MADRID, sábado, 28 octubre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos esta profundización en las celebraciones de todos los santos y de los fieles difuntos presentada por Jesús de las Heras, director de la revista «Ecclesia».
Desde hace más de un milenio -a partir del siglo IX-, la Iglesia Católica celebra el 1 de noviembre la solemnidad litúrgica de Todos los Santos, día de precepto.
En ese mismo contexto celebrativo y temporal, los monjes benedictinos de la célebre abadía de Cluny, comenzaron también a celebrar al día siguiente -2 de noviembre- la conmemoración de los fieles difuntos, que pronto se extendió por toda la Iglesia y en el siglo XIV tenía también lugar en Roma.
Ambas están unidas por el denominador común de la vida eterna después de la vida terrena. Ambas han sido y siguen siendo muy populares hasta el que punto que el mes de noviembre es el mes de las ánimas, tiempo propicio, pues, para rezar por los difuntos y para reflexionar sobre la llamada doctrina de la Iglesia de los «Novísimos» o Escatología, que no es sino el dogma cristiano de la resurrección de los muertos y la respuesta al sentido de la vida y de la muerte.
1 de noviembre: Todos los Santos
El miércoles 1 de noviembre es la solemnidad litúrgica de Todos los Santos. Se trata de un popular y bien sentida fiesta cristiana, que al evocar a quienes nos han precedido en el camino de la fe y de la vida, gozan ya de la eterna bienaventuranza, son ya -por así decirlo- ciudadanos de pleno derecho del cielo, la patria común de toda la humanidad de todos los tiempos.
Esta solemnidad litúrgica, la Iglesia englobaba a todos los santos. Si durante el resto del año litúrgico se nos ofrecen las memorias de distintos y conocidos santos, en la fiesta del 1 de noviembre protagonistas, sobre todo, los santos anónimos, los santos desconocidos, los santos del pueblo, los santos de nuestras familias; santos, en definitiva, con rostro tan cercano hasta el punto se que no hay duda de que entre los santos del 1 de noviembre se incluyen amigos, paisanos, conocidos y familiares.
¿Y qué es ser santo? Afirmaba días atrás el Papa Benedicto XVI: «El santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios y por su perfecta verdad que éstas lo irán progresivamente transformando. Por esta belleza y verdad está dispuesto a renunciar a todo, también a sí mismo. Le es suficiente el amor de Dios, que experimenta y transmite en el servicio humilde y desinteresado del prójimo».
Santos de carne y hueso
Hace ya unos años el sacerdote y músico español Cesáreo Gabaraín, autor, por ejemplo, del popular «Tú has venido a la orillas», compuso una canción en la que nos describía lo que es la santidad. Decía la letra de la canción: «Un santo no es un ángel, es hombre de carne y hueso, que sabe levantarse y volver a caminar. El santo no se olvida del llanto de su hermano, ni piensa que más bueno subiéndose a un altar. Santo es el que vive su fe con alegría y lucha cada día pues vive para amar».
Además, la fiesta de Todos los Santos, es también una llamada apremiante a que vivamos todos nuestra vocación a la santidad según nuestros propios estados de vida, de consagración y de servicio. En este tema insistió mucho el Concilio Vaticano II, de cuya clausura se celebran ahora los 40 años. El capítulo V de su Constitución dogmática «Lumen Gentium» lleva por título «Universal vocación a la santidad en la Iglesia».
La santidad no es patrimonio de algunos pocos privilegiados. Es el destino de todos, como fue, como lo ha sido para esa multitud de santos anónimos a quienes hoy celebramos. Recordémoslo: «Un santo no es un ángel, es hombre de carne y hueso, que sabe levantarse y volver a caminar. El santo no se olvida del llanto de su hermano, ni piensa que más bueno subiéndose a un altar. Santo es el que vive su fe con alegría y lucha cada día pues vive para amar».
2 de noviembre: los fieles difuntos
El jueves 2 de noviembre es el día de la conmemoración de los fieles difuntos. Nuestros cementerios y, sobre todo, nuestro recuerdo y nuestro corazón se llenan de la memoria, de la oración ofrenda agradecidas y emocionadas a nuestros familiares y amigos difuntos.
La muerte es, sin duda, alguna la realidad más dolorosa, más misteriosa y, a la vez, más insoslayable de la condición humana. Como afirmara un célebre filósofo alemán del siglo XX, «el hombre es un ser para la muerte». Sin embargo, desde la fe cristiana, el fatalismo y pesimismo de esta afirmación existencialista y real, se ilumina y se llena de sentido. Dios, al encarnarse en Jesucristo, no sólo ha asumido la muerte como etapa necesaria de la existencia humana, sino que la ha transcendido, la ha vencido. Ha dado la respuesta que esperaban y siguen esperando los siglos y la humanidad entera a la nuestra condición pasajera y caduca. La muerte ya no es final del camino. No vivimos para morir, sino que la muerte es la llave de la vida eterna, el clamor más profundo y definitivo del hombre de todas las épocas, que lleva en lo más profundo de su corazón el anhelo de la inmortalidad.
En el Evangelio y en todo el Nuevo Testamento encontramos la luz y la respuesta a la muerte. Las vidas de los santos y su presencia tan viva y tan real entre nosotros, a pesar de haber fallecido, corroboran este dogma central del cristianismo que es la resurrección de la carne y la vida del mundo futuro, a imagen de Jesucristo, muerto y resucitado.
Morir se acaba
Meses antes de fallecer, en junio de 1990, ya muy visitado por la hermana enfermedad, el periodista, sacerdote, escritor y poeta José Luis Martín Descalzo, escribió, con jirones de su propio cuerpo y de su propia alma, versos bellísimos y tan cristianos sobre la muerte.
Dicen así: «Morir sólo es morir. Morir se acaba./Morir es una hoguera fugitiva./Es cruzar una puerta a la deriva/y encontrar lo que tanto se buscaba./Acabar de llorar y hacer preguntas,/ver al Amor sin enigmas ni espejos;/descansar de vivir en la ternura;/tener la paz , la luz, la casa juntas/y hallar, dejando los dolores lejos,/la Noche-luz tras tanta noche oscura».
ZS06102802