octubre de 2024, nace de la experiencia espiritual del Papa Francisco, que siente el drama del enorme sufrimiento producido por las guerras y los numerosos actos de violencia en curso, y quiere estar cerca de los que sufren proponiendo el mensaje del amor divino que viene a salvarnos. La Encíclica ofrece la clave para interpretar todo el magisterio de este Papa, como él mismo nos hace comprender: «Lo que expresa este documento nos permite descubrir que lo que está escrito en las Encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli tutti no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de Jesucristo, para que, bebiendo de este amor, seamos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de todo ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común» (n. 217).

Lejos de ser un magisterio «machacado» sobre lo social, como a veces se ha entendido torpemente, el mensaje que este Papa ha dado y da a la Iglesia y a toda la familia humana brota de una única fuente, presentada aquí de la manera más explícita: Cristo Señor y su amor por toda la humanidad. Es la verdad por la que Jorge Mario Bergoglio ha gastado toda su vida y continúa gastándola apasionadamente en su ministerio como Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. A esta luz, resulta particularmente conmovedor que cite explícitamente como fuente de muchas de las ideas expuestas algunos escritos inéditos de un Testigo de la fe recientemente fallecido, a quien él mismo había acogido en la Compañía de Jesús: «Buena parte de las reflexiones de este primer capítulo -se dice en la primera nota al texto- se han inspirado en los escritos inéditos del padre Diego Fares S.J. Que el Señor lo tenga en su santa gloria» (nota 1 a la n. 2).

Para captar el alcance del mensaje propuesto en este texto, planteo tres preguntas: ¿Qué es lo que el Obispo de Roma quiere decirnos que sea tan importante al dedicar al Sagrado Corazón un documento de la importancia de una Encíclica? ¿Por qué lo hace ahora? ¿Qué finalidad se propone?

a) La importancia del corazón: el amor es lo primero

La Encíclica comienza subrayando la importancia del corazón (Parte I: nn. 2-30) particularmente a la luz de la Biblia, donde «corazón» significa el centro unificador de la persona. En este sentido, en la vida «todo se juega en el corazón» (n. 3) y es del corazón de donde salen las verdaderas preguntas (cf. n. 8). Donde falta el corazón, «ni siquiera se desarrolla la idea de un centro personal en el que la única realidad que, en última instancia, puede unificarlo todo es el amor». Como escribió Romano Guardini -un pensador muy querido por Bergoglio-, «sólo el corazón sabe acoger y dar patria» [1]. El gran teólogo jesuita Karl Rahner, por su parte, subrayó que «corazón» es una de esas palabras originales «que indican la realidad que pertenece a todo el hombre como persona corporal y espiritual» [2].

Por tanto, es importante volver al corazón (nn. 9-16): es el corazón el que une los fragmentos (nn. 17-23) de la vida vivida, realizando la armonía de toda la persona, como muestra el ejemplo de la Virgen María, que atesoraba y meditaba en su corazón lo que era absolutamente único para ella (cf. nn. 19). Todo lo que experimentamos está «unificado en el corazón» (n. 21): las muchas pequeñas cosas que componen la vida, como las grandes heridas producidas por las guerras, la violencia, la enfermedad y la muerte, nos tocan en el corazón. Quien no lo siente demuestra que se ha marchitado: así, ver a las abuelas «llorar a sus nietos asesinados, o escucharlas desear la muerte porque han perdido la casa donde siempre han vivido… sin que esto sea intolerable» es signo de un mundo sin corazón (n. 22).

Grandes voces de la historia de la fe han subrayado la importancia del corazón: san Buenaventura, por ejemplo, nos invita a interrogarnos sobre la verdadera fuente que ilumina y que no es «la luz, sino el corazón» (n. 26); san Ignacio de Loyola sitúa el “affectus” en la base de los Ejercicios espirituales, que está en el origen del nuevo orden que hay que dar a la vida a partir del corazón. John Henry Newman, por su parte, toma como lema la expresión ‘cor ad cor loquitur’, indicando cómo sólo el corazón pone a la persona en actitud de obediencia amorosa ante el Misterio (cf. n. 27). El Concilio Vaticano II, a su vez, afirma que «los desequilibrios de los que adolece el mundo contemporáneo están relacionados con ese desequilibrio más profundo que hunde sus raíces en el corazón humano» (Gaudium et Spes, 10 y 14).

De estas constataciones nace el llamamiento del Papa Francisco: «Vayamos al Corazón de Cristo… que es un horno ardiente de amor divino y humano y es la plenitud más grande que puede alcanzar el ser humano» (n. 30). La segunda parte de la Encíclica, titulada “Gestos y palabras de amor” (nn. 32-47), responde a esta invitación. El Papa afirma: «Dios no nos ama con palabras, se acerca y en su estar cerca de nosotros nos da su amor con toda la ternura posible» (n. 36). Este punto queda conmovedoramente claro: «Cuando nos parece que todos nos ignoran, que nadie se interesa por lo que nos sucede, que no somos importantes para nadie, Él está atento a nosotros» (n. 40).

