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Dec 15, 2006 00:00
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Beatitud,
Queridos hermanos en Cristo que acompañáis al venerable arzobispo de Atenas y de toda Grecia con ocasión de nuestro encuentro fraterno, os saludo en el Señor.
Con profunda alegría, os acojo con la misma fórmula que san Pablo dirigía «a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos con todos aquellos que invocan en cualquier lugar el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (1 Co 1,2). En el nombre del Señor y con un afecto sincero y fraterno, os doy la bienvenida entre nosotros, en la iglesia de Roma, y doy gracias a Dios porque nos concede vivir este momento de gracia y de alegría espiritual.
Vuestra presencia aquí reaviva en mí la gran tradición cristiana que nació y se desarrolló en vuestra querida y gloriosa patria. A través de la lectura de las epístolas de Pablo y de los Hechos de los apóstoles, esta tradición me recuerda diariamente a las primeras comunidades cristianas que se formaron en Corinto, en Tesalónica y en Filipos. Me recuerda también la presencia y la predicación de san Pablo en Atenas, su valiente proclamación de la fe en el Dios desconocido y revelado en Jesucristo y su mensaje de resurrección, difícil de entender para sus contemporáneos.
En la primera carta a los cristianos de Corinto, que fueron los primeros que conocieron las dificultades y las graves tentaciones de división, encontramos un mensaje actual para todos los cristianos. En efecto, un peligro real aparece cuando las personas tienen la voluntad de identificarse con un grupo u otro diciendo: yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo de Cefas. A eso contestó Pablo con la tremenda cuestión: «¿es que Cristo está dividido?» (1 Co 1,13).
Grecia y Roma intensificaron sus relaciones desde los albores del cristianismo y las continuaron, relaciones que abrieron camino a las diferentes formas de comunidades y de tradiciones cristianas en las regiones del mundo que hoy corresponden a la Europa del Este y a la Europa del Oeste. Estas intensas relaciones han contribuido también a crear una especie de ósmosis en la formación de las instituciones eclesiales. Esta ósmosis –con la salvaguarda de las particularidades disciplinares, litúrgicas, teológicas y espirituales de las dos tradiciones, romana y griega– hizo fructífera la acción evangelizadora de la Iglesia y la inculturación de la fe cristiana.
Hoy en día, nuestras relaciones se retoman lentamente pero en profundidad y con un interés de autenticidad. Son para nosotros una ocasión de redescubrir toda una nueva gama de expresiones espirituales ricas de significado y de compromiso mutuo. Doy gracias a Dios.
La visita memorable de mi venerado predecesor, el papa Juan Pablo II, a Atenas, en el marco de su peregrinación tras las huellas de san Pablo, en 2001, marcó un punto determinante en la intensificación progresiva de nuestros contactos y de nuestra colaboración. Durante esa peregrinación, el papa Juan Pablo II fue acogido con honor y respeto por vuestra Beatitud y por el Santo Sínodo de la iglesia de Grecia, y recuerdo en particular el emotivo encuentro en el Areópago en el que predicó san Pablo. En seguida, tuvieron lugar intercambios de delegaciones de sacerdotes y de estudiantes.
Por lo mismo, no querría ni podría olvidar la fructífera colaboración que se estableció entre el «Apostolikì Diakonia» y la Biblioteca Apostólica Vaticana.
Estas iniciativas contribuyen a un concreto conocimiento recíproco y no dudo que ayudarán, por su parte, a la promoción de nuevas relaciones entre la iglesia de Grecia y la iglesia de Roma.
Si dirigimos nuestra mirada al futuro, Beatitud, tenemos delante un vasto campo en el que podrá crecer nuestra colaboración cultural y pastoral.
Los diferentes países de Europa trabajan en la creación de una nueva Europa, que no puede ser una realidad exclusivamente económica. Católicos y ortodoxos están llamados a ofrecer su contribución cultural y, sobre todo, espiritual. En efecto, tienen el deber de defender las raíces cristianas del Continente, esas raíces que le han dado forma a lo largo de los siglos, y de permitir también a la tradición cristiana que continúe manifestándose y obrando con todas sus fuerzas a favor de la salvaguarda de la dignidad de la persona humana, del respeto de las minorías, evitando una uniformidad cultural que entraña el riesgo de perder inmensas riquezas de la civilización. Por lo mismo, conviene trabajar por la salvaguarda de los derechos del hombre, que comprenden el principio de la libertad individual, en particular de la libertad religiosa. Hay que defender y promover estos derechos en la Unión europea y en cada país que es miembro de ella.
Al mismo tiempo, conviene desarrollar una colaboración entre los cristianos de cada país de la Unión europea, de manera que hagamos frente a los nuevos riesgos a los que se enfrenta la fe cristiana, es decir, la secularización creciente, el relativismo y el nihilismo, que abren la puerta a comportamientos e, incluso, legislaciones que dañan la dignidad inalienable de las personas y que cuestionan instituciones tan fundamentales como el matrimonio. Es urgente emprender acciones pastorales comunes, que constituyan para nuestros contemporáneos un testimonio común y nos dispongan a dar cuenta de la esperanza que está en nosotros.
Vuestra presencia aquí en Roma, Beatitud, es signo de este compromiso común. Por su parte, la Iglesia católica tiene una voluntad profunda de llevar a cabo todo cuanto sea posible para nuestro acercamiento, con vistas a lograr la plena comunión entre católicos y ortodoxos y a favor de una colaboración pastoral en todos los niveles posible, para que el Evangelio sea anunciado y que el nombre de Dios sea bendecido.
Beatitud, os renuevo mis votos de bienvenida, a Usted y a los queridos hermanos que le acompañan en su visita. Confiándoos a la intercesión de la Théotokos, pido al Señor que os colme de la abundancia de sus bendiciones celestiales.
[Traducción del original francés realizada por la Archidiócesis de Madrid
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