CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 13 noviembre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI al visitar la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma el 3 de noviembre pasado.
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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos profesores y queridos estudiantes:
Me alegra encontrarme hoy con vosotros. Os saludo en primer lugar precisamente a vosotros, los estudiantes, que veo en gran número en este elegante y austero patio porticado, pero sé que también en varias aulas hay muchos que están en contacto con nosotros a través de pantallas y altavoces. Queridos jóvenes, os agradezco los sentimientos expresados por vuestro representante y por vosotros mismos. En cierto sentido, la Universidad es propiamente vuestra. Desde el lejano 1551, cuando san Ignacio de Loyola la fundó, existe para vosotros, para los estudiantes. Todas las energías gastadas por vuestros profesores y docentes en la enseñanza y en la investigación son por vosotros. Por vosotros son las preocupaciones y los esfuerzos diarios del rector magnífico, de los vicerrectores, de los decanos y de los directores. Vosotros sois conscientes de ello y estoy seguro de que también os sentís agradecidos.
Saludo en especial al cardenal Zenon Grocholewski. Como prefecto de la Congregación para la educación católica, es el gran canciller de esta universidad y representa en ella al Romano Pontífice (cf. Statuta Universitatis, art. 6, 2). Precisamente por eso, mi predecesor Pío XI, de venerada memoria, declaró la Universidad Gregoriana «plenissimo iure ac nomine» pontificia (cf. carta apostólica Gregorianam studiorum, en AAS 24 [1932] 268).
La historia misma del Colegio Romano y de la Universidad Gregoriana, su heredera, como recordaba el padre rector en las palabras que me ha dirigido, es el fundamento de este estatuto totalmente particular. Saludo al reverendo padre Peter-Hans Kolvenbach, s.j., que, como prepósito general de la Compañía de Jesús, es el vice gran canciller de la Universidad y el responsable más inmediato de esta obra, que no dudo en calificar como uno de los grandes servicios que la Compañía de Jesús presta a la Iglesia universal.
Saludo a los bienhechores aquí presentes. El Freundeskreis der Gregoriana de Alemania, la Gregorian University Foundation de Nueva York, la Fundación La Gregoriana de Roma, y otros grupos de bienhechores. Queridos hermanos, os agradezco lo que hacéis con generosidad para sostener esta obra que la Santa Sede ha encomendado y sigue encomendando a la Compañía de Jesús. Saludo a los padres jesuitas que aquí desempeñan su actividad de enseñanza con laudable espíritu de abnegación y austeridad de vida.
Dirijo mi saludo a los demás profesores y lo extiendo también a los padres y hermanos del Pontificio Instituto Bíblico y del Pontificio Instituto Oriental, que, juntamente con la Gregoriana, forman un consortium académico (cf. Pío XI, motu proprio Quod maxime, 30 de septiembre de 1928) prestigioso, no sólo por lo que atañe a la enseñanza, sino también al patrimonio de libros de las tres bibliotecas, que poseen fondos especializados incomparables.
Saludo, por último al personal no docente de la Universidad, que ha querido expresar también sus sentimientos a través del secretario general, al que doy las gracias. El personal no docente presta diariamente un servicio oculto, pero muy importante para la misión que la Gregoriana está llamada a realizar por mandato de la Santa Sede. A cada uno de ellos va mi cordial aliento.
Con alegría me encuentro en este patio porticado, que he cruzado en varias ocasiones. Recuerdo en especial la defensa de la tesis del padre Lohfink durante el Concilio, en presencia de muchos cardenales y también de pobres peritos como yo. Quiero recordar en particular el tiempo en que, siendo profesor ordinario de dogmática e historia del dogma en la Universidad de Ratisbona, fui invitado en 1972 por el rector de entonces, p. Hervé Carrier, s.j., a dirigir un curso a los estudiantes del segundo ciclo de especialización en teología dogmática. Dirigí un curso sobre la santísima Eucaristía.
