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Oct 27, 2006 00:00
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 27 octubre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI a los participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana en la Feria de Verona el 19 de octubre de 2006.
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Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra estar con vosotros hoy, en esta ciudad de Verona, tan hermosa e histórica, para participar activamente en la IV Asamblea nacional de la Iglesia en Italia. Saludo cordialmente en el Señor a todos y cada uno. Agradezco al cardenal Camillo Ruini, presidente de la Conferencia episcopal, y a la doctora Giovanna Ghirlanda, representante de la diócesis de Verona, las amables palabras de acogida que me han dirigido en nombre de todos vosotros y la información que me han dado sobre el desarrollo de la Asamblea.
Doy las gracias al cardenal Dionigi Tettamanzi, presidente del comité preparatorio, y a los que han trabajado en su realización. Os doy las gracias de corazón a cada uno de vosotros, que representáis aquí, en feliz armonía, a los diversos componentes de la Iglesia en Italia: al obispo de Verona, mons. Flavio Roberto Carraro, que nos acoge; a los obispos aquí reunidos, a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas, y a vosotros, fieles laicos, hombres y mujeres, que representáis a las múltiples realidades del laicado católico en Italia.
Esta IV Asamblea nacional es una nueva etapa del camino de aplicación del Vaticano II, que la Iglesia italiana emprendió desde los años inmediatamente sucesivos al gran Concilio: un camino de comunión ante todo con Dios Padre y con su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo y, por consiguiente, de comunión entre nosotros, en la unidad del único Cuerpo de Cristo (cf. 1 Jn 1, 3; 1 Co 12, 12-13); un camino orientado a la evangelización, para mantener viva y firme la fe en el pueblo italiano; por tanto, un testimonio constante de amor a Italia y de solicitud activa por el bien de sus hijos.
La Iglesia que está en Italia ha recorrido este camino en estrecha y constante unión con el Sucesor de Pedro. Me complace recordar con vosotros a los siervos de Dios Pablo VI, que impulsó la primera Asamblea en el ya lejano año 1976, y Juan Pablo II, con sus intervenciones fundamentales ―las recordamos todos― en las Asambleas de Loreto y Palermo, que fortalecieron en la Iglesia italiana la confianza en que podía actuar para que la fe en Jesucristo siga ofreciendo, también a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, el sentido y la orientación de la existencia y desempeñe así "un papel-guía y una eficacia desbordante" en el camino de la nación hacia su futuro (cf. Discurso a la Asamblea de Loreto, 11 de abril de 1985, n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de abril de 1985, p. 11).
El Señor resucitado y su Iglesia
Con el mismo espíritu he venido hoy a Verona, para orar al Señor juntamente con vosotros, compartir, aunque sea brevemente, vuestro trabajo de estas jornadas y proponeros una reflexión mía acerca de lo que parece realmente importante para la presencia cristiana en Italia.
Habéis realizado una opción muy acertada al poner a Jesucristo resucitado en el centro de la atención de la Asamblea y de toda la vida y el testimonio de la Iglesia en Italia. La resurrección de Cristo es un hecho acontecido en la historia, de la que los Apóstoles fueron testigos y ciertamente no creadores. Al mismo tiempo, no se trata de un simple regreso a nuestra vida terrena; al contrario, es la mayor "mutación" acontecida en la historia, el "salto" decisivo hacia una dimensión de vida profundamente nueva, el ingreso en un orden totalmente diverso, que atañe ante todo a Jesús de Nazaret, pero con él también a nosotros, a toda la familia humana, a la historia y al universo entero. Por eso la resurrección de Cristo es el centro de la predicación y del testimonio cristiano, desde el inicio y hasta el fin de los tiempos.
Se trata, ciertamente, de un gran misterio, el misterio de nuestra salvación, que encuentra en la resurrección del Verbo encarnado su coronación y a la vez la anticipación y la prenda de nuestra esperanza. Pero la clave de este misterio es el amor y sólo en la lógica del amor se puede acceder a él y comprenderlo de algún modo: Jesucristo resucita de entre los muertos porque todo su ser es perfecta e íntima unión con Dios, que es el amor realmente más fuerte que la muerte.