En la siguiente parte de la Encíclica, titulada “Este es el Corazón que Él tanto amó” (nn. 48-91), el Papa Francisco deja claro que «la devoción al Corazón de Cristo no es la adoración de un órgano separado de la Persona de Jesús. Lo que contemplamos y adoramos es a Jesucristo entero, el Hijo de Dios hecho hombre, representado en una imagen suya en la que destaca su Corazón» (n. 48). Una imagen que «nos habla de la carne humana, de la tierra, y por tanto también de Dios que ha querido entrar en nuestra condición histórica, hacerse historia y compartir nuestro camino terreno» (n. 58).

«San Juan Pablo II presentó el desarrollo de este culto en los siglos pasados como una respuesta al crecimiento de formas de espiritualidad rigoristas y desencarnadas que olvidaban la misericordia del Señor, pero al mismo tiempo como una llamada oportuna ante un mundo que pretende construirse sin Dios» (n. 80). Hoy, la situación es profundamente distinta: «Nos encontramos ante un fuerte avance de la secularización, que aspira a un mundo libre de Dios. Además, se multiplican en la sociedad diversas formas de religiosidad sin referencia a una relación personal con un Dios de amor…» (n. 87).

El Corazón de Cristo ayuda a los creyentes a liberarse de estos condicionamientos, así como del frecuente dualismo «de comunidades y pastores centrados sólo en actividades externas, reformas estructurales desprovistas de Evangelio, organizaciones obsesivas, proyectos mundanos, pensamiento secularizado» (n. 88). El resultado es a menudo un cristianismo «que ha olvidado la ternura de la fe, la alegría de la entrega al servicio, el fervor de la misión de persona a persona, el dejarse conquistar por la belleza de Cristo, la emocionante gratitud por la amistad que Él ofrece y por el sentido último que da a la vida personal» (n. 88). La devoción al Sagrado Corazón nos ayuda a poner el amor en el centro de todo.

b) Volver al Corazón de Cristo, síntesis del Evangelio

Es necesario, pues, volver al Corazón, proponiendo a toda la Iglesia «una nueva profundización del amor de Cristo representado por el Sagrado Corazón» (n. 89). En un momento histórico dramático en muchos aspectos, marcado por guerras y conflictos que parecían un recuerdo lejano y que, en cambio, se han convertido en poco tiempo en una trágica realidad, volver a proponer la buena noticia del amor de Dios a cada ser humano significa recordar a todos la fraternidad que nos une ante el único Padre y el amor que cambia el corazón y la vida de quien quiere acogerlo en su corazón. Verdaderamente «el Sagrado Corazón es síntesis del Evangelio» (n. 83).

En esta perspectiva, en la parte titulada “El amor que da de beber” (nn. 92-163), la Encíclica recuerda el testimonio de la Sagrada Escritura y el del cristianismo primitivo: la Biblia «muestra que al pueblo que había caminado por el desierto y esperaba la liberación se le anunció la abundancia de agua que da vida» (n. 93). «Los primeros cristianos vieron cumplida esta promesa en el costado abierto de Cristo, fuente de la que mana vida nueva» (n. 96). Y esto porque «en el Corazón traspasado de Cristo se concentran, escritas en la carne, todas las expresiones de amor de las Escrituras» (n. 101).

El desarrollo histórico del cristianismo recogerá estos testimonios con un coro de voces, que la Encíclica recuerda: desde san Agustín, que «abrió el camino a la devoción al Sagrado Corazón como lugar de encuentro personal con el Señor» (n. 103), a san Buenaventura (n. 106), a santa Catalina de Siena, que ve en el Corazón abierto de Cristo la posibilidad de un encuentro actual con ese amor (n. 111), a san Francisco de Sales, que reconoce en él «una llamada a la plena confianza en la acción misteriosa de su gracia» (n. 114), a santa Margarita María Alacoque (n. 121) y a santa Margarita de Siena (n. 121), a santa Margarita del Corazón Inmaculado (n. 114). 111), a san Francisco de Sales, que reconoce en ella «una llamada a la plena confianza en la acción misteriosa de su gracia» (n. 114), a santa Margarita María Alacoque (n. 121) y a san Claudio de la Colombière (nn. 125-128), que relaciona «la experiencia espiritual de santa Margarita con la propuesta de los Ejercicios espirituales» de san Ignacio de Loyola (n. 143).

Luego se cita a san Carlos de Foucauld (nn. 129-132), que quiere dejar que el Corazón de Jesús actúe dentro de él para que ya no sea él quien viva, sino el Corazón de Jesús el que viva en él (cf. n. 132) y a santa Teresa de Lisieux (nn. 133-142), que «lo resume todo en la confianza, como la ofrenda más aceptable al Corazón de Cristo» (n. 138). A continuación, el Papa Francisco señala el lugar del Sagrado Corazón en la espiritualidad de la Compañía de Jesús, que «siempre ha propuesto un conocimiento interior del Señor para mejor amarle y servirle» (n. 144), hasta el punto de que el itinerario de los Ejercicios culmina en «la Contemplación para alcanzar el amor, de donde brota la acción de gracias y el ofrecimiento de la memoria, del intelecto y de la voluntad al Corazón, que es fuente y origen de todo bien» (n. 145).

