CIUDAD DEL VATICANO, 21 mar 2001 (ZENIT.org).- María, como decía Martín Lutero, nos enseña «cómo tenemos que amar y alabar a Dios». Esta fue la propuesta que hizo Juan Pablo II durante la audiencia general, citando al mismo protagonista de la Reforma protestante.
Hoy, al inicio del tercer milenio, añadió el pontífice, María es la «estrella» para todos los humillados, oprimidos, ofendidos, que indica el camino para encontrar a Dios.
Estas fueron las palabras del Santo Padre.
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1. La página de Lucas, que acabamos de escuchar, nos presenta a María como peregrina de amor. Isabel se sorprende ante su fe y pronuncia sobre ella la primera bienaventuranza de los Evangelios: «Bienaventurada la que ha creído». Esta expresión es «como una clave que nos abre a la realidad íntima de María» («Redemptoris Mater», n. 19). Nosotros queremos entonces, como coronación de las catequesis del gran Jubileo del año 2000, presentar a la Madre del Señor como peregrina en la fe. Como hija de Sión, se encamina tras las huellas de Abraham, aquél que por la fe había obedecido «y salió para el lugar que había de recibir en herencia, partiendo sin saber a dónde iba» (Hebreos 11,8).
Este símbolo de la peregrinación en la fe ilumina la historia interior de María, la creyente por excelencia, como ya sugería el Concilio Vaticano II: «La bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz» («Lumen gentium», 58). La anunciación «es el punto de partida del itinerario de María hacia Dios» («Redemptoris Mater», 14): un itinerario de fe que conoce el presagio de la espada que traspasa el alma (cf. Lucas 2,35), pasa a través de los caminos tortuosos del exilio en Egipto y de la obscuridad interior, cuando María «no comprende» la actitud de Jesús a los doce años en el templo y, sin embargo, conservaba «todas estas cosas en su corazón» (Lucas 2,51).
2. En penumbra se desarrolla también la vida oculta de Jesús, en la que María tiene que hacer resonar en su interior la bienaventuranza de Isabel a través de una auténtica «fatiga del corazón» («Redemptoris Mater», 17). Ciertamente en la vida de María no faltan los rayos de luz, como las bodas de Caná, donde –a pesar de su aparente desapego– Cristo acoge la oración de la Madre y realiza el primer signo de revelación, suscitando la fe de los discípulos (cf. Juan 2, 1-12).
En este contraste de luz y sombra, de revelación y misterio, se enmarcan las dos bienaventuradas referidas por Lucas: la dirigida a la Madre de Cristo por parte de una mujer de la muchedumbre y la dirigida por Jesús a quienes «escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lucas 11, 28).
La cumbre de esta peregrinación terrena en la fe es el Gólgota en el que María vive íntimamente el misterio pascual del Hijo: muere, en cierto sentido, como madre en la muerte del Hijo y se abre a la «resurrección» con una nueva maternidad sobre la Iglesia (cf. Juan 19,25-27). Allí, en el Calvario, María experimenta la noche de la fe, parecida a la de Abraham en el monte Moira, y después de la iluminación de Pentecostés, continúa peregrinando en la fe hasta la Asunción, cuando el Hijo le acoge en la beatitud eterna.
3. «La bienaventurada Virgen María sigue «precediendo» al Pueblo de Dios. Su excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para los individuos y comunidades, para los pueblos y naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad» («Redemptoris Mater», 6). Ella es la estrella del tercer milenio, al igual que en los inicios de la era cristiana fue la aurora que precedió a Jesús en el horizonte de la historia. De hecho, María nació cronológicamente antes de Cristo, le engendró y le introdujo en nuestra historia humana.
Nos dirigimos a ella para que siga guiándonos hacia Cristo y el Padre, en la noche tenebrosa del mal y en los momentos de duda, crisis, silencio y sufrimiento. Elevamos a ella el canto preferido de la Iglesia de oriente, el «Hinmo Acatistos» que en 24 estrofas exalta líricamente su figura. En la quinta estrofa dedicada a la visita de Isabel, exclama:
«Alégrate, sarmiento de planta inmarcesible. Alégrate, fruto íntegro. Alégrate tú, que cultivas al cultivador amigo de los hombres. Alégrate, procreadora del Creador de nuestra vida. Alégrate, terreno que germina fecundidad de compasión. Alégrate, mesa que ofrece copiosamente misericordia. Alégrate porque haces florecer un prado de delicias. Alégrate porque preparas un puerto a las almas. Alégrate, incienso de súplicas. Alégrate, perdón del mundo entero. Alégrate, benevolencia de Dios hacia los mortales. Alégrate, atrevida palabra de los mortales dirigida a Dios. Alégrate, ¡Virgen Esposa!».
4. La visita a Isabel sellada por el cántico del Magnificat, un himno que atraviesa como melodía perenne todos los siglos cristianos: un himno que une los espíritus de los discípulos de Cristo más allá de las divisiones históricas, que estamos comprometidos a superar de cara a una comunión plena. En este clima ecuménico es bello recordar que Martín Lutero, en 1521, dedicó a este «santo cántico de la bienaventurada Madre de Dios» –como el decía– un célebre comentario. En él afirma que el himno «debería ser aprendido y memorizado por todos» pues «en el Magnificat María nos enseña cómo tenemos que amar y alabar a Dios… Ella quiere ser el ejemplo más grande de la gracia de Dios para incitar a todos a confiar y alabar la gracia divina».
María celebra la primacía de Dios y de su gracia que escoge a los últimos y despreciados, los «pobres del Señor», de los que habla en Antiguo Testamento, los eleva y los introduce como protagonistas en la historia de la salvación.
5. Desde que Dios la miró con amor, María se ha convertido en signo de esperanza para la muchedumbre de los pobres, de los últimos de la tierra, que se convierten en los primeros en el Reino de Dios. Ella vive fielmente la opción de Cristo, su Hijo, que repite a todos los afligidos de la historia: «Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os aliviaré» (Mateo 11, 28). La Iglesia sigue a María y al Señor Jesús caminando en los caminos tortuosos de la historia para aliviar, promover y valorar la inmensa procesión de mujeres y hombres pobres y hambrientos, humillados y ofendidos (cf. Lucas 1, 52-53). La humilde Virgen de Nazaret –como dice san Ambrosio– no es «el Dios del templo, sino el templo de Dios» («De Spiritu Sancto» III, 11,80). Y como tal guía a todos aquellos que recurren a ella en su camino hacia el encuentro con Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
N. B.: Traducción realizada por Zenit.