Él era uno con la Vida indestructible y, por tanto, podía dar su vida dejándose matar, pero no podía sucumbir definitivamente a la muerte: en concreto, en la última Cena anticipó y aceptó por amor su propia muerte en la cruz, transformándola de este modo en entrega de sí, en el don que nos da la vida, nos libera y nos salva.
Así pues, su resurrección fue como una explosión de luz, una explosión de amor que rompió las cadenas del pecado y de la muerte. Su resurrección inauguró una nueva dimensión de la vida y de la realidad, de la que brota un mundo nuevo, que penetra continuamente en nuestro mundo, lo transforma y lo atrae a sí.
Todo esto acontece en concreto a través de la vida y el testimonio de la Iglesia. Más aún, la Iglesia misma constituye la primicia de esa transformación, que es obra de Dios y no nuestra. Llega a nosotros mediante la fe y el sacramento del bautismo, que es realmente muerte y resurrección, un nuevo nacimiento, transformación en una vida nueva. Es lo que dice san Pablo en la carta a los Gálatas: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20). Así, a través del bautismo, ha cambiado mi identidad esencial y yo sigo existiendo sólo en este cambio. Mi yo desaparece y se inserta en un nuevo sujeto más grande, en el que mi yo está presente de nuevo, pero transformado, purificado, "abierto" mediante la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia.
De este modo llegamos a ser uno en Cristo" (Ga 3, 28), un único sujeto nuevo, y nuestro yo es liberado de su aislamiento. "Yo, pero ya no yo": esta es la fórmula de la existencia cristiana fundada en el bautismo, la fórmula de la resurrección dentro del tiempo, la fórmula de la "novedad" cristiana llamada a transformar el mundo. Aquí radica nuestra alegría pascual. Nuestra vocación y nuestra misión de cristianos consisten en cooperar para que se realice efectivamente, en la realidad diaria de nuestra vida, lo que el Espíritu Santo ha emprendido en nosotros con el bautismo: estamos llamados a ser hombres y mujeres nuevos, para poder ser auténticos testigos del Resucitado y de este modo portadores de la alegría y de la esperanza cristiana en el mundo, concretamente en la comunidad de hombres y mujeres en la que vivimos.
Así, de este mensaje fundamental de la resurrección, presente en nosotros y en nuestra vida diaria, paso al tema del servicio de la Iglesia en Italia a la nación, a Europa y al mundo.
El servicio de la Iglesia en Italia a la nación a Europa y al mundo
Italia se nos presenta hoy como un terreno muy necesitado y a la vez muy favorable a este testimonio. Muy necesitado, porque participa de la cultura que predomina en Occidente y que quisiera proponerse como universal y autosuficiente, generando un nuevo estilo de vida. De ahí deriva una nueva oleada de ilustración y de laicismo, por la que sólo sería racionalmente válido lo que se puede experimentar y calcular, mientras que en la práctica la libertad individual se erige como valor fundamental al que todos los demás deberían someterse.
Así Dios queda excluido de la cultura y de la vida pública, y la fe en él resulta más difícil, entre otras razones porque vivimos en un mundo que se presenta casi siempre como obra nuestra, en el cual, por decirlo así, Dios no aparece ya directamente, da la impresión de que ya es superfluo, más aún, extraño.
En íntima relación con todo esto, tiene lugar una radical red ucción del hombre, considerado un simple producto de la naturaleza, como tal no realmente libre y al que de por sí se puede tratar como a cualquier otro animal. Así se produce un auténtico vuelco del punto de partida de esta cultura, que era una reivindicación de la centralidad del hombre y de su libertad. En la misma línea, la ética se sitúa dentro de los confines del relativismo y el utilitarismo, excluyendo cualquier principio moral que sea válido y vinculante por sí mismo.
No es difícil ver cómo este tipo de cultura representa un corte radical y profundo no sólo con el cristianismo, sino, más en general, con las tradiciones religiosas y morales de la humanidad. De este modo, no es capaz de entablar un verdadero diálogo con las demás culturas, en las que la dimensión religiosa está fuertemente presente; y no puede responder a los interrogantes fundamentales sobre el sentido y sobre la dirección de nuestra vida. Por eso, esta cultura está marcada por una profunda carencia, pero también por una gran necesidad ―inútilmente escondida― de esperanza.