La devoción al Corazón de Cristo aparece en el itinerario espiritual de muchos otros santos, como san Vicente de Paúl, para quien «lo que Dios quiere es el corazón» (n. 148), san Pío de Pietrelcina y santa Teresa de Calcuta, que «hablan con sentida devoción del Corazón de Cristo». Santa Faustina Kowalska, pues, vuelve a proponer la devoción al Corazón de Cristo «con un fuerte énfasis en la vida gloriosa del Resucitado y en la misericordia divina… San Juan Pablo II vinculó íntimamente su reflexión sobre la misericordia con la devoción al Corazón de Cristo» (n. 149).

c) Fruto de la devoción al Sagrado Corazón: el amor por el amor

La devoción al Sagrado Corazón suscita también una intensa experiencia de consolación: «En esta contemplación del Corazón de Cristo, que se entregó hasta el extremo, somos consolados… Deseosos de consolarlo, salimos consolados» (n. 161). Este es un fruto precioso: «Merece la pena recuperar esta expresión de la experiencia espiritual desarrollada en torno al Corazón de Cristo: el deseo interior de consolarle… Si el Amado es lo más importante, ¿cómo no vamos a querer consolarle?

Como se afirma en la quinta parte de la Encíclica, titulada “El amor por el amor” (nn. 164-216), el fruto más profundo de la devoción al Corazón de Cristo es hacernos sentir amados por Él y hacernos capaces de amar en unión con su Corazón humano y divino. San Carlos de Foucauld decía: «La caridad debe irradiar de la fraternidad, como irradia del corazón de Jesús». Es esta convicción la que hizo de él un «hermano universal, porque dejándose modelar por el Corazón de Cristo, quiso acoger en su corazón fraterno a toda la humanidad sufriente» (n. 179).

A esta luz se comprende también el sentido profundo de la idea de reparación: «Junto con Cristo, sobre las ruinas que dejamos en este mundo con nuestro pecado, estamos llamados a construir una nueva civilización del amor» (n. 182). La reparación cristiana, por tanto, «no puede entenderse sólo como un conjunto de obras externas, que también son indispensables y a veces admirables. Necesita una espiritualidad, un alma, un sentido que le dé fuerza, ímpetu y creatividad incansable. Necesita la vida, el fuego y la luz que le vienen del corazón de Cristo» (nº 184). El Señor ‘nos capacita para amar como Él ha amado y así Él mismo ama y sirve a través de nosotros’ (nº 203).

De todo ello se deriva una peculiar visión de la misión al servicio del Evangelio: «A la luz del Sagrado Corazón, la misión se convierte en una cuestión de amor, y el mayor riesgo en esta misión es que se digan y se hagan muchas cosas, pero no se produzca el feliz encuentro con el amor de Cristo que abraza y salva» (n. 208). Por eso, la misión «requiere misioneros enamorados, que se dejen conquistar todavía por Cristo y que no puedan dejar de transmitir este amor que ha cambiado sus vidas» (n. 209).

Es aquí donde hay que situar el papel decisivo de la Iglesia: «No hay que pensar que esta misión de comunicar a Cristo es sólo entre Él y yo. Se vive en comunión con la propia comunidad y con la Iglesia» (n. 212). En esta comunión la Virgen María, madre, miembro, modelo y tipo de la Iglesia, ocupa un lugar especial: la devoción a su Corazón como Madre de Jesús y nuestro «no desmerece la adoración única debida al Corazón de Cristo, sino que la estimula» (n. 176), ayudándonos a amar más y mejor.

De lo dicho se comprende cómo la Encíclica puede considerarse una especie de compendio de lo que el Papa Francisco ha querido y quiere decir a cada hermano en humanidad: Dios te ama y te lo ha mostrado de la manera más luminosa en la historia de Jesús de Nazaret; mirándole a Él sabrás que eres amado desde siempre y para siempre y podrás reconocer los dones con los que el Padre ha querido enriquecerte; siguiéndole a Él podrás discernir el modo de gastarlos con amor allí donde en su Espíritu quiera conducirte.

La invitación final es a pedir al Señor. Las palabras con las que el Papa Francisco cierra la Encíclica nos ayudan a ello: «Pido al Señor Jesús que de su Santo Corazón broten para todos nosotros ríos de agua viva que curen las heridas que nos infligimos, que fortalezcan nuestra capacidad de amar y de servir, que nos impulsen a aprender a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno. Esto hasta que celebremos juntos con alegría el banquete del reino celestial. Allí estará Cristo resucitado, que armonizará todas nuestras diferencias con la luz que brota sin cesar de su Corazón abierto. Bendito sea siempre» (n. 220).

Notas:

[1] R. Guardini, “Il mondo religioso di Dostoevskij”, Brescia 1980, 236, citado en n. 12.

[2] K. Rahner, Teología del Corazón de Cristo, Roma 1995, 60, citado en n. 15.

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Redacción Zenit

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