CIUDAD DEL VATICANO, 26 noviembre 2002 (ZENIT.org).- ¿Cuál debe ser la contribución específica de la Iglesia a la política? Juan Pablo II respondió a esta candente pregunta ofreciendo como respuesta la propuesta y la aplicación de la doctrina social de la Iglesia.
El pontífice afrontó de lleno la cuestión este martes al encontrarse con un grupo de obispos de Brasil, país que --como él mismo constató-- está marcado desde hace décadas por una gran «paradoja»: una potencia económica en la que vive «el inmenso contingente de brasileños que viven en situación de indigencia».
Al recibir en su quinquenal visita al obispo de Roma --«ad limina apostolorum»-- a los prelados de los estados de Santa Catarina y Rio Grande do Sul, el pontífice dejó claro que ante esta situación «la Iglesia no pretende usurpar tareas y prerrogativas del poder político; pero sabe que debe ofrecer también a la política su contribución específica de inspiración y de orientación sobre los grandes valores morales».
«La imperiosa distinción entre Iglesia y poderes públicos no debe hacer olvidar que tanto la una como los otros se dirigen al hombre; y la Iglesia "experta en humanidad", no puede renunciar a inspirar las actividdes políticas para orientarlas al bien común de la sociedad», insistió.
Esta contribución de la Iglesia a la política, según constató el Papa, queda comprendida por la «doctrina social de la Iglesia», a la que describió como «ese conjunto de principios y criterios que, como fruto de la Revelación y la experiencia histórica, fueron decantándose para facilitar la formación de la conciencia cristiana y la implementación de la justicia en la convivencia humana».
Para expresarse mejor, enunció de manera positiva algunos de los criterios de la justicia social: «Por ejemplo, el amor preferencia por los pobres, para que alcancen un nivel más digno de vida; el cumplimiento de las obligaciones asumidas en contratos y convenios; la protección de los derechos fundamentales exigidos por la dignidad de la persona humana; el uso correcto de los propios bienes, que redundan en beneficio individual y colectivo, coherentemente con el objetivo social que corresponde a la propiedad, el pago de los impuestos...».
Con gran interés pedagógico, el obispo de Roma ilustró concretamente también estos criterios desde su «perspectiva negativa», como «las violaciones de la justicia, el salario insuficiente para el sustento del trabajado y de su familia; la injusta apropiación de los bienes ajenos; la discriminación en el trabajo y en los atentados contra la dignidad de la mujer; la corrupción administrativa o empresarial; el afán exagerado de riqueza o de lucro; los planes urbanísticos concretados en moradas que, en la práctica, promueven le control de la natalidad a causa de presiones económicas; las campañas que violan la intimidad, la honra, o el derecho a la información; las tecnologías que degradan el ambiente, etc.».
A continuación, el Papa hizo un repaso del «déficit histórico de desarrollo social» que ha vivido Brasil para concluir que, «a parte de insuficientes medidas de protección social y de redistribución de la renta, lo que realmente puede haber faltado ha sido una concepción ética de la vida social».
«Hace algunos años --recordó--, a propósito de la caída del muro de Berlín y del fracaso del marxismo, quise recordar que "no es posible comprender al hombre, considerándolo unilateralmente a partir del sector de la economía, ni es posible definirlo simplemente tomando como base su pertenencia a una clase social" (Centesimus Annus, 24). Del mismo modo, no puede ser juzgado como un elmento más de la economía de mercado, pues "por encima de la lógica de los intercambios a base de los parámetros y de sus formas justas, existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido conlleva inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y de participar activamente en el bien común de la humanidad"» (Ibídem, 34).
«La aplicación de planes y medidas a largo plazo para corregir los desequilibrios existentes no pueden nunca prescindir del empeño de solidariad institucional y personal de todos los brasileños. Con este objetivo, los católicos, que constituyen la mayoría de la población brasileña, pueden dar una contribución fundamental».
«Una visión de la economía y de los problemas sociales desde la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia lleva a considerar las cosas siempre desde el punto de vista de la dignidad del hombre, que trasciende a los factores económicos», afirmó.
«Por otro lado --siguió diciendo--, ayuda a comprender que para alcanzar la justicia social se requiere mucho más que la simple aplicación de esquemas ideológicos originarios por la lucha de clases, como por ejemplo, a través de la invasión de tierras --ya reprobada en mi viaje pastoral en 1991-- y de edificios públicos o privados, o por citar otros, la adopción de medidas técnicas extremas que pueden tener consecuencias mucho más graves que la injusticia que pretenden resolver, como es el caso del incumplimiento unilateral de los compromisos internacionales».
En esta labor de promoción de la justicia, el Papa pidió a los obispos brasileños «estimular todas las potencialidades y riqueza del pueblo de Dios, especialmente de los laicos, para que en la medida de lo posible reine en Brasil una auténtica justicia y solidaridad, que sea fruto de una coherente vida cristiana».
Para ello, concluyó, es necesario «trabajar incansablemente en la formación de los políticos, de todos los brasileños que tienen poder de decisión, grande o pequeño, y en general de todos los miembros de la sociedad, para que asuman plenamente sus propias responsabilidades y sepan dar un rostro humano y solidario a la economía».
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Nov 26, 2002 00:00