Con todo, Italia, como dije antes, constituye al mismo tiempo un terreno muy favorable para el testimonio cristiano, pues la Iglesia aquí es una realidad muy viva ―como vemos―, que conserva una presencia capilar en medio de la gente de todas las edades y condiciones. Las tradiciones cristianas con frecuencia están arraigadas y siguen produciendo frutos, mientras que se está llevando a cabo un gran esfuerzo de evangelización y catequesis, dirigido en particular a las nuevas generaciones, pero también cada vez más a las familias.
Además, se siente cada vez con mayor claridad la insuficiencia de una racionalidad encerrada en sí misma y de una ética demasiado individualista: en concreto, se percibe la gravedad del peligro de separarse de las raíces cristianas de nuestra civilización. Esta sensación, que está muy difundida en el pueblo italiano, la formulan expresamente y con fuerza muchos e importantes hombres de cultura, incluso entre los que no comparten o al menos no practican nuestra fe.
Así pues, la Iglesia y los católicos italianos están llamados a aprovechar esta gran oportunidad y, ante todo, a ser conscientes de ella. Nuestra actitud, por tanto, nunca deberá ser un encerramiento en nosotros mismos, renunciando a la acción. Al contrario, es preciso mantener vivo y, si es posible, incrementar nuestro dinamismo; es necesario abrirse con confianza a nuevas relaciones, sin desperdiciar ninguna de las energías que pueden contribuir al crecimiento cultural y moral de Italia.
En efecto, a nosotros nos corresponde ―no con nuestros pobres recursos, sino con la fuerza que viene del Espíritu Santo― dar respuestas positivas y convincentes a las expectativas y a los interrogantes de nuestra gente: si sabemos hacerlo, la Iglesia en Italia prestará un gran servicio no sólo a esta nación, sino también a Europa y al mundo, porque por doquier se halla presente la insidia del secularismo y es también universal la necesidad de una fe vivida en relación con los desafíos de nuestro tiempo.
Hacer visible el gran "sí" de la fe
Queridos hermanos y hermanas, debemos preguntarnos ahora cómo y sobre qué bases cumplir esa tarea. En esta Asamblea habéis considerado, con razón, que es indispensable dar al testimonio cristiano contenidos concretos y practicables, examinando cómo puede llevarse a cabo y desarrollarse en cada uno de los grandes ámbitos en los que se articula la experiencia humana. Eso ayudará a no perder de vista en nuestra acción pastoral la relación entre la fe y la vida diaria, entre la propuesta del Evangelio y las preocupaciones y aspiraciones más íntimas de la gente. Por eso, en estos días habéis reflexionado sobre la vida afectiva y la familia, sobre el trabajo y la fiesta, sobre la educación y la cultura, sobre las situaciones de pobreza y de enfermedad, sobre los deberes y las responsabilidades de la vida social y política.
Por mi parte, quisiera poner de relieve cómo, a través de este testimonio multiforme, debe brotar sobre todo el gran "sí" que en Jesucristo Dios dijo al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia; y, por tanto, cómo la fe en el Dios que tiene rostro humano trae la alegría al mundo. En efecto, el cristianismo está abierto a todo lo que hay de justo, verdadero y puro en las culturas y en las civilizaciones; a lo que alegra, consuela y fortalece nuestra existencia.
San Pablo, en la carta a los Filipenses, escribió: "Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta" (Flp 4, 8).
Por tanto, los discípulos de Cristo reconocen y acogen de buen grado los auténticos valores de la cultura de nuestro tiempo, como el conocimiento científico y el desarrollo tecnológico, los derechos del hombre, la libertad religiosa y la democracia. Sin embargo, no ignoran y no subestiman la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una amenaza para el camino del hombre en todo contexto histórico. En particular, no descuidan las tensiones interiores y las contradicciones de nuestra época. Por eso, la obra de evangelización nunca consiste sólo en adaptarse a las culturas, sino que siempre es también una purificación, un corte valiente, que se transforma en maduración y saneamiento, una apertura que permite nacer a la "nueva criatura" (2 Co 5, 17; Ga 6, 15) que es el fruto del Espíritu Santo.
