MADRID, martes 10 enero 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos a nuestros lectores en este espacio, dedicado a la exposición de temas de actualidad objeto de amplio debate, la cuestión de la artificial oposición entre fe y razón. El profesor Pablo Blanco Sarto, de la Universidad de Navarra, autor de dos libros recientes sobre el tema, expone el pensamiento de Benedicto XVI antes y después de su pontificado.
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Por Pablo Blanco Sarto
Nos encontramos ante un tema rabiosamente actual: la relación entre razón secular y fe cristiana. Es un tema frecuente y habitual en el debate de la cultura actual y en los medios de comunicación. He aquí un ejemplo. Tengo en mis manos en este momento un señalador de páginas que dice: más de 150.000 ejemplares vendidos. O sea que estamos hablando de todo un bestseller. En el reverso, con un holograma añade: «El antiguo secreto vuelve a despertar una batalla entre la fe y la razón».
Estamos aquí pues ante todo un thriller intelectual donde se entabla una auténtica batalla entre la fe y la razón, entre la ciencia y la creencia, por supuesto esta última subjetiva e irracional. La religión es la causa de todo fanatismo, de toda violencia y de todos los males, que solo pueden atajar la razón y la ciencia, tal como nos ha enseñado la Ilustración. Algo parecido se presentará al gran público en películas como Ágora, en la que la filósofa Hipatia de Alejandría es asesinada por unos cristianos fanáticos. Planteamientos parecidos los encontramos también –decíamos– en toda la Ilustración moderna o en el new atheism, el nuevo ateísmo de Hawking y Dawkins.
Vamos a ver tres puntos en este desarrollo: 1) la razón en los primeros cristianos; 2) la razón en la modernidad; y, en fin, 3) la propuesta de Joseph Ratzinger, lógicamente respecto a la razón.
I. La razón en los primeros cristianos
¿Qué podemos decir ante todo esto, ante todas estas acusaciones que se ciernen sobre el cristianismo? En primer lugar, podríamos acudir a la misma historia y proponer modelos como santa Catalina de Alejandría, patrona de los filósofos: una joven que fue martirizada por defender racionalmente la fe. Joseph Ratzinger recuerda otras figuras de la antigüedad cristiana como san Justino, en su polémica con Celso, quien también fue martirizado, o san Clemente de Alejandría, san Agustín o tantos otros padres de la Iglesia que han defendido la importancia de la razón, a pesar de que algunos podrían considerarla –exagerando un poco– “la peor enemiga de la religión”.
Por el contrario, los primeros cristianos prefirieron la razón, en vez de refugiarse en el mundo de lo mítico y lo simbólico. Hubiera sido más fácil para ellos aliarse con las religiones orientales, abiertas, sincretistas y tolerantes. Cristo podía ocupar un lugar más dentro de sus panteones, altarcillos o templos para muchos dioses. Sin embargo, los primeros cristianos apostaron por el aliado más difícil: la filosofía. ¿Por qué?
El tema de la razón es un clásico en la teología de Joseph Ratzinger. Aparece ya en su tesis doctoral sobre san Agustín, quien formuló el famoso aforismo: credo ut intelligam, intelligo ut credam. Creo para entender mejor, y pienso para poder creer más y mejor, podríamos traducir. A lo largo de toda su obra, tal como intenté explicar en el libro: Joseph Ratzinger. Razón y cristianismo (2005), el teólogo alemán recordaba la apuesta comprometida por parte del primer cristianismo a favor de la razón y la filosofía, sus más difíciles adversarias con las que sin embargo se avino a dialogar y a encontrar una difícil armonía.
La poesía y la política han sido continuas fuentes de inspiración para las religiones de todo el mundo. El cristianismo no siempre (o no solo) ha actuado así. Por un lado, el cristianismo ha luchado siempre por mantener su independencia del poder estatal, de separar (a pesar de errores, avances y retrocesos) la Iglesia del Estado, para poder dar así al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. No ha querido convertirse en una religión civil, en una religión al servicio del poder político.
