CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 29 octubre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI, el 19 de octubre, en Verona, durante su visita pastoral con ocasión del IV Congreso Nacional de la Iglesia italiana.
La celebración eucarística, que presidió estadio de fútbol «Bentegodi», se llenó completamente con 42.000 peregrinos, mientras que otros 60.000 siguieron la Misa a través de pantallas gigantes desde otros lugares de la ciudad.
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Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
En esta celebración eucarística vivimos el momento central de la IV Asamblea nacional de la Iglesia en Italia, que se reúne hoy en torno al Sucesor de Pedro. El corazón de todo acontecimiento eclesial es la Eucaristía, en la cual Cristo nuestro Señor nos convoca, nos habla, nos alimenta y nos envía. Es significativo que el lugar escogido para esta solemne liturgia sea el estadio de Verona: un espacio donde habitualmente no se celebran ritos religiosos, sino manifestaciones deportivas, implicando a miles de aficionados. Hoy este espacio acoge a Jesús resucitado, realmente presente en su Palabra, en la asamblea del pueblo de Dios con sus pastores y, de modo eminente, en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.
Cristo viene hoy a este areópago moderno para derramar su Espíritu sobre la Iglesia que está en Italia, a fin de que, reavivada con el soplo de un nuevo Pentecostés, sepa «comunicar el Evangelio en un mundo que cambia», como proponen las Orientaciones pastorales de la Conferencia episcopal italiana para el decenio 2000-2010.
A vosotros, venerados hermanos en el episcopado, con los presbíteros y los diáconos; a vosotros, queridos delegados de las diócesis y de las asociaciones laicales; a vosotros, religiosas, religiosos y laicos comprometidos, dirijo mi más cordial saludo, que extiendo a todos los que están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión.
Saludo y abrazo espiritualmente a toda la comunidad eclesial italiana, Cuerpo vivo de Cristo. Deseo expresar de modo especial mi aprecio a los que han trabajado largamente en la preparación y la organización de esta Asamblea: al presidente de la Conferencia episcopal, cardenal Camillo Ruini; al secretario general, mons. Giuseppe Betori, así como a los colaboradores de las diversas oficinas; al cardenal Dionigi Tettamanzi y a los demás miembros del comité preparatorio; al obispo de Verona, mons. Flavio Roberto Carraro, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido al inicio de la celebración, también en nombre de esta amada comunidad veronesa que nos acoge.
Saludo asimismo con deferencia al señor presidente del Gobierno y a las demás distinguidas autoridades presentes; un cordial agradecimiento, por último, a los agentes de la comunicación social que siguen los trabajos de esta importante asamblea de la Iglesia en Italia.
Las lecturas bíblicas, que se acaban de proclamar, iluminan el tema de la Asamblea: «Testigos de Jesús resucitado, esperanza del mundo». La palabra de Dios pone de relieve la resurrección de Cristo, acontecimiento que ha reengendrado a los creyentes a una esperanza viva, como dice el apóstol san Pedro al inicio de su primera carta (cf. 1 P 1, 3). Este texto ha constituido la base del itinerario de preparación para este gran encuentro nacional.
Como sucesor suyo, también yo exclamo con alegría: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (1 P 1, 3), porque mediante la resurrección de su Hijo nos ha reengendrado y, en la fe, nos ha dado una esperanza invencible en la vida eterna, a fin de que vivamos en el presente siempre proyectados hacia la meta, que es el encuentro final con nuestro Señor y Salvador. Con la fuerza de esta esperanza no tenemos miedo a las pruebas, las cuales, por más dolorosas y pesadas que sean, nunca pueden alterar la profunda alegría que brota en nosotros del hecho de ser amados por Dios. Él, en su providente misericordia, entregó a su Hijo por nosotros, y nosotros, aun sin verlo, creemos en él y lo amamos (cf. 1 P 1, 3-9). Su amor nos basta.
