CIUDAD DEL VATICANO, 5 mar 2001 (ZENIT.org).- La vida cristiana no es más que una respuesta a Dios que nos ha amado primero. Una respuesta que, en tiempos de consumismo, requiere particularmente el desapego de todo lo que no nos conduce hacia él.
Así se pueden sintetizar las primeras dos meditaciones que pronunció esta mañana el cardenal Eugene George, arzobispo de Chicago, ante Juan Pablo II y sus colaboradores de la Curia Romana, al inicio de sus ejercicios espirituales.
Durante esta semana, la agenda del pontífice deja a un lado encuentros con jefes de Estado, líderes de la Iglesia o peregrinos para dedicarse a la contemplación, guiado por las meditaciones de este predicador.
En la tarde de ayer, el purpurado ya había enmarcado el objetivo de las 22 de meditaciones que componen el conjunto de los ejercicios espirituales, al profundizar en el lema que le acompañará durante cada meditación: «Una fe para todos los pueblos: conversión, libertad, y comunión en Cristo».
El punto de partida del predicador ha sido la libertad del hombre para elegir a Dios, la fe personal vivida con plena conciencia. Vivir esta experiencia, añadió, «quiere decir convertir el corazón». Y convertirse presupone un «desapego».
Desapego: el precio del cristiano
Para ilustrar sus palabras, citó como ejemplo al primer Papa de la historia, Pedro, quien después de una pésima noche de pesca aceptó echar las redes de nuevo al lago fiándose de la palabra de un tal Jesús, a quien no conoce. Desde entonces, explica el cardenal, «Pedro vive el desapego. Es decir, acepta dejarlo todo: familia, costumbres, el consuelo de las cosas cotidianas, incluso el propio lenguaje, la manera de expresarse».
El desapego es, de hecho, «el precio del cristiano», algo que experimenta particularmente quien tiene un papel de guía de la comunidad universal de los creyentes.
«Muchos de vosotros, al servir a la Iglesia en el contexto de la Curia, sabéis por experiencia personal cuál es este coste, experimentáis la pena que sigue al desapego de tantas cosas que pueden ser consideradas como apegos legítimos y naturales», explicó George hablando siempre en un italiano perfecto que no escondía su acento estadounidense.
«No es fácil ni sencillo alejarnos de todo eso que nos es tan cercano y querido –continuó constatando–. Así fue para Pedro y así lo es así para nosotros. Abandonar estos lazos fuertes y naturales para seguir al Señor sigue siendo un desafío continuo, que requiere siempre la gracia liberadora de Dios, la conversión».
Dios da el primer paso
Cuando regresa con las redes llenas hasta los topes, Pedro, sin embargo, se siente indigno. «Regresa plegado por el peso de su pecaminosidad –añadió el predicador en la segunda meditación de la mañana–. Es un hombre que tiene necesidad de la gracia de Dios».
De modo que el desapego de las cosas no es suficiente para garantizar al hombre la plena comunión con Dios. La acción del hombre es precedida por un acto de amor preventivo y gratuito por parte de Dios, pues «la conversión es siempre un don».
La abundancia de la gracia siempre precede al hombre en su historia, constató el arzobispo de Chicago. Como ejemplo ilustrativo, recordó el caso de África en los últimos cien años. El extraordinario crecimiento espiritual registrado en el continente, celebrado en el primer Sínodo de la historia africana, que precedió al Jubileo, es un ejemplo claro de la acción de Dios, pues una obra así no podría ser atribuida a un esfuerzo humano.
«La conversión –por tanto– es algo sumamente dinámico, se mueve entre la opción del hombre y la gracia de Dios».
Respuesta de amor al amor
Los cristianos del tercer milenio «estamos llamados a descubrir y redescubrir y a no cansarnos nunca de descubrir que somos amados y perdonados por Dios –concluyó el predicador del Papa–. Esto significa escuchar, reflexionar y orar sobre la palabra que proclama la Buena Nueva. Significa tomar la decisión firme con la gracia de Dios para hacer esos cambios que son una lógica consecuencia de nuestra respuesta a un amor tan grande».