Es cierto que la fe cristiana asumió la poesía como fuente de inspiración por ser una constante universal (piénsese en los cantos y en los himnos de la liturgia), pero el cristianismo fue un poco más allá. El cristianismo desde los primeros tiempos quiso aliarse también con la ciencia y el pensamiento, además de con el arte, la poesía y la música. Como acabamos de ver, en el ámbito intelectual la religión cristiana apostó por lo más difícil: confrontarse con la filosofía pagana, con el pensamiento secular, con el logos griego, que era entonces la elaboración racional más completa, y que todavía ahora nos da qué hablar.
Para los primeros cristianos y a diferencia de nuestros románticos, poesía y razón no estaban enfrentadas. De hecho, en la misma biografía de Ratzinger hay dos instancias, dos defensas contra la opresión de la tiranía nazi en su infancia: por un lado la liturgia, que le abrió las puertas del misterio; y después la razón, pues debía defenderse de los continuos ataques que recibía. La razón y la liturgia, el misterio y la racionalidad fueron pues para el joven Ratzinger dos defensas y dos vías de acceso al misterio.)
El cristianismo cuenta además –como decíamos– con dos armas poderosas e inseparables, que son la fe y la razón. Juan Pablo II habló en la encíclica Fides et Ratio de las dos alas –la fe y la razón– que nos llevan en el vuelo hacia la verdad. Por un lado, la fe cristiana ha de seguir pensando y haciendo ciencia, y no ha de refugiarse en un cómodo simbolismo o en el misticismo de lo inefable. Toda persona puede hablar de Dios. Es cierto que la mística y el símbolo son de gran importancia en la religión cristiana (piénsese en la Biblia o en la liturgia, tal como hemos mencionado), pero Dios llega también a esas otras esferas tan prestigiosas en la vida, como lo son la cultura, la ciencia y el pensamiento.
Tal vez la presencia de san Pablo en el Areópago de Atenas sea un símbolo en este sentido: Pablo habla a los atenienses del dios desconocido, de ese dios que tan solo conocen por la razón, y les anima a tener un conocimiento más completo y pleno a través de la fe en Jesucristo resucitado. La religión cristiana se ha aliado siempre con la razón; es lo que Ratzinger ha llamado "la victoria de la inteligencia" en el mundo de las religiones.
Dicho de otro modo: la verdad tiene derecho de ciudadanía en todos los campos del saber. También la verdad en plenitud, encarnada en la persona de Jesucristo. «En el principio era el Logos»: el prólogo del evangelio de Juan es uno de los pasajes más citados por el teólogo Ratzinger. Él es el Logos divino, origen de todo logos humano y, por tanto, también de la razón. Con este mismo título, la verdad cristiana ha de encontrar un acuerdo con las verdades que se obtienen a través de la ciencia o de la razón.
Que la razón sea algo bueno y necesario no supone ninguna novedad, a no ser que nos internemos en el irracionalismo de Nietzsche y sus epígonos posmodernos (de los que sin embargo podríamos extraer algunas enseñanzas positivas, como veremos). Pero la razón moderna es una razón pequeña, limitada, mutilada, afirma Ratzinger. Así, por ejemplo, la Ilustración tomará dos elementos típicamente cristianos –la razón y la libertad– y los interpretará a su manera, de un modo algo reductivo, así como el romanticismo hará lo propio con el amor, ofreciendo una versión tan solo emotivista y sentimental.
II. La razón en la modernidad
Así, la razón y la religión han permanecido alejadas durante toda la modernidad, tal como se puede ver en un rápido repaso por el pensamiento moderno alemán. Por ejemplo, Lutero defendió una < em>teologia crucis en la que la fe no tuviera nada que ver con la razón, a la que dirigió terribles palabras. Kant confirmó más adelante en sede filosófica este abismo entre la fe y la razón, a la vez que elaboraba un concepto determinado de razón: la razón pura separada de la razón práctica. Por otra parte, el filósofo de Königsberg encerraba la religión dentro de los límites de la razón, como buen ilustrado que era.
