CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 16 diciembre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la tercera predicación que, como preparación a la Navidad, pronunció en la mañana de este viernes de la III semana de Adviento, ante el Santo Padre y sus colaboradores de la Curia, el predicador de la Casa Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa OFMCap.
En la capilla «Redemptoris Mater» del Palacio Apostólico, el padre Cantalamessa ofrece con sus predicaciones una serie de reflexiones sobre el tema «Nosotros predicamos a Cristo Jesús como Señor (2 Cor 4,5). La fe en Cristo hoy». La próxima y última tendrá lugar el 23 de diciembre.
La primera predicación de Adviento se publicó íntegramente en Zenit el 2 de diciembre; la segunda el 9 de diciembre .
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Tercera predicación de Adviento
a la Casa Pontificia
LA JUSTICIA QUE DERIVA DE LA FE EN CRISTO
La fe en Cristo en San Pablo
1. Justificados por la fe en Cristo
La vez pasada hemos buscado caldear nuestra fe en Cristo al contacto con la del evangelista Juan; en esta ocasión intentamos hacer lo mismo al contacto con la fe del apóstol Pablo.
Cuando San Pablo, desde Corinto, en los años 57-58, escribió la Carta a los Romanos, debía estar aún vivo y ardiente en él el recuerdo del rechazo hallado algún año antes en Atenas en su discurso en el Areópago. No obstante, al inicio de la Epístola se dice seguro de haber recibido la gracia del apostolado «para predicar la obediencia de la fe entre todos los gentiles» (Rm 1,5).
¡La obediencia y, por añadidura, entre todos los gentiles! El fracaso no había arañado en lo más mínimo su certeza de que «el Evangelio es poder de Dios para todo el que cree» (Rm 1,16). En aquel momento, la inmensa tarea de llevar el Evangelio a los confines del mundo estaba aún toda por delante. ¿No debía parecer una tarea imposible y absurda? Pero Pablo decía: «Sé bien en quién tengo puesta mi fe» (2 Tm 1,12), y dos mil años han dado razón a la audacia de su fe.
Reflexionaba sobre estas cosas la primera vez que visité Atenas y Corinto y me decía: «Si tuviéramos hoy un granito de esta fe de Pablo, no nos dejaríamos intimidar por el hecho de que el mundo está todavía en gran parte por evangelizar y que, es más, rechaza, a veces desdeñosamente, como los areopagitas, dejarse evangelizar».
La fe en Cristo, para Pablo, es todo. «La vida que vivo al presente en la carne –escribe a modo de testamento en la Epístola a los Gálatas–, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20) [1]
Cuando se habla de fe en San Pablo el pensamiento corre espontáneamente al gran tema de la justificación mediante la fe en Cristo. Y sobre ello deseamos concentrar la atención, no para trazar ahí la enésima discusión, sino para acoger su consolador mensaje. Decía en la primera meditación que actualmente existe la necesidad de una predicación kerigmática, apta para suscitar la fe allí donde no existe aún o ha muerto. La justificación gratuita mediante la fe en Cristo es el corazón de tal predicación y es una lástima que esté en cambio prácticamente ausente de la predicación ordinaria de la Iglesia.
Al respecto ha sucedido algo extraño. A las objeciones agitadas por los reformadores, el Concilio de Trento había dado una respuesta católica en la que había lugar para la fe y para las buenas obras, cada una, se entiende, en su orden. No se salva uno por las buenas obras, pero no se salva sin las buenas obras. De hecho sin embargo, desde el momento en que los protestantes insistían unilateralmente en la fe, la predicación y la espiritualidad católica acabaron por aceptar casi sólo la ingrata tarea de recordar la necesidad de las buenas obras y de la aportación personal a la salvación. El resultado es que la gran mayoría de los católicos llegaba al final de la vida sin haber oído jamás un anuncio directo de la justificación gratuita mediante la fe, sin demasiados «peros».
Después del acuerdo sobre este tema de octubre de 1999, entre la Iglesia católica y la Federación mundial de las Iglesias luteranas, la situación cambió en línea de principio, pero cuesta aún pasar a la práctica. En el texto de aquel acuerdo se expresa el deseo de que la doctrina común sobre la justificación pase ahora a la práctica, haciéndose experiencia vivida por parte de todos los creyentes y no sólo objeto de doctas disputas entre teólogos. Es lo que nos proponemos lograr, al menos en pequeña parte, con la presente meditación. Leamos ante todo el texto:
«Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús» (Rm 3, 23-26).