De la fuerza de este amor, de la firme fe en la resurrección de Jesús que funda la esperanza, nace y se renueva constantemente nuestro testimonio cristiano. Ahí radica nuestro «Credo», el símbolo de fe en el que se basó la predicación inicial y que, inalterado, sigue alimentando al pueblo de Dios. El contenido del “kerygma”, del anuncio, que constituye la esencia de todo el mensaje evangélico, es Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros.
Su resurrección es el misterio fundamental del cristianismo, el cumplimiento sobreabundante de todas las profecías de salvación, también de la que hemos escuchado en la primera lectura, tomada de la parte final del libro del profeta Isaías. De Cristo resucitado, primicia de la humanidad nueva, regenerada y regeneradora, nació en realidad, como anunció el profeta, el pueblo de los «pobres» que han abierto su corazón al Evangelio y se han convertido, y se siguen convirtiendo, en «robles de justicia», «plantación del Señor para manifestar su gloria», reconstructores de edificios en ruinas, restauradores de ciudades desoladas, reconocidos por todos como linaje bendito del Señor (cf. Is 61, 3-4. 9).
El misterio de la resurrección del Hijo de Dios, que, al subir al cielo para estar con el Padre, derramó sobre nosotros el Espíritu Santo, nos hace contemplar con la misma mirada a Cristo y a la Iglesia: el Resucitado y los resucitados, la Primicia y el campo de Dios, la Piedra angular y las piedras vivas, según otra imagen de la primera carta de san Pedro (cf. 1 P 2, 4-8). Así sucedió al inicio con la primera comunidad apostólica y así debe suceder también ahora.
Desde el día de Pentecostés la luz del Señor resucitado transfiguró la vida de los Apóstoles. Ya tenían la clara percepción de que no eran simplemente discípulos de una doctrina nueva e interesante, sino testigos elegidos y responsables de una revelación a la que estaba vinculada la salvación de sus contemporáneos y de todas las generaciones futuras.
La fe pascual colmaba su corazón con un ardor y un celo extraordinario, que los disponía a afrontar cualquier dificultad e incluso la muerte, e imprimía a sus palabras una fuerza de persuasión irresistible. Así, un puñado de personas desprovistas de recursos humanos, contando sólo con la fuerza de su fe, afrontó sin miedo duras persecuciones y el martirio. El apóstol san Juan escribe: «Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe» (1 Jn 5, 4). La verdad de esta afirmación está documentada también en Italia por casi dos milenios de historia cristiana, con innumerables testimonios de mártires, santos y beatos, que han dejado huellas indelebles en todos los rincones de la hermosa península en la que vivimos. Algunos de ellos han sido recordados al inicio de la Asamblea y sus rostros acompañan los trabajos.
Nosotros somos hoy los herederos de estos testigos victoriosos. Pero precisamente de esta constatación surge la pregunta: ¿Qué es de nuestra fe? ¿En qué medida sabemos comunicarla hoy?
La certeza de que Cristo resucitó nos asegura que ninguna fuerza contraria podrá jamás destruir la Iglesia. Nos anima también la conciencia de que sólo Cristo puede colmar plenamente las expectativas profundas de todo corazón humano y responder a los interrogantes más inquietantes sobre el dolor, la injusticia y el mal, sobre la muerte y el más allá.
Así pues, nuestra fe está fundada, pero es necesario que esta fe se transforme en vida en cada uno de nosotros. Es preciso realizar un esfuerzo amplio y capilar para que cada cristiano se convierta en «testigo» capaz y dispuesto a asumir el compromiso de dar a todos y siempre razón de la esperanza que lo impulsa (cf. 1 P 3, 15). Por esto, hace falta volver
a anunciar con vigor y alegría el acontecimiento de la muerte y la resurrección de Cristo, centro del cristianismo, fulcro fundamental de nuestra fe, palanca poderosa de nuestras certezas, viento impetuoso que barre todo miedo e indecisión, toda duda y cálculo humano.