Hegel por su parte pondrá a la razón por encima de la religión, a la vez que mantenía esa separación entre misterio y racionalidad. El también berlinés Schleiermacher enunciará su teoría de la religión como expresión del sentimiento, en la que no cabe la más mínima interferencia racional. Lo emotivo y sentimental será sinónimo de lo religioso. Nietzsche y Heidegger seguirán en esta línea, hasta el punto de que este último filósofo decía que la filosofía cristiana es un hierro de madera, es decir, un círculo cuadrado, una contradicción en términos. En esta misma tradición de separación entre fe y razón se encuentran también Kierkegaard, Harnack, Bultmann, Barth y otros tantos pensadores y teólogos de origen sobre todo protestante. (Por cierto, sobre esto iba el discurso de Ratisbona, y no sobre el islam).
Cuando Ratzinger realiza sus primeros estudios, se encuentra con este ambiente intelectual que domina en Alemania. Por el contrario, él mismo ve cómo en los «tres grandes maestros» (así llamaba a san Agustín, santo Tomás y san Buenaventura) se da también esta armonía entre razón y religión que se encontraba ya en los padres de la Iglesia y en el pensamiento de los primeros cristianos. Entre sus lecturas de juventud, se encuentra por ejemplo la figura de John Henry Newman, quien encontró este equilibrio entre fe y razón –superando el empirismo inglés– en su búsqueda de la verdad.
También su maestro Gottlieb Söhngen había hablado de la importancia de la razón en el cristianismo. De hecho mantuvo un interesante debate con Karl Barth sobre este tema, quien había afirmado que no se hacía católico precisamente por la analogia entis, es decir, por separar también fe y razón, que para él constituían dos instancias irreconciliables.
En una antigua conferencia en Bonn pronunciada en 1959 y titulada “El Dios de la fe y el Dios de los filósofos” (1959), un jovencísimo profesor Ratzinger declaraba que el problema es tan antiguo como «el estar fe y filosofía la una junto a la otra» . Recuerda entonces el famoso Memorial de Blaise Pascal, cosido en el forro de su casaca y descubierto en la noche del 23 al 24 de noviembre de 1654, al morir el científico y pensador francés. Allí estaba escrito: «Fuego. Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el Dios de los filósofos y los sabios».
El matemático y filósofo Pascal había experimentado al Dios vivo, al Dios de la fe, y en tal encuentro vivo con el tú de Dios, «comprendió qué distinta es la irrupción de la realidad de Dios en comparación con lo que la filosofía matemática (de un Descartes, por ejemplo) sabía decir sobre Dios». Si la filosofía de aquel tiempo –el racionalismo de Descartes, especialmente– era una filosofía desde el esprit de la géometrie, los Pensamientos de Pascal procuran ser una filosofía elaborada desde el esprit de la finesse: desde la comprensión de la realidad entera, que penetra en ella con más profundidad que la abstracción matemática.
Se trata por tanto de una superación de la mera razón matemática, como vendrá después repitiendo nuestro teólogo una y otra vez. El Dios de los filósofos ha de entrar en diálogo con el Dios de la fe. Si el cristianismo ha rechazado el gnosticismo y el pensamiento hermético, opta entonces claramente por la razón, el diálogo y la universalidad. También los sabios deben ser evangelizados. El cristianismo se muestra abierto y permeable a la razón. De este modo, las relaciones entre fe y ciencia escogerán el camino de la armonía final, a pesar de sus evidentes diferencias y divergencias (y en esto Ratzinger recordará la armonía entre ambas que había propuesto Tomás de Aquino).