Con la familiaridad de entonces, os digo a vosotros, queridos profesores y estudiantes, que el compromiso del estudio y de la enseñanza, para que tenga sentido en relación con el reino de Dios, debe estar sostenido por las virtudes teologales. En efecto, el objeto inmediato de la ciencia teológica, en sus diversas especificaciones, es Dios mismo, que se reveló en Jesucristo, Dios con rostro humano. También cuando el objeto inmediato es el pueblo de Dios en su dimensión visible e histórica, como en el derecho canónico y en la historia de la Iglesia, el análisis profundo de la materia vuelve a impulsar a la contemplación, en la fe, del misterio de Cristo resucitado. Es él quien, presente en su Iglesia, la conduce entre los acontecimientos del tiempo hacia la plenitud escatológica, una meta hacia la que caminamos sostenidos por la esperanza.
Sin embargo, no basta conocer a Dios para poder encontrarlo realmente; también hay que amarlo. El conocimiento se debe transformar en amor. El estudio de la teología, del derecho canónico y de la historia de la Iglesia no es sólo conocimiento de las proposiciones de la fe en su formulación histórica y en su aplicación práctica; también es siempre inteligencia de las mismas en la fe, en la esperanza y en la caridad. Sólo el Espíritu escruta las profundidades de Dios (cf. 1 Co 2, 10); por tanto, sólo escuchando al Espíritu se puede escrutar la profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios (cf. Rm 11, 33).
Al Espíritu se le escucha en la oración, cuando el corazón se abre a la contemplación del misterio de Dios, que se nos reveló en el Hijo Jesucristo, imagen del Dios invisible (cf. Col 1, 15), constituido Cabeza de la Iglesia y Señor de todas las cosas (cf. Ef 1, 10; Col 1, 18).
La Universidad Gregoriana, desde sus orígenes con el Colegio Romano, se ha distinguido por el estudio de la filosofía y de la teología. Sería demasiado largo enumerar los nombres de los insignes filósofos y teólogos que se han sucedido en las cátedras de este centro académico; a ellos deberíamos añadir también los de famosos canonistas e historiadores de la Iglesia, que han gastado sus energías dentro de estas prestigiosas paredes.
Todos han contribuido en gran medida al progreso de las ciencias que han cultivado; por tanto, han prestado un valioso servicio a la Sede apostólica en el cumplimiento de su función doctrinal, disciplinar y pastoral. Con la evolución de los tiempos cambian necesariamente las perspectivas. Hoy no se puede por menos de tener en cuenta la confrontación con la cultura secular, que en muchas partes del mundo no sólo tiende cada vez más a negar todo signo de la presencia de Dios en la vida de la sociedad y de cada persona, sino que también, con varios medios, que desorientan y ofuscan la recta conciencia del hombre, quiere minar su capacidad de ponerse a la escucha de Dios.
No se puede prescindir tampoco de la relación con las demás religiones, la cual sólo resulta constructiva si evita toda ambigüedad que de algún modo debilite el contenido esencial de la fe cristiana en Cristo único Salvador de todos los hombres (cf. Hch 4, 12) y en la Iglesia, sacramento necesario de salvación para toda la humanidad (cf. declaración Dominus Iesus, nn. 13-15; 20-22: AAS 92 [2000] 742-765).
En este momento no puedo olvidar las demás ciencias humanas que se cultivan en esta insigne universidad, siguiendo la gloriosa tradición académica del Colegio Romano. De todos es conocido el gran prestigio que logró el Colegio Romano en el campo de las matemáticas, la física y la astronomía. Basta recordar que el calendario llamado «Gregoriano», porque fue impulsado por mi predecesor Gregorio XIII, y que actu
almente se usa en todo el mundo, fue elaborado en 1582 por el padre Cristóforo Clavio, profesor del Colegio Romano. Basta recordar también al padre Matteo Ricci, que llevó hasta la lejana China no sólo su testimonio de fe, sino también el saber adquirido como discípulo del padre Clavio.
Hoy estas materias ya no se cultivan en la Gregoriana, pero se han introducido otras ciencias humanas, como la psicología, las ciencias sociales y la comunicación social. Con ellas se quiere comprender cada vez más profundamente al hombre, tanto en su dimensión personal profunda, como en su dimensión externa de constructor de la sociedad, en la justicia y en la paz, y de comunicador de la verdad. Precisamente porque esas ciencias atañen al hombre, no pueden prescindir de la referencia a Dios, dado que al hombre no se lo puede entender plenamente, tanto en su interioridad como en su exterioridad, si no se lo reconoce abierto a la trascendencia.
