LA HABANA, sábado, 25 noviembre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el editorial sobre los desafíos de la Iglesia en Cuba que ha publicado el Orlando Márquez, en la revista «Palabra Nueva» http://www.palabranueva.net, de la arquidiócesis de La Habana, de la que es director, con el título «Tenazmente consecuente».
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El pasado septiembre, como estaba previsto, entró en vigor el nuevo Plan Global de Pastoral (PGP) 2006-2010 para nuestra Iglesia, aprobado por la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba (COCC). A diferencia de los planes pastorales anteriores, del cual es continuador, el actual está precedido por un riguroso y exhaustivo proceso de investigación o encuesta socio-religiosa, la primera de su tipo en las últimas cuatro décadas de vida eclesial en Cuba.
Esta acumulación informativa de primera mano, que recoge tanto percepciones y criterios religiosos de los fieles, como anhelos y temores, confiere al Plan un sólido andamiaje teórico para su puesta en práctica. Falta entonces añadir el compromiso evangélico de todos y, claro está, permanecer atentos a los condicionantes externos.
El PGP tiene un objetivo general, que como casi todo objetivo en materia religiosa es ambicioso y complejo en su síntesis, pero es necesario recordar: Potenciar la misión y el discipulado desde comunidades que centran sus vidas en Jesucristo, se renuevan y profundizan en una auténtica espiritualidad que genera vida abundante para colaborar en la transformación de nuestra realidad y posibilitar una nueva esperanza.
Para simplificar aún más lo anterior, podría decirse que el propósito eclesial para los próximos cinco años es animar la existencia de verdaderos discípulos cristianos, capaces de asumir el reto de transformar la realidad. Y para evitar malas interpretaciones, es bueno aclarar que ningún plan eclesial incluye empeños políticos, como no excluye el empeño por el mejoramiento social y el bien común; del mismo modo que no excluye tampoco la posibilidad de ayudar a los fieles en su discernimiento personal sobre su responsabilidad eclesial, social y aún política, lo cual es inexcusable. Y el PGP identifica además, teniendo siempre como referente la mencionada encuesta, tres retos: a) Espiritualidad cristiana; b) Identidad laical; y c) Misión evangelizadora.
Una de las máximas eclesiales expresa que primero es necesario ser, para después hacer, pues es imposible dar lo que no se tiene, trasmitir lo que no se conoce, o vivir cabalmente una espiritualidad cristiana si esa espiritualidad no se ha materializado antes, o si esa materia humana no se ha espiritualizado antes, de modo que todo el ser: voluntad y conciencia, músculos y neuronas, sangre y pasión, se funda y amolde al propósito inigualable expresado en dos maderos que conforman una cruz. No hay nada más simple y a la vez más complejo, porque no hay, parafraseando a san Pablo, «elocuencia humana» capaz de explicar la «eficacia de la cruz».
Y ¿quiénes somos? El 75 por ciento de los católicos de Cuba se acercó a la Iglesia en los últimos veinte años, y el 26 por ciento en la última década. Y «estos nuevos miembros… se encuentran en proceso de maduración a fin de que sus raíces sean más profundas», según expresa el texto del PGP. Una maduración estremecida y sazonada de dificultades, y aún condicionada por ciertos temores. En su análisis de la realidad eclesial, según los datos de la encuesta, el texto del PGP explica que entre los fieles «predomina la visión pesimista sobre la optimista» cuando se habla de futuro, y entre las mayores preocupaciones está la posibilidad de que «la Iglesia sea nuevamente presionada».
Bien, esto responde a los factores objetivos, aquellos que superan nuestras posibilidades de actuación o están fuera de nuestro control, si tenemos una aproximación o mirada «conflictual» de esa maduración de los miembros de nuestra Iglesia, de los nuevos discípulos. Pero, a diferencia de lo que suele pensarse, aquí son más importantes los factores subjetivos, aquellos que sí podemos manejar, transformar y asumir en nuestra vida de fe, pues dependen exclusivamente de nuestra adhesión total al compromiso evangélico; factores subjetivos que, paradójicamente conducen al verdadero objetivo de nuestras vidas. Porque no basta creer, es necesario permanecer, subsistir, perseverar, insistir, continuar, resistir, afirmarse, arraigar, vivir, o sea, ser, según la suave radicalidad del evangelio.
El diálogo de Jesús con los judíos es esclarecedor: «Si ustedes permanecen en mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos, y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres» (Jn 8,31). Libres para vivir la experiencia cristiana a pesar de los condicionamientos externos, los desafíos económicos, sociales o políticos, o las propias limitaciones. Así lo demuestra el martirio de los santos, o el testimonio por momentos silencioso, otras veces activo, de tantos cristianos que mantuvieron y mantienen su fe pública a pesar de las incomprensiones de los poderosos o del más apasionado ateismo.
¿Cómo evangelizar y transformar la sociedad cuando muchas veces no tenemos acceso a determinados ambientes, sectores sociales y estructuras, lo que nos hace sentirnos en ocasiones como ciudadanos de segunda clase y, por tanto, desestimulados para asumir cualquier compromiso transformador?
Aquí mismo, en medio de nosotros, por muchos años un reducido grupo de discípulos se aferró fuertemente a la cruz, no por ser más valientes que otros, o mejores, sino simplemente por confiar en la palabra de Dios. Ante el temor expresado en la encuesta no hay más arma que la auténtica vivencia de la confianza en Dios. Y es esa confianza la que conforma al discípulo y le permite poner a Dios sobre todo y sobre todos, con una sencillez que se torna desconcertante, ridícula según los cánones y conceptos mundanos, conceptos a los que puede acercarse después sin temor de contagios, desprecios ni ajuste de cuentas, como se acerca con comprensión «al que se queja y retrocede», según el himno de Cuaresma, y porque el discípulo no es más que su maestro.
Ser discípulos de Jesucristo y transformadores de nuestra realidad, es algo serio. Si bien la condición de discípulos y el llamado a la misión transformadora abarca tanto a los obispos como a los consagrados y laicos por igual, la acción en el mundo compromete de modo particular a los últimos. La expresión transformar la realidad resulta titánica, gigantesca, parecería una suerte de misión imposible. No obstante, la historia de la humanidad, sobre todo en las naciones donde el cristianismo se propagó, y, de modo particular en lo que se conoce como «mundo occidental», no ha sido otra cosa que un proceso de transformaciones sociales, económicas y políticas constantes, inspiradas –se reconozca o no– en la propuesta del Dios encarnado en Jesucristo, nacido no precisamente en el mencionado «mundo occidental». Y en los últimos siglos, desde el populismo antimonárquico de la revolución francesa a los utópicos sueños de plenitud humana del marxismo –que sirvió de ropaje también a la revolución cubana de 1959–, los grandes movimientos sociales no han intentado otra cosa que asumir una «misión redentora», no pocas veces con carácter verdaderamente religioso, cuyo éxito casi siempre ha dependido del reconocimiento o desconocimiento de Dios.
Pero «evangelizar para un laico –indica el texto del PGP– no es solo pasar de casa en casa, sino también de ambiente en ambiente, se sector social en sector social, de estructura en estructura, anunciando en el seno de cada uno de ellos las propuestas siempre nuevas del Evangelio». Sin embargo, evangelizar los ambientes, los sectores sociales y las estructuras en una sociedad en la que todavía el católico es observado con suspicacia y sospechas resulta algo complicado. ¿C
ómo evangelizar y transformar la sociedad cuando muchas veces no tenemos acceso a determinados ambientes, sectores sociales y estructuras, lo que nos hace sentirnos en ocasiones como ciudadanos de segunda clase y, por tanto, desestimulados para asumir cualquier compromiso transformador?
Mas no hay error en el texto del PGP. Si Cristo hubiera bajado de la cruz no hubiera resucitado, y vana sería nuestra fe; si los apóstoles no hubieran aceptado el reto de superarse a sí mismos para evangelizar en el mismo corazón del imperio romano, si los primeros discípulos hubieran evitado el martirio, si los millones de misioneros que han avanzado por el mundo durante veinte siglos se hubieran detenido ante el primer rechazo, tal vez la Iglesia fuera algo bien distinto de lo que hoy es; si un puñado de laicos cubanos, por momentos contados con los dedos de una mano, no hubieran permanecido junto a su párroco en los años más difíciles para la vivencia de la fe, muy pocos templos se habrían salvado para la Iglesia en Cuba.
Lo que indica el PGP es lo mismo que, a través de los siglos, la Iglesia ha defendido de modo tenazmente consecuente: que si bien no hay razones para el triunfalismo, Dios todo lo puede para quien ha puesto en El su confianza; y que no hay transformación de la realidad si solo hay quejosos y criticones, y no discípulos.
El llamado es claro: para transformar la realidad el reto sigue siendo transformarse uno mismo, permanecer en la palabra, conocer la verdad, ser discípulos y vivir según la misión del discípulo.
A la vuelta de cinco años no será necesario convocar un encuentro numeroso para anunciar a los cuatro vientos: «¡Cumplimos el Plan!» No obra así la Iglesia. Pero si dentro de una semana, un año o un lustro, vemos sencillamente que nuestra familia está más unida, que las relaciones con los vecinos son más armoniosas, que somos capaces de ofrecer la mano y no la espalda, o que por ser consecuentes con nuestra fe somos respetados –lo que no quiere decir necesariamente que seamos más aceptados–, entonces habremos sido mejores discípulos, que es también decir mejores personas, trasmisores de esperanza, transformados y transformadores.