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Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
Hace cuarenta años, el 8 de diciembre de 1965, en la plaza de San Pedro, junto a esta basílica, el Papa Pablo VI concluyó solemnemente el concilio Vaticano II. Había sido inaugurado, por decisión de Juan XXIII, el 11 de octubre de 1962, entonces fiesta de la Maternidad de María, y concluyó el día de la Inmaculada. Un marco mariano rodea al Concilio. En realidad, es mucho más que un marco: es una orientación de todo su camino. Nos remite, como remitía entonces a los padres del Concilio, a la imagen de la Virgen que escucha, que vive de la palabra de Dios, que guarda en su corazón las palabras que le vienen de Dios y, uniéndolas como en un mosaico, aprende a comprenderlas (cf. Lc 2, 19. 51); nos remite a la gran creyente que, llena de confianza, se pone en las manos de Dios, abandonándose a su voluntad; nos remite a la humilde Madre que, cuando la misión del Hijo lo exige, se aparta; y, al mismo tiempo, a la mujer valiente que, mientras los discípulos huyen, está al pie de la cruz.
Pablo VI, en su discurso con ocasión de la promulgación de la constitución conciliar sobre la Iglesia, había calificado a María como «tutrix huius Concilii», «protectora de este Concilio» (cf. Concilio ecuménico Vaticano II, Constituciones, Decretos, Declaraciones, BAC, Madrid 1993, p. 1147), y, con una alusión inconfundible al relato de Pentecostés, transmitido por san Lucas (cf. Hch 1, 12-14), había dicho que los padres se habían reunido en la sala del Concilio «cum Maria, Matre Iesu», y que también en su nombre saldrían ahora (ib., p. 1038).
Permanece indeleble en mi memoria el momento en que, oyendo sus palabras: «Mariam sanctissimam declaramus Matrem Ecclesiae», «declaramos a María santísima Madre de la Iglesia», los padres se pusieron espontáneamente de pie y aplaudieron, rindiendo homenaje a la Madre de Dios, a nuestra Madre, a la Madre de la Iglesia. De hecho, con este título el Papa resumía la doctrina mariana del Concilio y daba la clave para su comprensión.
María no sólo tiene una relación singular con Cristo, el Hijo de Dios, que como hombre quiso convertirse en hijo suyo. Al estar totalmente unida a Cristo, nos pertenece también totalmente a nosotros. Sí, podemos decir que María está cerca de nosotros como ningún otro ser humano, porque Cristo es hombre para los hombres y todo su ser es un «ser para nosotros».
Cristo, dicen los Padres, como Cabeza es inseparable de su Cuerpo que es la Iglesia, formando con ella, por decirlo así, un único sujeto vivo. La Madre de la Cabeza es también la Madre de toda la Iglesia; ella está, por decirlo así, por completo despojada de sí misma; se entregó totalmente a Cristo, y con él se nos da como don a todos nosotros. En efecto, cuanto más se entrega la persona humana, tanto más se encuentra a sí misma.
El Concilio quería decirnos esto: María está tan unida al gran misterio de la Iglesia, que ella y la Iglesia son inseparables, como lo son ella y Cristo. María refleja a la Iglesia, la anticipa en su persona y, en medio de todas las turbulencias que afligen a la Iglesia sufriente y doliente, ella sigue siendo siempre la estrella de la salvación. Ella es su verdadero centro, del que nos fiamos, aunque muy a menudo su periferia pesa sobre nuestra alma.
El Papa Pablo VI, en el contexto de la promulgación de la constitución sobre la Iglesia, puso de relieve todo esto mediante un nuevo título profundamente arraigado en la Tradición, precisamente con el fin de iluminar la estructura interior de la enseñanza sobre la Iglesia desarrollada en el Concilio. El Vaticano II debía expresarse sobre los componentes institucionales de la Iglesia: sobre los obispos y sobre el Pontífice, sobre los sacerdotes, los laicos y los religiosos en su comunión y en sus relaciones; debía describir a la Iglesia en camino, la cual, «abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación…» (Lumen gentium, 8). Pero este aspecto «petrino» de la Iglesia está incluido en el «mariano». En María, la Inmaculada, encontramos la esencia de la Iglesia de un modo no deformado. De ella debemos aprender a convertirnos nosotros mismos en «almas eclesiales» —así se expresaban los Padres—, para poder presentarnos también nosotros, según la palabra de san Pablo, «inmaculados» delante del Señor, tal como él nos quiso desde el principio (cf. Col 1, 21; Ef 1, 4).
