CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 17 diciembre 2004 (ZENIT.org).- Lejos de la tendencia «romántica» que envuelve hoy la Navidad, ésta tiene su memoria verdadera y viva en la Eucaristía, siendo este sacramento el pesebre donde se puede adorar realmente al Verbo encarnado, constató en la mañana de este viernes el predicador del Papa.
Y es que el año de la Eucaristía convocado por Juan Pablo II «nos ayuda a comprender el aspecto más profundo de la Navidad», reconoció el padre Raniero Cantalamessa OFMCap en la tercera y última predicación de Adviento que ofreció a Juan Pablo II y a sus colaboradores de la Curia en la capilla «Redemptoris Mater» del Palacio Apostólico.
Citando Ecclesia de Eucharistia (n. 55), recordó que la Eucaristía no sólo remite a la pasión y a la resurrección, sino que «está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación»: «María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor».
Y «el Verbo se hizo carne, escribe San Agustín, para poder morir por nosotros», subrayó el padre Cantalamessa comentando la tercera estrofa del himno eucarístico «Adoro te devote» –cuyos versos se trasladan espiritualmente al Calvario–: «En la Cruz se escondía sólo la divinidad, pero aquí también se esconde la humanidad. Creo y confieso ambas cosas, pido lo que pidió el ladrón arrepentido».
«El buen ladrón hace una confesión completa de pecado –recalcó el predicador del Papa–. Su arrepentimiento es de la más pura calidad bíblica» pues reprocha al compañero que insulta a Jesús: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho» (Lc 23,40ss).
«El verdadero arrepentimiento consiste en acusarse uno mismo y excusar a Dios, atribuirse a sí la responsabilidad del mal y proclamar “Dios es inocente”», aclaró.
Pero también «existe una profunda analogía entre el buen ladrón y quien se acerca con fe a la Eucaristía» –siguió–: «el buen ladrón en la cruz vio a un hombre, además condenado a muerte, y creyó que era Dios, reconociéndole el poder de acordarse de él en su Reino»; por su parte, «el cristiano está llamado a hacer una acto de fe, desde cierto punto de vista, aún más difícil»: «En la Cruz se escondía sólo la divinidad, pero aquí también se esconde la humanidad».
«El orante [en el himno] no duda un instante; se eleva a la altura de la fe del buen ladrón y proclama que cree tanto en la divinidad como en la humanidad de Cristo»: «Creo y confieso ambas cosas».
La verdad teológica central de la estrofa comentada es que «en la Eucaristía está realmente presente Cristo con su divinidad y humanidad, “en cuerpo, sangre, alma y divinidad”, según la fórmula tradicional», explicó el padre Cantalamessa, y el himno invita «a un renovado acto de fe en la plena humanidad y divinidad de Cristo». Aquí, pues, «se trata de saber quién es el que se hace presente en el altar; el objeto de la fe es la persona de Cristo».
«La presencia de la divinidad, tanto en el cuerpo como en la sangre de Cristo, está asegurada por la unión indisoluble (hipostática, en lenguaje teológico) realizada entre el Verbo y la humanidad en la encarnación. De ello resulta que la Eucaristía no se explica sino a la luz de la encarnación; es, por así decir, la prolongación en clave sacramental», añadió.
Pero «no basta creer en lo secreto del corazón, también hay que confesar públicamente la propia fe», y «¡no basta confesar, también hay que creer!», exhortó el predicador de la Casa Pontificia.
Alertó de que «el pecado más frecuente en los laicos es creer sin confesar, ocultando la propia fe por respetos humanos».
Mientras que «el pecado más frecuente en nosotros, hombre de Iglesia, puede ser el de confesar sin creer» –reconoció– de forma que «la fe se convierta poco a poco en un “credo” que se repite con los labios, como una declaración de pertenencia, una bandera, sin nunca preguntarse si se cree verdaderamente en lo que se dice, se escribe o se predica».
De todas formas, el padre Cantalamessa advirtió de la necesidad de «distinguir la falta de fe de la oscuridad de la fe y de las tentaciones contra ella»; es «una prueba que se renueva en cada época»: «ha habido almas grandes que han vivido sólo de fe y que, en una fase de la vida, con frecuencia justo en la final, han caído en la oscuridad más densa, atormentadas por la duda de haber errado en todo y vivido de engaño».
«En estos casos la fe está, y más robusta que nunca –recalcó–, pero escondida en un rincón remoto del alma, donde sólo Dios puede leer».
La fe es como «el anillo nupcial que une en alianza a Dios y al hombre», pero aquella, como el oro, «debe purificarse en el crisol (Cf. 1 P 1,7) y el crisol de la fe es el sufrimiento, sobre todo el sufrimiento causado por la duda y por la que San Juan de la Cruz llama la noche oscura del espíritu», puntualizó el predicador de la Casa Pontificia.
«Hay que sacar del propio corazón la fuerza que hace triunfar la fe sobre la duda y el escepticismo» –sugirió–, como dice San Agustín: «De las raíces del corazón sale la fe».
Porque «es en el corazón donde el Espíritu Santo hace oír al creyente que Jesús está vivo y real, en un modo que no se puede traducir en razonamientos, pero que ningún razonamiento es capaz de vencer», aseguró.
A veces, «basta con una palabra de la Escritura para hacer inflamar esta fe y renovar la certeza». «Para mí esta semana ha realizado esta tarea el oráculo de Balaam proclamado en la primera lectura del lunes pasado –admitió el padre Cantalamessa–: “Lo veo, aunque no para ahora; lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel” (Nm 24,17)».
«Nosotros conocemos esta estrella, sabemos a quién pertenece este cetro. No por abstracta deducción, sino porque desde hace dos mil años la realización de la profecía está bajo nuestros ojos», concluyó.