Como escribí en la encíclica Deus caritas est, no se comienza a ser cristiano ―y, por tanto, el creyente no da testimonio― por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con la Persona de Jesucristo, "que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (n. 1). La fecundidad de este encuentro se manifiesta también, de modo peculiar y creativo, en el actual contexto humano y cultural, ante todo en relación con la razón que ha dado origen a las ciencias modernas y a las relativas tecnologías. En efecto, una característica fundamental de estas últimas es el empleo sistemático de los instrumentos de la matemática para poder actuar con la naturaleza y poner a nuestro servicio sus inmensas energías.
La matemática como tal es una creación de nuestra inteligencia: la correspondencia entre sus estructuras y las estructuras reales del universo ―que es el presupuesto de todos los modernos desarrollos científicos y tecnológicos, ya expresamente formulado por Galileo Galilei con la célebre afirmación de que el libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático― suscita nuestra admiración y plantea un gran interrogante.
En efecto, implica que el universo mismo está estructurado de manera inteligente, de modo que existe una correspondencia profunda entre nuestra razón subjetiva y la razón objetiva de la naturaleza. Así resulta inevitable preguntarse si no debe existir una única inteligencia originaria, que sea la fuente común de una y de otra. De este modo, precisamente la reflexión sobre el desarrollo de las ciencias nos remite al Logos creador. Cambia radicalmente la tendencia a dar primacía a lo irracional, a la casualidad y a la necesidad, a reconducir a lo irracional también nuestra inteligencia y nuestra libertad.
Sobre estas bases resulta de nuevo posible ensanchar los espacios de nuestra racionalidad, volver a abrirla a las grandes cuestiones de la verdad y del bien, conjugar entre sí la teología, la filosofía y las ciencias, respetando plenamente sus métodos propios y su recíproca autonomía, pero siendo también conscientes de su unidad intrínseca. Se trata de una tarea que tenemos por delante, una aventura fascinante en la que vale la pena embarcarse, para dar nuevo impulso a la cultura de nuestro tiempo y para hacer que en ella la fe cristiana tenga de nuevo plena ciudadanía. Con ese fin, el "proyecto cultural" de la Iglesia en Italia es, sin d uda, una intuición feliz y una contribución muy importante.
La persona humana. Razón, inteligencia y amor
Por otra parte, la persona humana no es sólo razón e inteligencia, aunque ciertamente son sus elementos constitutivos. Lleva en su interior, inscrita en lo más profundo de su ser, la necesidad de amor, de ser amada y de amar a su vez. Por eso se interroga y a menudo se extravía ante las asperezas de la vida, ante el mal que existe en el mundo y que parece tan fuerte y, al mismo tiempo, radicalmente carente de sentido.
Especialmente en nuestra época, a pesar de todos los progresos logrados, el mal no ha quedado en absoluto vencido; más aún, su poder parece fortalecerse y resultan inútiles todos los intentos de ocultarlo, como lo demuestran tanto la experiencia diaria como las grandes vicisitudes históricas.
Así pues, vuelve insistentemente la pregunta sobre si en nuestra vida puede hallar espacio seguro el amor auténtico y, en definitiva, si el mundo es realmente obra de la sabiduría de Dios.
Aquí, mucho más que cualquier razonamiento humano, nos ayuda la novedad conmovedora de la revelación bíblica: el Creador del cielo y de la tierra, el único Dios que es la fuente de todo ser, este único Logos creador, esta Razón creadora, ama personalmente al hombre, más aún, lo ama apasionadamente y quiere a su vez ser amado. Por eso, esta Razón creadora, que es al mismo tiempo amor, da vida a una historia de amor con Israel, su pueblo, y en esta historia, ante las traiciones del pueblo, su amor se manifiesta lleno de inagotable fidelidad y misericordia; es un amor que perdona más allá de todo límite.