«La filosofía seguirá siendo una cosa distinta con su propia entidad, a la que se refiere la fe para expresarse en ella como esa otra cosa y poder así hacerse comprensible». La filosofía será entonces una excelente colaboradora de la teología. La diferencia y la armonía entre fe y razón es, por tanto, posible. El Dios de Abraham, Isaac y Jacob será un Dios apelable
con el que podemos hablar y al que podremos acceder –tal vez de un modo más lejano pero real– por medio de la razón. No hay pues un abismo, sino un puente (quizá bastante largo y algo arriesgado de cruzar, pero puente al fin y al cabo) entre la fe y la razón, entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos. El Logos divino quiere contar con el logos humano.
III. La propuesta de Joseph Ratzinger
Este era uno de los primeros textos sobre este controvertido tema, pero desde entonces, Ratzinger no ha parado de recordar la importancia de la razón en el cristianismo. Esta alianza entre razón y religión no es sin embargo una exclusiva de lo cristiano. Por ejemplo, Ratzinger recuerda cómo en la misma traducción de los Setenta se unen fe y razón, el logos griego con el dabar bíblico, como se suele decir. Atenas y Jerusalén pueden convivir juntas. A esas ciudades se unirá después Roma, cuando surja el cristianismo.
Pero es lógico que esta síntesis entre fe y razón –entre lo griego y lo bíblico– sea posible, pues todo acto de fe tiene un momento racional. El creer no implica dejar de pensar. Nuestra fe no es un credo quia absurdum, un salto al vacío, hacia lo irracional: no es tirarse de un avión sin paracaídas. Como decía Antoni Gaudí en una ocasión, cuando le preguntaban unos canteros cómo debían representar la fe: «¡Con los ojos cerrados no: con los ojos abiertos! La fe no nos impide el pensar».
Fe y razón en continua búsqueda de una posible armonía. Ambas miran en la misma dirección: hacia la verdad. La propuesta del cardenal Ratzinger era además de lo más ambiciosa: conseguir «una nueva Ilustración», que a su vez requiere una nueva razón. Al igual que los primeros cristianos consiguieron esa difícil síntesis entre fe cristiana y razón secular, también nosotros hemos de hacer ahora algo parecido. Pero para esto se requiere un nuevo concepto de razón: no la razón matemática, calculadora, racionalista o positivista, sino una nueva razón abierta, ampliada.
¿A qué? Ampliada y abierta al mundo del arte, de la ética, de la religión e incluso de los sentimientos. Eso sí, sin dejar de ser razón, de ser plenamente racional, valga la redundancia. En este sentido, el concepto de razón que proponía el cardenal Ratzinger –como decía el también cardenal alemán Walter Kasper– es más posmoderna que moderna. Esta nueva razón puede traer consigo una nueva Ilustración, una nueva síntesis entre razón y religión, razón secular y fe cristiana. Y en estas estamos, sostenía Ratzinger.
Por último, quisiera hacer mención a un acontecimiento que fue importante en su momento, y que todavía mantiene una total vigencia. Se trata del encuentro entre Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas, en Múnich en enero de 2004. En ese debate que mantuvieron el teólogo alemán y el filósofo de la Escuela de Fráncfort, epígono del marxismo, acordaron que razón y religión debían curarse mutuamente –así lo decían– de sus respectivas patologías. Por un lado, la razón debe evitar que la religión caiga en los excesos del fanatismo y del fundamentalismo en los que en ocasiones ha caído.
Pero además también la razón ha cometido serios errores al separarse de la religión. Es la razón moderna, la razón racionalista, valga una vez más la redundancia. Los sueños de la razón producen monstruos, pintó Goya. La razón moderna ha p roducido monstruos como Auschwitz, Hiroshima o Chernobyl. Por eso la religión puede corregir la hybris, el orgullo y los excesos de esta razón cerrada. Esta mutua implicación, este feed back, esta retroalimentación entre fe y razón puede producir todavía interesantes frutos también en el futuro. Esto también aparecía en el discurso de Ratisbona del papa Benedicto XVI.