SANTIAGO DE COMPOSTELA, domingo, 25 abril 2004 (ZENIT.org).- En la recepción que el presidente de la Xunta de Galicia, Manuel Fraga, ofreció el miércoles a los obispos de la COMECE (Comisión de las Conferencias Episcopales de la Unión Europea) –llegados en peregrinación a la tumba del Apóstol Santiago–, su presidente, el obispo Josef Homeyer, explicó la razón de la iniciativa.
Ésta forma parte de los eventos que, en vísperas de la nueva ampliación de la Unión Europea, los obispos de la COMECE han organizado del 17 al 24 de abril para subrayar la responsabilidad de los cristianos en la construcción de una Europa Unida.
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Del Obispo Homeyer a la atención del Presidente de la
Comunidad de Galicia, D. Manuel Fraga
Estimado Presidente,
Le estamos sumamente agradecidos de que nos reciba esta noche en este marco maravilloso. Estamos impresionados con la belleza de este lugar y muy emocionados de haber alcanzado la meta de nuestra peregrinación. Acabamos de entrar por la Puerta Santa y, en las vísperas, hemos dirigido nuestros ruegos a Santiago Apóstol, como tantos otros peregrinos siglos antes que nosotros. Hemos venido aquí desde todos los puntos de Europa por una razón muy sencilla. Queremos exponer ante Dios nuestro agradecimiento por el próximo ingreso de diez estados en la Unión Europea. De este modo, la unificación de Europa está casi completa, y ello supone un verdadero motivo para el agradecimiento a la vista del siglo pasado.
No obstante, en nuestro agradecimiento también hay preocupación. Vivimos en tiempos turbulentos. Se percibe un gran desconcierto. Terrorismo y guerra en la puerta de nuestras casas; desastres ecológicos causados por la mano del hombre de los que ni siquiera la encantadora Galicia se ha podido librar; la creciente preocupación por las consecuencias sociales derivadas de la apertura inevitable condicionada por la globalización y el, al parecer, ineludible envejecimiento de nuestro continente. Todo ello incrementa los miedos e inquietudes colectivos, y muchos se preguntan qué respuestas ofrece Europa al respecto. Hacía tiempo que el consejo y la capacidad de guía de los grandes y experimentados políticos de Europa, entre los que incluyo a usted, no eran tan importantes como lo son ahora.
Hace mil años ya se produjo una vez una situación similar de preocupación general. El monje cluniacense, Rudolf Glaber, nos narra la misma en sus crónicas. Y, de acuerdo con sus afirmaciones, como respuesta las personas empezaron a construir iglesias por doquier. «Después del año 1000», relata en lenguaje poético, «Europa se cubrió con un manto blanco de iglesias.» Muchas de estas iglesias se pueden admirar aún hoy en toda Europa como señal de la intensa actividad constructora de aquellos tiempos (eventualmente, sacar a colación el ejemplo del obispo Bernward). Dan testimonio del legado cristiano de este continente.
Si es menester volver a construir iglesias en la actualidad, no lo sabría decir. Sin duda, nuestra sociedad actual también necesita lugares de silencio y reflexión sobre lo eterno, como las numerosas iglesias y monasterios de este lugar y en el camino hacia aquí. Sin embargo, en vista del estado de ánimo moderno de movilidad incesante, quizás otra figura de la Edad Media constituya un modelo igualmente importante. Me refiero al peregrino caminando hacia un santuario como este de Santiago. Conjuga la movilidad con el regreso a lo esencial.
Mientras tanto, el color blanco continúa brillando sobre Europa. Los peregrinos de Bélgica llevan tal vez una bufanda blanca con la que hace años protestaron contra la falta de preocupación por nuestros hijos. Los peregrinos de la Península Ibérica y de todas las partes de Europa llevan guantes blancos como expresión de su sublevación contra el terrorismo inhumano. Al fin y al cabo, el blanco es asimismo el color del Santo Padre. Su hábito alumbra el camino de Europa. Su contribución a la unificación de Europa es inestimable.
Estimado Presidente, quisiera reiterarle mi agradecimiento por su amable invitación de esta noche. Nos inclinamos ante el pueblo gallego, su gran cultura y su bellísima lengua. Se trata –por lo que se dice– del idioma más poético de la Península Ibérica. Por lo tanto y a modo de conclusión, permítame citar algunos maravillosos versos de su poetisa Rosalía de Castro (1864 – 1907) traducidos al alemán, que en la meta de nuestra peregrinación nos proporcionan una idea de la dicha de la Jerusalén celestial.
Una amable señora se ha mostrado incluso dispuesta a recitarlos posteriormente en gallego y francés para nosotros.
Todo era paz y amor y agua serena,
Todo era luminoso azul en el firmamento,
Y no había allí ni angustiosa soberbia,
ni vano placer, ni fatal tormento.
(de “Cantares Gallegos”)