En Jesucristo esa actitud alcanza su forma extrema, inaudita y dramática, pues en él Dios se hace uno de nosotros, nuestro hermano, e incluso sacrifica su vida por nosotros. Así, en la muerte en la cruz, aparentemente el mayor mal de la historia, "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical, en el cual se manifiesta lo que significa que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8) y se comprende también cómo se debe definir el amor auténtico" (cf. Deus caritas est, 9-10 y 12).
Precisamente porque nos ama de verdad, Dios respeta y salva nuestra libertad. Al poder del mal y del pecado no opone un poder más grande, sino que ―como nos dijo nuestro amado Papa Juan Pablo II en la encíclica Dives in misericordia y por último en el libro Memoria e Identidad, su verdadero testamento espiritual― prefiere poner el límite de su paciencia y de su misericordia, el límite que es en concreto el sufrimiento del Hijo de Dios. Así también nuestro sufrimiento se transforma desde dentro, se introduce en la dimensión del amor y encierra una promesa de salvación.
Queridos hermanos y hermanas, todo esto Juan Pablo II no sólo lo pensó y no sólo lo creyó con una fe abstracta: lo comprendió y lo vivió con una fe madurada en el sufrimiento. Por este camino, como Iglesia, estamos llamados a seguirlo del modo y en la medida en que Dios dispone para cada uno de nosotros. Con razón la cruz nos da miedo, como provocó miedo y angustia en Jesucristo (cf. Mc 14, 33-36); sin embargo, no es negación de la vida, por lo cual no es necesario desembarazarse de ella para ser felices. Al contrario, es el "sí" extremo de Dios al hombre, la expresión suprema de su amor y el manantial de la vida plena y perfecta. Por consiguiente, contiene la invitación más convincente a seguir a Cristo por la senda de la entrega de sí mismo.
Aquí mi pensamiento se dirige con especial afecto a los miembros del Cuerpo del Señor que sufren. En Italia, como en todo el mundo, completan en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo (cf. Col 1, 24) y así contribuyen del modo más eficaz a la salvación común. Son los testigos más convincentes de la alegría que viene de Dios y que da la fuerza para aceptar la cruz con amor y perseverancia.
Sabemos bien que esta opción de la fe y del seguimiento de Cristo nunca es fácil; al contrario, siempre es contestada y controvertida. Por tanto, también en nuestro tiempo, la Iglesia sigue siendo "signo de contradicción", a ejemplo de su Maestro (cf. Lc 2, 34). Pero no por eso nos desalentamos. Al contrario, debemos estar siempre dispuestos a dar respuesta (apo-logía) a quien nos pida razón (logos) de nuestra esperanza, como nos invita a hacer la primera carta de san Pedro (1 P 3, 15), que muy oportunamente habéis escogido como guía bíblica para el camino de esta Asamblea.
Debemos responder "con dulzura y respeto, con recta conciencia" (1 P 3, 16), con la suave fuerza que brota de la unión con Cristo. Debemos hacerlo en todas partes, en el ámbito del pensamiento y en el de la acción, en el de los comportamientos personales y en el del testimonio público.
La fuerte unidad que se realizó en la Iglesia de los primeros siglos entre una fe amiga de la inteligencia y una praxis de vida caracterizada por el amor mutuo y por la atención solícita a los pobres y a los que sufrían, hizo posible la primera gran expansión misionera del cristianismo en el mundo helenístico-romano. Así sucedió también posteriormente, en diversos contextos culturales y situaciones históricas. Este sigue siendo el camino real para la evangelización. Que el Señor nos guíe a vivir esta unidad entre la verdad y el amor en las condiciones propias de nuestro tiempo, para la evangelización de Italia y del mundo actual.
Así paso a un punto importante y fundamental: la educación.
La educación
En concreto, para que la experiencia de la fe y del amor cristiano sea acogida y vivida y se transmita de una generación a otra, es fundamental y decisiva la cuestión de la educación de la persona. Es preciso preocuparse por la formación de su inteligencia, sin descuidar la de su libertad y capacidad de amar. Por esto es necesario recurrir también a la ayuda de la gracia. Sólo de este modo se podrá afrontar con eficacia el peligro que corre el destino de la familia humana constituido por el desequilibrio entre el crecimiento tan rápido de nuestro poder técnico y el crecimiento mucho más lento de nuestros recursos morales.