Sin su referencia a Dios, el hombre no puede responder a los interrogantes fundamentales que agitan y agitarán siempre su corazón con respecto al fin y, por tanto, al sentido de su existencia. En consecuencia, tampoco es posible comunicar a la sociedad los valores éticos indispensables para garantizar una convivencia digna del hombre. El destino del hombre sin su referencia a Dios no puede menos de ser la desolación de la angustia que lleva a la desesperación. Sólo refiriéndose al Dios-Amor, que se reveló en Jesucristo, el hombre puede encontrar el sentido de su existencia y vivir en la esperanza, a pesar de experimentar los males que afligen su existencia personal y la sociedad en la que vive.
La esperanza hace que el hombre no se cierre en un nihilismo paralizador y estéril, sino que se abra al compromiso generoso en la sociedad en la que vive, para poder mejorarla. Es la tarea que Dios encomendó al hombre al crearlo a su imagen y semejanza, una tarea que confiere al hombre la mayor dignidad, pero también una inmensa responsabilidad.
Desde esta perspectiva, vosotros, profesores y docentes de la Gregoriana, estáis llamados a formar a los estudiantes que la Iglesia os encomienda. La formación integral de los jóvenes es uno de los apostolados tradicionales de la Compañía de Jesús desde sus orígenes; por eso el Colegio Romano desde el inicio ha llevado a cabo esta misión.
El hecho de haber encomendado a la Compañía de Jesús, en Roma cerca de la Sede apostólica, el Colegio alemán, el Seminario romano, el Colegio húngaro, unido al alemán, el Colegio inglés, el Colegio griego, el Colegio escocés y el Colegio irlandés, tenía como finalidad asegurar una formación del clero de esas naciones donde se hallaba rota la unidad de la fe y la comunión con la Sede apostólica. Esos colegios siguen enviando sus alumnos, casi exclusivamente o en buen número, a la Universidad Gregoriana, para continuar esa misión originaria.
A lo largo de la historia, a esos colegios mencionados se han sumado muchos otros. Por eso, es mucho más exigente la tarea que debéis realizar, queridos profesores y docentes. En consecuencia, oportunamente, después de una profunda reflexión, habéis redactado una «Declaración de finalidades», esencial para una institución como la vuestra, porque indica sintéticamente su naturaleza y su misión. Sobre esa base estáis llevando a cabo la renovación de los Estatutos de la Universidad y de los Reglamentos generales, así como de los Estatutos y de los Reglamentos de las diversas facultades, institutos y centros.
Eso contribuirá a definir mejor la identidad de la Gregoriana, permitiendo la redacción de programas académicos más adecuados para el cumplimiento de su misión, que es fácil y difícil a la vez. Fácil, porque la identidad y la misión de la Gregoriana están muy claras desde sus primeros orígenes, sobre la base de las indicaciones reafirmadas por tantos Romanos Pontífices, dieciséis de los cuales fueron alumnos de esta universidad. Y difícil, al mismo tiempo, porque supone una fidelidad constante a su historia y a su tradición, para no perder sus raíces históricas y, a la vez, apertura a la realidad actual para responder con espíritu creativo, después de un atento discernimiento, a las necesidades de la Iglesia y del mundo de hoy.
Como universidad eclesiástica pontificia, este centro académico está comprometido a sentire in Ecclesia et cum Ecclesia. Es un compromiso que nace del amor a la Iglesia, nuestra Madre y Esposa de Cristo. Debemos amarla como Cristo mismo la amó, asumiendo en nosotros los sufrimientos del mundo y de la Iglesia para completar en nuestra carne lo que falta a los padecimientos de Cristo (cf. Col 1, 24). Así es como se puede formar a las nuevas generaciones de sacerdotes, religiosos y laicos comprometidos.
En efecto, es preciso preguntarse según qué tipo de sacerdote se quiere formar a los alumnos, según qué tipo de religioso o religiosa, de laico o laica. Ciertamente, vuestro objetivo, queridos profesores y docentes, es formar sacerdotes doctos, pero al mismo tiempo dispuestos a entregar su vida sirviendo, con corazón indiviso, con humildad y austeridad de vida, a todos los que el Señor encomiende a su ministerio.