No se entiende nada de este texto, y hasta acabaría por inspirar miedo más que consolación (como ocurrió de hecho por siglos), si no se interpreta correctamente la expresión «justicia de Dios». Fue Lutero quien redescubrió que «justicia de Dios» no indica aquí su castigo, o peor, su venganza, respecto al hombre, sino que indica, al contrario, el acto mediante el cual Dios «hace justo» al hombre. (Él verdaderamente decía «declara», no «hace», justo, porque pensaba en una justificación extrínseca y forense, en una imputación de justicia, más que un real ser hechos justos).
He dicho «redescubrió», porque mucho antes que él San Agustín había escrito: «La “justicia de Dios” es aquella gracias a la cual, por su gracia, él hace de nosotros justos (iustitia Dei, qua iusti eius munere efficimur), exactamente como la “salvación del Señor” (Sal 3,9) es aquella por la cual Dios hace de nosotros salvados» [2].
El concepto de «justicia de Dios» se explica así en la Carta a Tito: «Cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia» (Tt 3, 4-5). Decir: «Se ha manifestado la justicia de Dios» equivale por lo tanto a decir: se ha manifestado la bondad de Dios, su amor, su misericordia. No son los hombres quienes, de improviso, han cambiado vida y costumbres y se han puesto a hacer el bien; la novedad es que Dios ha actuado, ha tendido el primero su mano al hombre pecador y su acción ha cumplido los tiempos.
Aquí está la novedad que distingue a la religión cristiana de cualquiera. Cualquier otra religión traza al hombre un camino de salvación, mediante observancias prácticas o especulaciones intelectuales, prometiéndole, como premio final, la salvación o la iluminación, pero dejándole sustancialmente solo en la realización de tal tarea. El cristianismo no comienza por lo que el hombre debe hacer para salvarse, sino con lo que Dios ha hecho para salvarle. El orden es al revés.
Es verdad que amar a Dios con todo el corazón es «el primer y mayor de los mandamientos», pero el de los mandamientos no es el primer orden, es el segundo. Antes del orden de los mandamientos está el orden del don, de la gracia. ¡El cristianismo es la religión de la gracia! Si no se tiene en cuenta esto el diálogo interreligioso no podrá más que generar confusión y dudas en el corazón de muchos cristianos.
2. Justificación y conversión
Desearía ahora mostrar cómo la doctrina de la justificación gratuita por fe no es una invención de Pablo, sino la pura enseñanza de Jesús. Al inicio de su ministerio, Jesús iba proclamando: «E
l tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Lo que Cristo encierra en la expresión «Reino de Dios» –esto es, la iniciativa salvífica de Dios, su ofrecimiento de salvación a la humanidad–, San Pablo lo llama «justicia de Dios», pero se trata de la misma realidad fundamental: «Reino de Dios» y «justicia de Dios» son acercados entre sí por Jesús mismo cuando dice: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33). «Jesús –escribía San Cirilo de Alejandría– llama “reino de Dios” a la justificación mediante la fe, la purificación bautismal y la comunión del Espíritu» [3].
Cuando Jesús decía: «Convertíos y creed en el Evangelio», ya enseñaba por lo tanto la justificación mediante la fe. Antes de él, convertirse significaba siempre «volver atrás» (como indica el mismo término empleado, en hebreo, para esta acción, esto es, el término shub); significaba regresar a la alianza violada mediante una renovada observancia de la ley.
Convertirse, consecuentemente, tiene un significado principalmente ascético, moral y penitencial, y se realiza cambiando la conducta de vida. La conversión es vista como condición para la salvación; el sentido es: convertíos y seréis salvos; convertíos y la salvación llegará a vosotros. En boca de Jesús este significado moral pasa a un segundo plano (al menos al inicio de su predicación), respecto a un significado nuevo, hasta ahora desconocido.
Convertirse ya no significa volver atrás, a la antigua alianza y a la observancia de la ley; significa más bien dar un salto adelante, entrar en la nueva alianza, aferrar este Reino que ha aparecido, entrar en él. Y entrar en él mediante la fe: «Convertíos y creed» no significa dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción: convertíos, esto es, creed; ¡convertíos creyendo! «Prima conversio ad Deum fit per fidem», escribe Santo Tomás de Aquino: «La primera conversión a Dios consiste en creer» [4].