Pero ahora debemos preguntarnos: ¿Qué significa «María, la Inmaculada»? ¿Este título tiene algo que decirnos? La liturgia de hoy nos aclara el contenido de esta palabra con dos grandes imágenes. Ante todo, el relato maravilloso del anuncio a María, la Virgen de Nazaret, de la venida del Mesías.
El saludo del ángel está entretejido con hilos del Antiguo Testamento, especialmente del profeta Sofonías. Nos hace comprender que María, la humilde mujer de provincia, que proviene de una estirpe sacerdotal y lleva en sí el gran patrimonio sacerdotal de Israel, es el «resto santo» de Israel, al que hacían referencia los profetas en todos los períodos turbulentos y tenebrosos. En ella está presente la verdadera Sión, la pura, la morada viva de Dios. En ella habita el Señor, en ella encuentra el lugar de su descanso. Ella es la casa viva de Dios, que no habita en edificios de piedra, sino en el corazón del hombre vivo.
Ella es el retoño que, en la oscura noche invernal de la historia, florece del tronco abatido de David. En ella se cumplen las palabras del salmo: «La tierra ha dado su fruto» (Sal 67, 7). Ella es el vástago, del que deriva el árbol de la redención y de los redimidos. Dios no ha fracasado, como podía parecer al inicio de la historia con Adán y Eva, o durante el período del exilio babilónico, y como parecía nuevamente en el tiempo de María, cuando Israel se había convertido en un pueblo sin importancia en una región ocupada, con muy pocos signos reconocibles de su santidad. Dios no ha fracasado. En la humildad de la casa de Nazaret vive el Israel santo, el resto puro. Dios salvó y salva a su pueblo. Del tronco abatido resplandece nuevamente su historia, convirtiéndose en una nueva fuerza viva que orienta e impregna el mundo. María es el Israel santo; ella dice «sí» al Señor, se pone plenamente a su disposición, y así se convierte en el templo vivo de Dios.
La segunda imagen es mucho más difícil y oscura. Esta metáfora, tomada del libro del Génesis, nos habla de una gran distancia histórica, que sólo con esfuerzo se puede aclarar; sólo a lo largo de la historia ha sido posible desarrollar una comprensión más profunda de lo que allí se refiere. Se predice que, durante toda la historia, continuará la lucha entre el hombre y la serpiente, es decir, entre el hombre y las fuerzas del mal y de la muerte. Pero también se anuncia que «el linaje» de la mujer un día vencerá y aplastará la cabeza de la serpiente, la muerte; se anuncia que el linaje de la mujer —y en él la mujer y la madre misma— vencerá, y así, mediante el hombre, Dios vencerá. Si junto con la Iglesia creyente y orante nos ponemos a la escucha ante este texto, entonces podemos comenzar a comprender qué es el pecado original, el pecado hereditario, y también cuál es la defensa contra este pecado hereditario, qué es la redención.
¿Cuál es el cuadro que se nos presenta en esta página? El hombre no se fía de Dios. Tentado por las palabras de la serpiente, abriga la sospecha de que Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que limita nuestra libertad, y que sólo seremos plenamente seres humanos cuando lo dejemos de lado; es decir, que sólo de este modo podemos realizar plenamente nuestra libertad.
El hombre vive con la sospecha de que el amor de Dios crea una dependencia y que necesita desembarazarse de esta dependencia para ser plenamente él mismo.
El hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de su vida. Él quiere tomar por sí mismo del árbol del conocimiento el poder de plasmar el mundo, de hacerse dios, elevándose a su nivel, y de vencer con sus fuerzas a la muerte y las tinieblas. No quiere contar con el amor que no le parece fiable; cuenta únicamente con el conocimiento, puesto que le confiere el poder. Más que el amor, busca el poder, con el que quiere dirigir de modo autónomo su vida. Al hacer esto, se fía de la mentira más que de la verdad, y así se hunde con su vida en el vacío, en la muerte.
Amor no es dependencia, sino don que nos hace vivir. La libertad de un ser humano es la libertad de un ser limitado y, por tanto, es limitada ella misma. Sólo podemos poseerla como libertad compartida, en la comunión de las libertades: la libertad sólo puede desarrollarse si vivimos, como debemos, unos con otros y unos para otros. Vivimos como debemos, si vivimos según la verdad de nuestro ser, es decir, según la voluntad de Dios. Porque la voluntad de Dios no es para el hombre una ley impuesta desde fuera, que lo obliga, sino la medida intrínseca de su naturaleza, una medida que está inscrita en él y lo hace imagen de Dios, y así criatura libre.
