ZOLOCHIV, 28 junio 2001 (ZENIT.org).- Una multitud hace fiesta en el monasterio basiliano de esta pequeña ciudad a pocos kilómetros de Lvov, que reabrió sus puertas en los años noventa después de que el régimen soviético lo transformara en hospital. Preside la misa el anciano obispo Sofrom Dmyterko.
A causa de sus 84 años y las enfermedades de un cuerpo probado por dos años de dura prisión, se ve obligado a celebrar la liturgia bizantina sentado. Cuando se alza, le ayudan dos sacerdotes. Habla con dificultad.
«Sofrom, obispo emérito de Ivan Frankivsk, –explica el padre Vitali, superior del monasterio basiliano de San Onofre en Lvov–, es la verdadera autoridad moral de la Iglesia greco-católica ucrania. Es amigo personal del Papa».
Su historia es como la de muchos mártires en vida de la historia de este país. Su rostro está marcado por las injusticias padecidas. Pero en la mirada resplandece la serenidad de un hombre que luchó duramente cuando los greco-católicos fueron declarados ilegales. «Agentes al servicio del Vaticano», era la simplista etiqueta que justificaba todos los abusos posibles.
«Fui ordenado obispo en la clandestinidad el 30 de noviembre de 1968 –recuerda el obispo–, por Ivan Sleziuk, el siervo de Dios que fue beatificado el miércoles por el Papa al concluir su viaje a Ucrania, y que estuvo 15 años en las cárceles del régimen. En noviembre de 1968, fue liberado pero mantenido bajo estrecha vigilancia, por parte del KGB».
«Tras una entrevista con un agente secreto y un registro, logró ordenarme obispo en una casa privada –añade–. Murió cinco años después. Era el año 1973 y justo en coincidencia con su muerte me arrestaron. Fui juzgado en un proceso a puerta cerrada acusado de ser traidor de la patria y enemigo del Estado soviético».
«Los agentes del KGB sabían que era un sacerdote clandestino pero no que había sido ordenado obispo en secreto –continúa relatando el prelado–. Durante el registro, encontraron sus homilías, que fueron confiscadas inmediatamente. Materia más que suficiente para condenarme a dos años de cárcel dura».
El obispo fue enviado a Luhansk, una casa para delincuentes comunes. «Me registraban continuamente buscando alcohol y droga –sigue recordando–. En estas condiciones, era imposible celebrar o ejercer como obispo. Recibí la comunión tras un año de detención; me llevó la eucaristía un fiel que, de incógnito, logró entrevistarse conmigo en la cárcel».
En Luhansk, había 1.300 detenidos en condiciones higiénicas deplorables y de hacinamiento. Las violencias de los carceleros estaban al orden del día. Espías por todas partes, también entre los presos. «Nunca revelé a nadie mi verdadera identidad: si hubieran sabido que era un obispo clandestino, habría sido el fin», reconoce monseñor Dmyterko
Tras dos años, por fin la liberación: «Los agentes del KGB no lograron demostrar que era obispo; lo sospechaban pero no tenían pruebas. Antes de salir del Gulag, dos agentes secretos me entregaron un documento. Decía: «Yo, Sofrom, sacerdote, paso a la fe ortodoxa». Lógicamente, no firmé. Por fidelidad al Papa estaba dispuesto a sufrir cualquier tipo de abuso. No quería que me «salvaran» del KGB. Fui a vivir con mi madre. De día trabajaba como obrero en una fábrica de zumos de fruta, de noche ejercía en secreto mi trabajo pastoral».
Hubo sacerdotes católicos que por defender a su familia (algunos estaban casados y con hijos) o su misma vida pasaron a la Iglesia ortodoxa rusa. Tras el final del régimen comunista, en 1991, recuerda el obispo, «en Ucrania occidental, muchos de ellos han vuelto a la Iglesia católica y han sido bien acogidos. Otros han permanecido como ortodoxos».
Con historias como ésta se comprende mejor el tremendo impacto que tuvieron en Ucrania las palabras del cardenal Lubomyr Husar, arzobispo de Lvov para los católicos de rito oriental, pronunciadas el miércoles, al inicio de la beatificación de los mártires greco-católicos.
El guía de esa Iglesia martirizada pidió perdón por los actos de violencia que cometieron cristianos greco-católicos en el siglo pasado. A pesar de las terribles persecuciones, la Iglesia greco-católica reconoció las culpas que hayan podido tener sus hijos y ofreció el perdón a sus verdugos.