«Convertíos y creed» significa por lo tanto: pasad de la antigua alianza, basada en la ley, a la nueva alianza, basada en la fe. El Apóstol dice lo mismo con la doctrina de la justificación mediante la fe. La única diferencia es debida a lo que ha sucedido, mientras tanto, entre la predicación de Jesús y la de Pablo: Cristo ha sido rechazado y llevado a la muerte por los pecados de los hombres. La fe «en el Evangelio» («creed en el Evangelio») ahora se configura como fe «en Jesucristo», «en su sangre» (Rm 3, 25).
3. La fe-apropiación
Todo, por lo tanto, depende de la fe. Pero sabemos que hay diferentes tipos de fe: está la fe-asentimiento del intelecto, la fe-confianza, la fe-estabilidad, como la llama Isaías (7,9). ¿De qué fe se trata cuando se habla de la justificación «mediante la fe»? Se trata de una fe del todo especial: la fe-apropiación. No me canso de citar al respecto un texto de San Bernardo:
«Por mi parte lo que no puedo obtener por mí mismo me lo apropio (“¡usurpo!”) con confianza del costado traspasado del Señor porque está lleno de misericordia. Mi mérito, por eso, es la misericordia de Dios. Mi mérito no es lo que yo he hecho, es la misericordia de Dios. Ciertamente no soy pobre en lo que se refiere a méritos mientras siga siendo Él rico en misericordia. Que si las misericordias del Señor son muchas (Sal 119,156), también yo tendré méritos en abundancia. ¿Qué hay entonces de “mi” justicia? Pues, Señor, recordaré sólo tu justicia, pues esa es también la mía, porque tú eres para mí justicia de parte de Dios». [5]
Está escrito de hecho: «Cristo Jesús se hizo para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención» (1 Co 1,30). «Para nosotros», ¡no para sí mismo! Ya que nosotros pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos, habiéndonos él comprado a buen precio (1 Co 6,20), inversamente lo que es de Cristo nos pertenece más que si fuera nuestro. Yo llamo a esto el golpe de audacia, o el aletazo, en la vida cristiana.
San Cirilo de Jerusalén expresaba así, en otras palabras, la misma convicción: «¡Oh bondad extraordinaria de Dios hacia los hombres! Los justos del Antiguo Testamento agradaron a Dios en las fatigas de largos años; pero lo que ellos llegaron a obtener, a través de un largo y heroico servicio agradable a Dios, Jesús te lo da en el breve espacio de un ahora. En efecto, si tu crees que Jesucristo es el Señor y que Dios le ha resucitado de entre los muertos, serás salvo y serás introducido en el paraíso por aquél mismo que allí introdujo al buen ladrón» [6].
4. Justificación y confesión
Decía al comienzo que la justificación gratuita mediante la fe debe transformarse en experiencia vivida por el creyente. Los católicos tenemos en eso una ventaja enorme: los sacramentos y, en particular, el sacramento de la reconciliación. Éste nos ofrece un medio excelente e infalible para experimentar de nuevo cada vez la justificación mediante la fe. En ella se renueva lo que sucedió una vez en el bautismo en el que, dice Pablo, el cristiano ha sido «lavado, santificado y justificado» (Cf. 1 Co 6,11).
En la confesión ocurre cada vez el «admirable intercambio», el admirabile commercium. ¡Cristo toma sobre sí mis pecados y yo tomo sobre mí su justicia! En Roma, como en cualquier gran ciudad, hay desgraciadamente muchos llamados vagabundos, pobres hermanos vestidos con sucios harapos que duermen a la intemperie arrastrando consigo sus pocas cosas. Imaginemos qué sucedería si un día se corriera la voz de que en Via Condotti hay una boutique de lujo donde cada uno de ellos puede acudir, dejar sus harapos, darse una buena ducha, elegir la ropa que más le guste y llevársela así, gratuitamente, «sin gastos ni dinero», porque por algún desconocido motivo al propietario le ha dado por la generosidad.
