CIUDAD DEL VATICANO, 26 julio (ZENIT.org).- Esperar y maravillarse, estas son las dos claves para percibir el misterio de Dios escondido en los acontecimientos y cosas de todos los días. Juan Pablo II ofreció hoy, en su intervención con motivo de la audiencia general del miércoles, dos consejos preciosos percibir la presencia divina incluso en nuestra sociedad tecnológica y con frecuencia superficial. Ofrecemos el texto íntegro del Santo Padre.
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1 «¡Ah si rompieses los cielos y descendieses!». La gran invocación de Isaías (63, 19), que sintetiza muy bien la espera de Dios presente, ante todo, en la historia del pueblo de Israel de la Biblia, y en el corazón de todo hombre, no fue pronunciada en vano. Dios Padre ha cruzado el umbral de su trascendencia: mediante su Hijo Jesucristo se ha echado a las calles del hombre y su Espíritu de vida y de amor ha penetrado en el corazón de sus criaturas.
La espera
No nos deja vagar lejos de sus caminos ni deja que nuestro corazón se endurezca para siempre (cf. Isaías 63, 17). En Cristo, Dios se nos hace cercano, sobre todo cuando nuestro «rostro está triste»; entonces, al calor de su palabra, como sucede a los discípulos de Emaús, nuestro corazón comienza a arder en el pecho (cf. Lucas 24, 17.32). Sin embargo, el paso de Dios es misterioso y requiere ojos puros para ser descubierto y oídos disponibles a la escucha.
Atención
2. En esta perspectiva, queremos hoy centrarnos en dos actitudes fundamentales que hay que asumir en relación con el Dios-Emanuel que ha decidido encontrarse con el hombre tanto en el espacio como en el tiempo, en lo íntimo de su corazón. La primera actitud es la de la espera, bien ilustrada en el pasaje del Evangelio de Marcos que acabamos de escuchar (cf. Marcos 13, 33-37). En el original griego encontramos tres imperativos que marcan el ritmo de esta espera. El primero es: «Estad atentos», literalmente: «¡estad en guardia!». «Atención», como dice la misma palabra, significa concentrarse en una realidad con toda el alma. Lo opuesto de la distracción que es, por desgracia, nuestra condición casi habitual, en especial en una sociedad frenética y superficial como la contemporánea. Es difícil poder concentrarse en un objetivo, en un valor, y perseguirlo con fidelidad y coherencia. Corremos el riesgo de hacer lo mismo con Dios, que, al encarnarse, ha venido a nosotros para convertirse en la estrella polar de nuestra existencia.
Vela
3. Al imperativo de la atención se le añade el del verbo «velar», que en el original griego del Evangelio equivale a «quedarse sin dormir». La tentación de dejarse llevar por el sueño es fuerte, envueltos en la noche tenebrosa, que en la Biblia es símbolo de culpa, de inercia, de rechazo de la luz. Se comprende así la exhortación del apóstol Pablo: «Pero vosotros, hermanos, no vivís en la oscuridad (…) vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. Nosotros no somos de la noche ni de las tinieblas. Así pues, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios» (1 Tesalonicenses, 5, 4-6). Sólo liberándonos del atractivo oscuro de las tinieblas y del mal lograremos encontrarnos con el Padre de la luz, en el que «en quien no hay cambio ni sombra de cambio» (Santiago, 1, 17).
Vigilar
4. Hay un tercer imperativo repetido dos veces con el mismo verbo griego: «¡Vigilad!». Es el verbo del centinela que tiene que estar alerta, mientras espera pacientemente el paso del tiempo nocturno para ver surgir en el horizonte la luz del alba. El profeta Isaías representa de manera intensa y vivaz esta larga espera introduciendo un diálogo entre los dos centinelas, que se convierte en un símbolo de la utilización adecuada del tiempo: «Centinela, ¿cuánto le queda a la noche? » El centinela responde: «Llega la mañana y después la noche. Si queréis preguntar, ¡convertíos, venid!». (Is 21,11-12). Es necesario plantearse interrogantes, convertirse y salir al encuentro del Señor. Los tres llamamientos de Cristo: «¡Estad atentos, velad, vigilad!» resumen claramente la espera cristiana del encuentro con el Señor. La espera debe ser paciente, como nos advierte Santiago en su carta: «Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor. Mirad: el labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la Venida del Señor está cerca» (Santiago, 5, 7-8). Para que crezca una espiga o se abra una flor hay tiempos que no se pueden forzar; para el nacimiento de una criatura humana hacen falta nueve meses; para escribir un libro o componer música hay que dedicar con frecuencia años de paciente investigación. Esta es la ley del espíritu: «Todo lo que es frenético/pronto pasará», cantaba un poeta (Reiner Maria Rilke, Sonetos a Orfeo). Para encontrarse con el misterio hace falta paciencia, purificación interior, silencio, espera.
Abrir los ojos
5. Hablábamos antes de dos actitudes espirituales para descubrir a Dios que sale a nuestro encuentro. La segunda, después de la espera atenta y vigilante, es el estupor, la maravilla. Es necesario abrir los ojos para admirar a Dios que se esconde y al mismo tiempo se muestra en las cosas y que nos introduce en los espacios del misterio. La cultura tecnológica y la excesiva inmersión en las realidades materiales nos impiden con frecuencia percibir el rostro escondido de las cosas. En realidad, para quien sabe leer con profundidad, cada cosa, cada acontecimiento trae un mensaje que, en último análisis, lleva a Dios. Los signos que revelan la presencia de Dios son, por tanto, múltiples. Pero para que no se nos escapen tenemos que ser puros y sencillos como los niños (cf. Mateo 18, 3-4), capaces de admirar, sorprendernos, maravillarnos, encantarnos con los gestos divinos de amor y de cercanía para con nosotros. En cierto sentido, se puede aplicar al tejido de la vida cotidiana lo que el Concilio Vaticano II afirma sobre la realización del gran designio de Dios a través de la revelación de su Palabra: «Dios invisible, en su gran amor, habla a los hombres como a sus amigos y se entretiene con ellos para invitarlos y admitirlos en la comunión con él» («Dei Verbum», n. 2).