Una educación verdadera debe suscitar la valentía de las decisiones definitivas, que hoy se consideran un vínculo que limita nuestra libertad, pero que en realidad son indispensables para crecer y alcanzar algo grande en la vida, especialmente para que madure el amor en toda su belleza; por consiguiente, para dar consistencia y significado a nuestra libertad.
De esta solicitud por la persona humana y su formación brotan nuestros "no" a formas débiles y desviadas de amor y a las falsificaciones de la libertad, así como a la reducción de la razón sólo a lo que se puede calcular y manipular. En realidad, estos "no" son más bien "sí" al amor auténtico, a la realidad del hombre tal como ha sido creado por Dios.
Quiero expresar aquí todo mi aprecio por el gran trabajo formativo y educativo que cada una de las Iglesias realizan incansablemente en Italia, por su atención pastoral a las nuevas generaciones y a las familias. Gracias por esta atención. Entre las múltiples formas de este compromiso no puedo por menos de recordar, en particular, la escuela católica, porque con respecto a ella siguen existiendo, en cierta medida, antiguos prejuicios, que ocasionan retrasos dañosos, y ya injustificables, en el reconocimiento de su función y en permitir en concreto su actividad.
El testimonio de caridad
Jesús nos dijo que todo lo que hagamos a sus hermanos más pequeños se lo hacemos a él (cf. Mt 25, 40). Por tanto, la autenticidad de nuestra adhesión a Cristo se certifica especialmente con el amor y la solicitud concreta por los más débiles y pobres, por los que se encuentran en mayor peligro y en dificultades más graves.
La Iglesia en Italia tiene una gran tradición de cercanía, ayuda y s olidaridad con los necesitados, los enfermos, los marginados, que se manifiesta sobre todo en una serie admirable de "santos de la caridad". Esta tradición continúa también hoy y afronta las numerosas formas nuevas de pobreza, moral y material, a través de Cáritas, del voluntariado social, de la labor a menudo oculta de tantas parroquias, comunidades religiosas, asociaciones y grupos, así como de personas impulsadas por el amor a Cristo y a los hermanos. Además, la Iglesia en Italia demuestra una extraordinaria solidaridad con las inmensas muchedumbres de pobres de la tierra.
Por eso, es muy importante que todos estos testimonios de caridad conserven siempre elevado y luminoso su perfil específico, alimentándose de humildad y confianza en el Señor, evitando sugestiones ideológicas y simpatías de partido, y sobre todo mirándolo todo con la mirada de Cristo. Por consiguiente, es importante la acción práctica, pero cuenta mucho más nuestra participación personal en las necesidades y sufrimientos del prójimo. Así, queridos hermanos y hermanas, la caridad de la Iglesia hace visible el amor de Dios en el mundo. Así hace más convincente nuestra fe en el Dios encarnado, crucificado y resucitado.
Responsabilidades civiles y políticas de los católicos
Vuestra Asamblea ha hecho bien en afrontar también el tema de la ciudadanía, es decir, las cuestiones de las responsabilidades civiles y políticas de los católicos. En efecto, Cristo vino para salvar al hombre real y concreto, que vive en la historia y en la comunidad; por eso, el cristianismo y la Iglesia, desde el inicio, han tenido una dimensión y un alcance públicos. Como escribí en la encíclica Deus caritas est (cf. nn. 28-29), sobre las relaciones entre la religión y la política Jesucristo aportó una novedad sustancial, que abrió el camino hacia un mundo más humano y libre, a través de la distinción y la autonomía recíproca entre el Estado y la Iglesia, entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21).
La misma libertad religiosa, que percibimos como un valor universal, particularmente necesario en el mundo actual, tiene aquí su raíz histórica. Por tanto, la Iglesia no es y no quiere ser un agente político. Al mismo tiempo tiene un profundo interés por el bien de la comunidad política, cuya alma es la justicia, y le ofrece en dos niveles su contribución específica. En efecto, la fe cristiana purifica la razón y le ayuda a ser lo que debe ser. Por consiguiente, con su doctrina social, argumentada a partir de lo que está de acuerdo con la naturaleza de todo ser humano, la Iglesia contribuye a hacer que se pueda reconocer eficazmente, y luego también realizar, lo que es justo.