Es lo que acontece en cada confesión bien hecha. Jesús lo inculcó con la parábola del hijo pródigo: «Traed aprisa el mejor vestido» (Lc 15, 22). Levantándonos de nuevo después de cada confesión podemos exclamar con las palabras de Isaías: «Me ha revestido de ropas de salvación, en manto de justicia me ha envuelto» (Is 61,10). Se repite cada vez la historia del publicano: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!». «Os digo que éste bajó a su casa justificado» (Lc 18,13s.).
5. «Para que yo pueda conocerle a Él»
¿De dónde sacó San Pablo el maravilloso mensaje de la justificación gratuita por medio de la fe, en sintonía, como hemos visto, con el de Jesús? No lo obtuvo de los libros de los Evangelios, que aún no habían sido escritos, sino si acaso de las tradiciones orales sobre la predicación de Jesús y sobre todo de la propia experiencia personal, esto es, de cómo Dios había actuado en su vida. Él mismo lo afirma diciendo que el Evangelio que predica (¡este Evangelio de la justificación por fe!) no lo ha aprendido de hombres, sino por revelación de Jesucristo, y pone en relación tal revelación con el acontecimiento de la propia conversión (Cf. Ga 1,11 ss).
Al leer la descripción que San Pablo hace de su conversión, en Filipenses 3, me viene a la mente la imagen de un hombre que avanza de noche, a través de un bosque, a la pálida lumbre de una vela. Presta mucha atención para que no se apague, pues es todo lo que tiene para hacer el camino. Pero después he aquí que, siguiendo su marcha, llega el alba; en el horizonte surge el sol, su lucecita palidece rápidamente hasta que ya ni se percata de tenerla en la mano y la tira.
La lucecita era para Pablo su justicia, un mísero pabilo humeante, aunque fundado en títulos altisonantes: circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, hebreo, fariseo, irreprensible en la observancia de la ley… (Cf. Flp 3,5-6). Un buen día, también en el horizonte de su vida apareció el sol: el «sol
de justicia» que él llama, en este texto, con infinita devoción, «Cristo Jesús, mi Señor», y entonces su justicia le pareció «pérdida», «basura», y no quiso ya ser hallado con una justicia suya, sino con la que deriva de la fe. Dios le hizo experimentar antes, dramáticamente, aquello que le llamaba a revelar a la Iglesia.
En este texto autobiográfico aparece claro que el centro focal de todo no es, para Pablo, una doctrina, aunque fuera la de la justificación mediante la fe, sino una persona, Cristo. Lo que desea sobre toda cosa es «ser hallado en él», «conocerle a él», donde aquel sencillo pronombre personal dice infinitas cosas. Muestra que, para el Apóstol, Cristo era una persona real, viva, no una abstracción, un conjunto de títulos y de doctrinas.
La unión mística con Cristo, mediante la participación en su Espíritu (el vivir «en Cristo», o «en el Espíritu»), es para él la meta final de la vida cristiana; la justificación mediante la fe es sólo el inicio y un medio para alcanzarla [7]. Esto nos invita a superar las contingentes interpretaciones polémicas del mensaje paulino, centradas en el tema fe-obras, para reencontrar, por debajo de ellas, el genuino pensamiento del Apóstol. Lo que a él le importa ante todo afirmar no es que estamos justificados por la fe, sino que estamos justificados por la fe en Cristo; no es tanto que estamos justificados por la gracia, cuanto que estamos justificados por la gracia de Cristo.
Es Cristo el corazón del mensaje, antes aún que la gracia y la fe. Después de haber, en los precedentes dos capítulos y medio de la Carta a los Romanos, presentado a la humanidad entera en su estado universal de pecado y de perdición («todos pecaron y están privados de la gloria de Dios»), el Apóstol tiene el increíble valor de proclamar que esta situación ha cambiado ahora radicalmente para todos, judíos y griegos, «en virtud de la redención realizada en Cristo», «por la obediencia de un solo hombre» (Rm 3,24; 5,19).
La afirmación de que esta salvación se recibe por fe, y no por las obras, está presente en el texto y era tal vez lo más urgente de aclarar en tiempo de Lutero. Pero aquélla llega en segundo lugar, no en primero, especialmente en la Carta a los Romanos, donde la polémica contra los judaizantes está mucho menos presente que en la Carta a los Gálatas. Se cometió el error de reducir a un problema de escuelas, dentro del cristianismo, la que era, para el Apóstol, una afirmación de alcance mucho más amplio y universal.