Si vivimos contra el amor y contra la verdad —contra Dios—, entonces nos destruimos recíprocamente y destruimos el mundo. Así no encontramos la vida, sino que obramos en interés de la muerte. Todo esto está relatado, con imágenes inmortales, en la historia de la caída original y de la expulsión del hombre del Paraíso terrestre.
Queridos hermanos y hermanas, si reflexionamos sinceramente sobre nosotros mismos y sobre nuestra historia, debemos decir que con este relato no sólo se describe la historia del inicio, sino también la historia de todos los tiempos, y que todos llevamos dentro de nosotros una gota del veneno de ese modo de pensar reflejado en las imágenes del libro del Génesis. Esta gota de veneno la llamamos pecado original.
Precisamente en la fiesta de la Inmaculada Concepción brota en nosotros la sospecha de que una persona que no peca para nada, en el fondo es aburrida; que le falta algo en su vida: la dimensión dramática de ser autónomos; que la libertad de decir no, el bajar a las tinieblas del pecado y querer actuar por sí mismos forma parte del verdadero hecho de ser hombres; que sólo entonces se puede disfrutar a fondo de toda la amplitud y la profundidad del hecho de ser hombres, de ser verdaderamente nosotros mismos; que debemos poner a prueba esta libertad, incluso contra Dios, para llegar a ser realmente nosotros mismos. En una palabra, pensamos que en el fondo el mal es bueno, que lo necesitamos, al menos un poco, para experimentar la plenitud del ser.
Pensamos que Mefistófeles —el tentador— tiene razón cuando dice que es la fuerza «que siempre quiere el mal y siempre obra el bien» (Johann Wolfgang von Goethe, Fausto I, 3). Pensamos que pactar un poco con el mal, reservarse un poco de libertad contra Dios, en el fondo está bien, e incluso que es necesario.
Pero al mirar el mundo que nos rodea, podemos ver que no es así, es decir, que el mal envenena siempre, no eleva al hombre, sino que lo envilece y lo humilla; no lo hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña y lo empequeñece. En el día de la Inmaculada debemos aprender más bien esto: el hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un títere de Dios, en una persona aburrida y conformista; no pierde su libertad. Sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien. El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más pequeño, sino más grande, porque gracias a Dios y junto con él se hace grande, se hace divino, llega a ser verdaderamente él mismo. El hombre que se pone en manos de Dios no se aleja de los demás, retirándose a su salvación privada; al contrario, sólo entonces su corazón se despierta verdaderamente y él se transforma en una persona sensible y, por tanto, benévola y abierta.
Cuanto más cerca está el hombre de Dios, tanto más cerca está de los hombres. Lo vemos en María. El hecho de que está totalmente en Dios es la razón por la que está también tan cerca de los hombres. Por eso puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos, en cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad y en su pecado, porque ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad creativa.
En ella Dios graba su propia imagen, la imagen de Aquel que sigue la oveja perdida hasta las montañas y hasta los espinos y abrojos de los pecados de este mundo, dejándose herir por la corona de espinas de estos pecados, para tomar la oveja sobre sus hombros y llevarla a casa.
Como Madre que se compadece, María es la figura anticipada y el retrato permanente del Hijo. Y así vemos que también la imagen de la Dolorosa, de la Madre que comparte el sufrimiento y el amor, es una verdadera imagen de la Inmaculada. Su corazón, mediante el ser y el sentir con Dios, se ensanchó. En ella, la bondad de Dios se acercó y se acerca mucho a nosotros. Así, María está ante nosotros como signo de consuelo, de aliento y de esperanza. Se dirige a nosotros, diciendo: «Ten la valentía de osar con Dios. Prueba. No tengas miedo de él. Ten la valentía de arriesgar con la fe. Ten la valentía de arriesgar con la bondad. Ten la valentía de arriesgar con el corazón puro. Comprométete con Dios; y entonces verás que precisamente así tu vida se ensancha y se ilumina, y no resulta aburrida, sino llena de infinitas sorpresas, porque la bondad infinita de Dios no se agota jamás».
En este día de fiesta queremos dar gracias al Señor por el gran signo de su bondad que nos dio en María, su Madre y Madre de la Iglesia. Queremos implorarle que ponga a María en nuestro camino como luz que nos ayude a convertirnos también nosotros en luz y a llevar esta luz en las noches de la historia. Amén.
[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede]