Abad Ildebrando Gregori: Concluye en Roma la fase diocesana de su proceso de beatificación

Contemplativo contemporáneo y apóstol incansable, también en la caridad a los niños

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ROMA, viernes, 13 julio 2007 (ZENIT.org).- Ha concluido en Roma la fase diocesana del proceso de beatificación y canonización del Siervo de Dios el abad Ildebrando Gregori (1894-1985), fundador de la Congregación de las Hermanas Benedictinas Reparadoras de la Santa Faz de Nuestro Señor Jesucristo.

La causa de beatificación del abad –de la Congregación de los Monjes Benedictinos Silvestrinos- se abrió el 5 de diciembre de 1992 en la sede de la Vicaría de Roma.

El cardenal Camillo Ruini, vicario general de Su Santidad para la diócesis de Roma, sintetizó su discurso, en el acto celebrado en la Sala de la Conciliación del Palacio Lateranense, el pasado 3 de julio, que el monje italiano “vivió y actuó con rigurosa fidelidad y fuerte sensibilidad el carisma benedictino ‘Ora et labora’”.

“Monje contemplativo ejemplar y apóstol incansable en responder a las instancias de su tiempo, el Siervo de Dios fue también hombre de incesante oración”, añadió el purpurado.

“Cuando, tras la ordenación sacerdotal, tuvo responsabilidades en el campo de la formación de los candidatos, medía por el espíritu de oración la autenticidad de la vocación de los formandos -recordó- y les educaba para afrontar sobre todo con la oración las dificultades del crecimiento espiritual”.

Y “desde la fundación de la congregación benedictina de las Hermanas Reparadoras de la Santa Faz, en 1950, hasta su muerte, en 1985, la principal lección que impartió diariamente a sus hijas espirituales fue sobre todo la del ejemplo de la oración”, vivida como “creciente forma de comunión con el Señor”, apuntó el purpurado italiano.

”Jovencísimo monje y no aún sacerdote -relató-, conoció el sufrimiento del prójimo en el frente de guerra durante el primer conflicto mundial; luego –sobre todo en los últimos años de su vida- sufrió varias veces graves y dolorosas enfermedades físicas, aunque las pruebas más dolorosas fueron las morales y espirituales”, a causa de las numerosas incomprensiones y dificultades que le acompañaron, a las que respondió permaneciendo siempre fiel al voto de obediencia.

En efecto, “hubo quien le acusaba de interpretación demasiado ‘personal’ de la regla benedictina en la elección y desarrollo de sus obras de apostolado”, que llevó adelante “con intuición profética y anticipadora”, encontrando en ellas la plena realización de su vocación monástica, apuntó el cardenal Ruini.

Al respecto, el abad Ildebrando Gregori había escrito una vez: “si Europa fue convertida por los benedictinos, fue porque estos no concebían la vida en un quietismo, sino en una constante actividad, unidad y continua oración, como Jesús Nuestro Señor”.

Se ocupó de la formación de jóvenes candidatos a la vida monástica; siendo abad dio un fuerte impulso como animador vocacional, pero fue también director espiritual atento, además de “predicador solicitado y apreciado”.

Sin embargo –añadió el cardenal Ruini- “lo específico, es más, el punto de llegada del incansable apostolado del Siervo de Dios fue su valerosa iniciativa emprendida inmediatamente después de la guerra. Su corazón no toleraba la vista de tantos niños huérfanos y abandonados a causa de la guerra”.

Y “antes todavía de tener una idea de cómo ayudarles, albergarles, darles una educación y una formación humana y cristiana; antes todavía de planear dónde encontrar los medios para una obra de tales dimensiones, empezó a acoger a estos niños llenando de sus voces el silencio del monasterio hasta lograr, en poco años crear estructuras de asistencia e instrumentos de educación y formación absolutamente adelantados a los tiempos”, subrayó.

Para tener ayuda en su obra asistencial, el 15 de agosto de 1950, creó el Pío Sodalicio, luego convertido en diciembre de 1977 en Congregación Pontificia de las Hermanas Benedictinas Reparadoras de la Santa Faz, que hoy cuenta con catorce comunidades en Italia, una en Polonia, una en Rumanía, dos en la India y una en la República Democrática del Congo.

Su principal preocupación fue la fidelidad de sus hijas espirituales al “carisma de la reparación”, entendido como acto de amor contra el “pecado de la injusticia social”, y en referencia al Santo Rostro de Cristo.

Porque, explicó el purpurado, según el Siervo de Dios –que por esto mereció el apelativo de “apóstol del Santo Rostro”–, es Cristo a “quien hay que reconocer y ver en los pobres y necesitados”; y “rostros de Cristo son los otros tantos rostros del hombre, sobre todo del hombre que sufre material, psíquica, moral y espiritualmente”.

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ZENIT Staff

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