Sólo de Dios puede venir el cambio decisivo del mundo. Sólo a partir de la Resurrección se comprende la verdadera naturaleza de la Iglesia y de su testimonio, que no es algo separado del misterio pascual, sino que es su fruto, manifestación y actuación por parte de los que, recibiendo al Espíritu Santo, son enviados por Cristo a proseguir su misma misión (cf. Jn 20, 21-23).
«Testigos de Jesús resucitado»: esta definición de los cristianos deriva directamente del pasaje evangélico de san Lucas que se ha proclamado hoy, pero también de los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 1, 8. 22). Testigos de Jesús resucitado. Es necesario entender bien ese «de». Quiere decir que el testigo es «de» Jesús resucitado, o sea, que pertenece a él, y precisamente en cuanto tal puede dar un testimonio eficaz de él, puede hablar de él, darlo a conocer, llevar a él, transmitir su presencia.
Es exactamente lo contrario de lo que sucede con la otra parte de la frase: «esperanza del mundo». Aquí la preposición «del» no indica pertenencia, porque Cristo no es del mundo, como los cristianos no deben ser del mundo. La esperanza, que es Cristo, está en el mundo, es para el mundo, pero lo es precisamente porque Cristo es Dios, es «el Santo» (en hebreo Qadosh). Cristo es esperanza para el mundo porque resucitó, y resucitó porque es Dios. También los cristianos pueden llevar al mundo la esperanza porque son de Cristo y de Dios en la medida en que mueren con él al pecado y resucitan con él a la vida nueva del amor, del perdón, del servicio, de la no violencia.
Como dice san Agustín: «Has creído, has sido bautizado: ha muerto la vida antigua, ha quedado muerta en la cruz, sepultada en el bautismo. Ha sido sepultada la vida antigua, en la que has vivido mal; que resucite la nueva» (Sermón Guelf. IX, en M. Pellegrino, Vox Patrum, 177). Los cristianos sólo pueden ser esperanza en el mundo y para el mundo si, como Cristo, no son del mundo.
Queridos hermanos y hermanas, mi deseo, que seguramente todos vosotros compartís, es que la Iglesia en Italia recomience desde esta Asamblea como impulsada por la palabra del Señor resucitado, que repite a todos y cada uno: sed en el mundo de hoy testigos de mi pasión y mi resurrección (cf. Lc 24, 48). En un mundo que cambia, el Evangelio no cambia. La buena nueva sigue siendo siempre la misma: Cristo murió y resucitó por nuestra salvación.
En su nombre llevad a todos el anuncio de la conversión y del perdón de los pecados, pero sed vosotros los primeros en dar testimonio de una vida de conversión y perdón. Sabemos bien que esto no es posible sin estar «revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24, 49), es decir, sin la fuerza interior del Espíritu del Resucitado. Para recibirla es necesario, como dijo Jesús a sus discípulos, no alejarse de Jerusalén, permanecer en la «ciudad» donde se consumó el misterio de la salvación, el acto supremo de amor de Dios a la humanidad. Es preciso permanecer en oración con María, la Madre que Cristo nos dio desde la cruz.
Para los cristianos, ciudadanos del mundo, permanecer en Jerusalén no puede significar más que permanecer en la Iglesia, la «ciudad de Dios», donde a través de los sacramentos recibe «la unción» del Espíritu Santo.
En estos días de la Asamblea eclesial nacional, la Iglesia que está en Italia, obedeciendo el mandato del Señor resucitado, se ha reunido, ha revivido la experiencia originaria del Cenáculo, para recibir de nuevo el don de lo alto. Ahora, consagrados por su «unción», id; llevad la buena nueva a los pobres, vendad los corazones destrozados, proclamad a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad, pregonad el año de misericordia del Señor (cf. Is 61, 1-2).
Reconstruid los antiguos edificios en ruinas, levantad de nuevo las antiguas construcciones, restaurad las ciudades desoladas (cf. Is 61, 4). Son muchas las situaciones difíciles que esperan una intervención salvadora. Llevad al mundo la esperanza de Dios, que es Cristo Señor, el cual resucitó de entre los muertos y vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]