En la descripción de las batallas medievales hay siempre un momento en el que, superados los arqueros, la caballería y todo lo demás, la refriega se concentraba en torno al rey. Ahí se decidía el resultado final de la batalla. También para nosotros la batalla hoy está en torno al rey. Como en el tiempo de Pablo, la persona de Jesucristo es lo que verdaderamente está en juego, no tal o cual doctrina relativa a él, por importante que ésa sea. El cristianismo «permanece o se cae» con Jesucristo y con nada más.
6. Olvido del pasado
En la continuación del texto autobiográfico de Filipenses 3, Pablo nos sugiere una idea práctica con la que concluir nuestra reflexión:
«Hermanos, yo no creo haber alcanzado todavía [la perfección], pero una cosa hago: olvido el pasado y me lanzo hacia el futuro, corriendo hacia la meta para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alto, en Cristo Jesús» (Flp 3,12-14).
«Olvido el pasado». ¿Qué «pasado»? ¿El de fariseo, del que habló antes? No, ¡el pasado de apóstol, en la Iglesia! Ahora la «ganancia» a considerar «pérdida» es otra: es precisamente el haber ya considerado una vez todo una pérdida a causa de Cristo. Era natural pensar: «¡Qué valor, ese Pablo: abandonar una carrera de rabino tan bien encaminada por una oscura secta de galileos! ¡Y qué cartas ha escrito! ¡Cuántos viajes ha emprendido, cuantas iglesias ha fundado!».
El Apóstol advirtió confusamente el peligro mortal de volver a poner entre él y Cristo una «justicia propia» derivada de las obras –esta vez las obras realizadas por Cristo–, y reaccionó enérgicamente. «Yo no creo –dice– haber alcanzado la perfección». San Francisco de Asís, en una situación similar, abreviaba ante cualquier tentación de autocomplacencia diciendo: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor, porque hasta ahora poco o nada hemos hecho». [8]
Esta es la conversión más necesaria para aquellos que ya han seguido a Cristo y han vivido a su servicio en la Iglesia. Una conversión del todo especial, que no consiste en abandonar el mal, sino, en cierto sentido, ¡en abandonar el bien! Esto es, en despegarse de todo lo que se ha hecho, repitiéndose a uno mismo, según la sugerencia de Cristo: «Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17,10). ¡Y ni siquiera, tal vez, lo bien que debíamos hacerlo!
Un bello relato navideño nos hace desear llegar así a Navidad, con el corazón pobre y vacío de todo. Entre los pastores que acudieron la noche de Navidad a adorar al Niño había uno tan pobrecito que no tenía nada que ofrecer y ser avergonzaba mucho. Llegados a la gruta, todos rivalizaban para ofrecer sus regalos. María no sabía cómo recibirlos todos, al tener en brazos al Niño. Entonces, viendo al pastorcillo con las manos libres, le confió a Jesús. Tener las manos vacías fue su fortuna y, en otro plano, será también la nuestra.
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[1] Hay actualmente quien querría ver en la expresión «fe del Hijo de Dios», o «fe de Cristo», frecuente en los escritos paulinos (Rm 3,22.26; Ga 2, 16; 2,20; 3, 22; Flp 3,9), un genitivo subjetivo, como si se tratara de la fe propia de Cristo o de la fidelidad de la que él da prueba sacrificándose por nosotros. Prefiero atenerme a la interpretación tradicional, seguida también por autorizados exégetas contemporáneos (Cf. Dunn, op. cit., pp. 380-386), que ve en Cristo el objeto, no el sujeto de la fe; no por lo tanto la fe de Cristo (suponiendo que se pueda hablar de fe en él), sino la fe en Cristo. Sobre ella el Apóstol funda la propia vida y nos invita a fundar la nuestra.
[2] S. Agustín, El Espíritu y la letra, 32, 56 (PL 44, 237).
[3] S. Cirilo Al., Comentario al Evangelio de Lucas, 22,26 (PG 72905).
[4] S. Tomás de Aquino, S.Th, I-IIae, q.113, a. 4.
[5] Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cántico, 61, 4-5 (PL 183, 1072).
[6] Cirilo de Jerusalén, Catequesis V, 10 ( PG 33, 517).
[7] Cf. J. D.G. Dunn, La teología de apóstol Pablo, Brescia, Paideia, 1999, p.421.
[8] Celano, Vida primera, 103 (Fuentes Franciscanas, n. 500).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]