Con este fin resultan claramente indispensables las energías morales y espirituales que permitan anteponer las exigencias de la justicia a los intereses personales, de una clase social o incluso de un Estado. Aquí de nuevo la Iglesia tiene un espacio muy amplio para arraigar estas energías en las conciencias, alimentarlas y fortalecerlas.
Por consiguiente, la tarea inmediata de actuar en el ámbito político para construir un orden justo en la sociedad no corresponde a la Iglesia como tal, sino a los fieles laicos, que actúan como ciudadanos bajo su propia responsabilidad. Se trata de una tarea de suma importancia, a la que los cristianos laicos italianos están llamados a dedicarse con generosidad y valentía, iluminados por la fe y por el magisterio de la Iglesia, y animados por la caridad de Cristo.
Hoy requieren una atención especial y un compromiso extraordinario los grandes desafíos en los que amplios sectores de la familia humana corren mayor peligro: las guerras y el terrorismo, el hambre y la sed, y algunas epidemias terribles. Pero también es preciso afrontar, con la misma determinación y claridad de propósitos, el peligro de opciones políticas y legislativas que contradicen valores fundamentales y principios antropológicos y éticos arraigados en la naturaleza del ser humano, en particular con respecto a la defensa de la vida humana en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, y a la promoción de la familia fundada en el matrimonio, evitando introducir en el ordenamiento público otras formas de unión que contribuirían a desestabilizarla, oscureciendo su carácter peculiar y su insustituible función social.
El testimonio abierto y valiente que la Iglesia y los católicos italianos han dado y están dando a este respecto son un valioso servicio a Italia, útil y estimulante también para muchas otras naciones. Ciertamente, este compromiso y este testimonio forman parte del gran "sí" que como creyentes en Cristo decimos al hombre amado por Dios.
Estar unidos a Cristo
Queridos hermanos y hermanas, ciertamente son grandes y múltiples las tareas y las responsabilidades que esta Asamblea eclesial pone de relieve. Por eso, debemos tener siempre presente que no estamos solos a la hora de llevar su peso, pues nos sostenemos unos a otros, y sobre todo el Señor mismo guía y sostiene la frágil barca de la Iglesia.
Así volvemos al punto de donde partimos: lo fundamental es estar unidos a él y luego entre nosotros, estar con él para poder ir en su nombre (cf. Mc 3, 13-15). Por consiguiente, nuestra verdadera fuerza la recibimos alimentándonos de su palabra y de su cuerpo, uniéndonos a su ofrenda por nosotros, como haremos en la celebración de esta tarde, y adorándolo presente en la Eucaristía. En efecto, antes de cualquier actividad y de cualquier programa nuestro debe estar la adoración, que nos hace realmente libres y nos da los criterios para nuestra acción.
En la unión con Cristo nos precede y nos guía la Virgen María, tan amada y venerada en todos los lugares de Italia. En ella encontramos, pura e inalterada, la verdadera esencia de la Iglesia y así, a través de ella, aprendemos a conocer y amar el misterio de la Iglesia que vive en la historia, nos sentimos parte de ella hasta las últimas consecuencias, nos convertimos por nuestra parte en "almas eclesiales" y aprendemos a resistir a la "secularización interna" que amenaza a la Iglesia en nuestro tiempo a consecuencia de los procesos de secularización que han marcado profundamente la civilización europea.
Queridos hermanos y hermanas, elevemos juntos al Señor nuestra oración, humilde pero llena de confianza, para que la comunidad católica italiana, insertada en la comunión viva de la Iglesia de todos los lugares y de todos los tiempos, y estrechamente unida en torno a sus obispos, lleve con renovado impulso a esta amada nación, y a todos los rincones de la tierra, el gozoso testimonio de Jesús resucitado, esperanza de Italia y del mundo.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
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