Así, queréis impartir una formación intelectual sólida a religiosos y religiosas, para que sepan vivir con alegría la consagración que Dios les ha regalado como don y presentarse como signo escatológico de la vida futura a la que todos estamos llamados. Asimismo, queréis preparar laicos y laicas que con competencia sepan realizar servicios y oficios en la Iglesia y, ante todo, ser fermento del reino de Dios en la esfera temporal. Desde esta perspectiva, precisamente este año la Universidad ha iniciado un programa interdisciplinar para formar a los laicos a vivir su vocación específicamente eclesial de compromiso ético en la esfera pública.
Con todo, la formación también es responsabilidad vuestra, queridos estudiantes. El estudio requiere ciertamente ascesis y abnegación constante. Pero precisamente de este modo la persona se forma en el sacrificio y en el sentido del deber. En efecto, lo que aprendéis hoy es lo que comunicaréis el día de mañana, cuando la Iglesia os encomiende el ministerio sagrado u otros servicios y oficios en beneficio de la comunidad. Lo que en toda circunstancia podrá alegrar vuestro corazón será la conciencia de haber cultivado siempre la rectitud de intención, gracias a la cual se tiene la certeza de haber buscado y realizado sólo la voluntad de Dios. Obviamente, todo esto requiere purificación del corazón y discernimiento.
Queridos hijos de san Ignacio, una vez más el Papa os encomienda esta universidad, obra muy importante para la Iglesia universal y para tantas Iglesias particulares. Constituye desde siempre una prioridad entre las prioridades de los apostolados de la Compañía de Jesús. Fue en el ambiente universitario de París donde san Ignacio de Loyola y sus primeros compañeros maduraron el deseo ardiente de ayudar a las almas amando y sirviendo a Dios en todo, para su mayor gloria.
Impulsado por la moción interior del Espíritu, san Ignacio vino a Roma, centro de la cristiandad, sede del Sucesor de Pedro, y aquí fundó el Colegio Romano, primera universidad de la Compañía de Jesús. La Universidad Gregoriana es hoy el ambiente universitario en el que se realiza de modo pleno y evidente, aun a distancia de 456 años, el deseo de san Ignacio y de sus primeros compañeros de ayudar a las almas a amar y servir a Dios en todo, para su mayor gloria.
Podría decir que aquí, entre sus muros, se realiza lo que el Papa Julio III, el 21 de julio de 1550, fijó en la «formula Instituti», estableciendo que todo miembro de la Compañía de Jesús está obligado «a militar bajo el estandarte de la cruz por Dios, y a servir sólo al Señor y a la Iglesia, su esposa, bajo el Romano Pontífice» («sub crucis vexillo Deo militare, et soli Domino ac Ecclesiae Ipsius sponsae, sub Romano Pontifice, Christi in ter
ris Vicario, servire»), comprometiéndose «sobre todo… a la defensa y propagación de la fe, al bien de las almas en la vida y la doctrina cristiana, mediante las predicaciones públicas, las clases y cualquier otro ministerio de la palabra de Dios» («potissimum… ad fidei defensionem et propagationem, et profectum animarum in vita et doctrina christiana, per publicas praedicationes, lectiones et aliud quodcumque verbi Dei ministerium…»: carta apostólica Exposcit debitum, 1).
Este carisma específico de la Compañía de Jesús, expresado institucionalmente en el cuarto voto de disponibilidad total al Romano Pontífice en cualquier cosa que él quiera ordenar «ad profectum animarum et fidei propagationem» (ib., 3), se realiza también en el hecho de que el prepósito general de la Compañía de Jesús llama de todo el mundo a los jesuitas más aptos para desempeñar la misión de profesores en esta universidad.
La Iglesia, consciente de que esto puede implicar el sacrificio de otras obras y servicios, también válidos para los fines que la Compañía se propone alcanzar, le está sinceramente agradecida y desea que la Gregoriana conserve el espíritu ignaciano que la anima, expresado en su método pedagógico y en el enfoque de sus estudios.
Queridos hermanos, con afecto de padre os encomiendo a todos vosotros, que sois los componentes vivos de la Universidad Gregoriana ―profesores y docentes, alumnos, personal no docente, bienhechores y amigos― a la intercesión de san Ignacio de Loyola, de san Roberto Belarmino y de la santísima Virgen María, Reina de la Compañía de Jesús, que en el escudo de la Universidad se indica con el título de Sedes Sapientiae. Con estos sentimientos, imparto a todos la bendición apostólica, prenda de abundantes favores celestiales.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
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