CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 28 agosto 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje del Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes con ocasión de la Jornada Mundial del Turismo que se celebrará el 27 de septiembre de 2006.
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Queridos amigos:
«El Turismo es riqueza». Es el tema que se ha elegido para la celebración, este año, de la Jornada Mundial del Turismo, que tiene lugar, como de costumbre, el 27 de septiembre. Con tal ocasión, queremos saludar con afecto, en particular, a todos los que trabajan en el sector turístico y expresar nuestros mejores votos a los turistas y a quienes los acogen con trato humano, gentil y, muchos de ellos, también cristiano.
Aumenta cada vez más el número de los que viven el fenómeno del turismo, de grandes proporciones y significado, como experiencia propia o de otros. Viajar y visitar son verbos que se aplican muy bien a muchas personas, atraídas por el encanto de lo desconocido, aunque lo hayan entrevisto sólo alguna vez gracias a los medios de comunicación, a las agencias de viaje o a los relatos de otros. Admirar y desear son propios también de una gran parte de la humanidad, interpelada por tantos viajes y visitas. Reciprocidad, pues, de una experiencia real de espacio y cultura, pletóricos de diferencias, y del deseo lleno de interrogantes, de los cuales muchos se quedan sin una respuesta. Reciprocidad activa y pasiva, que alimenta, por lo demás, los desequilibrios en nuestro planeta, que abre nuevas posibilidades de encuentro, estimula el desarrollo, provoca también pánico y desafía la conciencia.
Pero, ¿de qué experiencia se trata? La respuesta es plural, si bien en un mismo contexto. Para muchos es de tierra, aire, verde, de la naturaleza, en una palabra, de bosques o montaña, da agua, mar y viento. Otros se refieren al avión, al tren, al automóvil. Para no pocos, se trata de una ocasión económica, de negocios, de monopolio o tarjeta de crédito, de capital, intereses y Bolsa. Para algunos – ojalá sean muchos y vayan aumentando – son vínculos con personas, cercanos, con la familia y la comunidad, con corazón y sentimiento, con delicadeza y respeto. Para un gran número, se trata de espera y esperanza, de confianza y de perseverancia, de espíritu y fe y futuro. Para otros, es la historia la que se manifiesta, el patrimonio artístico, los archivos, la biblioteca, la pintura y las esculturas, el poema, la literatura, la catedral, la iglesia, el templo, la mezquita, el palacio, el documento diplomático, la cultura y … también la cocina. Riqueza con muchas facetas, pues, y unidas, en todos los rincones de nuestro amplio mundo. Riqueza que se cruza con hegemonías en el tiempo y en el espacio.
Los pueblos se encuentran, las visitas se multiplican, en un movimiento turístico incesante. Se admiran las riquezas de gentes que, no obstante, padecen el subdesarrollo. Al terminar un viaje, se estimulan los sentimientos de solidaridad, a menudo de una débil consistencia. Pero queda la impresión – gracias a Dios – de que el sistema económico-financiero no es único, sino más bien hegemónico, y no es el mejor pero el actual, fuente de grandes desequilibrios. Queda la impresión de una humanidad mucho más rica, cuando se abren a los otros las ventanas de un sistema, dando así acceso a los tesoros culturales, históricos, naturales, estéticos, humanos y espirituales que cada pueblo conserva más o menos celosamente.
Cómo no recordar, a este respecto, las palabras del Papa Juan Pablo II cuando afirmaba: «El contacto con el otro lleva más bien a descubrir su ‘secreto’, a abrirse a él para aceptar sus aspectos válidos y contribuir así a un conocimiento mayor de cada uno. Es un proceso largo, encaminado a formar sociedades y culturas, haciendo que sean cada vez más reflejo de los multiformes dones de Dios a los hombres» («Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado», 2005, n. 1.).
El turismo es riqueza, precisamente en la medida en que ayuda a relativizar los sistemas denominados «ricos» y los abre a la percepción de otras maneras de «ser ricos». La naturaleza, en su riqueza original, tal como la presenta el ciclo cósmico, es esa madre acogedora que se abraza con los ojos al contemplar el Everest o el Kilimangiaro, que se palpa en el azul del océano, que acogemos con ternura en el profundo gris de la Selva Negra, o que se admira cuando, volando sobre las alas de un avión, vemos debajo casi un tapete de algodón, mientras en lo alto reina el azul soberano del cielo.
El patrimonio cultural pone de relieve la historia de todos, que ha dejado rastros de las civilizaciones en los campanarios y minaretes, en los frescos y las pirámides, en los puentes y en los satélites espaciales. Es una riqueza sin límites, que pertenece a todos, patrimonio común de la humanidad, que no sólo da voz al trabajo humano, sino que también ofrece a cada uno la memoria de los vínculos que unen a las generaciones pasadas, que estructuran la historia. El turismo revela, pues, una riqueza universal que no rechaza al hombre sino que más bien conserva sus huellas, sus recuerdos.
Ese patrimonio sostiene también el espléndido vitral que nos constituye a cada uno de nosotros, como individuos y como miembros de una comunidad, con nuestras diferencias y semejanzas al mismo tiempo, en nuestro pproprio contexto y dignidad; una riqueza que afirmamos inmortal: «El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25). Magnífico vitral, el nuestro, formado por distintos elementos y polícromo, y cuya riqueza se combina con la solidaridad. La belleza le es dada también por la aceptación de otros rostros y por eso el vitral llega a ser la imagen de la humanidad entera. Nadie es una copia, somos todos piezas únicas y no el resultado de la clonación; somos la expresión de la vida de Otro que es la Vida: «Vino como testigo para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyeran por él» (Jn 1,7). En todos se halla el sello del misterio y cada uno se caracteriza por el deseo de lo Absoluto, marca de fábrica para indicar que Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza (cfr. Jn 1,27).
Por eso el hombre es el patrimonio más precioso (Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica «Centesimus annus», n. 33.), incluso con un valor estético insospechado, a la luz de la fe, también en comunidad , pues es fruto del Amor de la Eterna comunidad (Cfr. BENEDICTO XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, n. 17.), en un soplo (Jn 2,7) arrobador de comunión inigualable, por lo cual se presenta como imagen Suya con el rostro sereno o duro, con los mas variados colores de la piel, sobre el cual bajan a menudo las lágrimas de un agua primitiva.
Pero ellas se secan con la esperanza de compartir, al final, «las insondables riquezas de Cristo» (Ef 3,8). Y el viaje, el encuentro con otros lugares y culturas, aparece como una nueva mañana, con una riqueza que se refleja en la cara de todo hermano o hermana, don permanente y perenne de Dios que se hace peregrino y visita a cada uno con el rostro de su Hijo bendito: «A Él la gloria y el poder para siempre» (Ap 1,6).
Deseamos que este mensaje sirva de consuelo y estímulo, especialmente para los agentes de este importante sector de acción específica, de promoción humana y de evangelización.
En comunión con todos vosotros, os aseguramos nuestra oración por un feliz resultado de la Jornada desde el punto de vista pastoral.
Renato Raffaele Cardenal Martino
Presidente
Arzobispo Agostino Marchetto
Secretario
[Traducción distribuida por el Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes]