CIUDAD DEL VATICANO, martes, 4 septiembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la trascripción del diálogo espontáneo que mantuvo Benedicto XVI el 24 de julio en la Iglesia santa Justina mártir de Auronzo di Cadore con los párrocos y sacerdotes de las diócesis italianas de Belluno-Feltre y Treviso.
El encuentro tuvo lugar mientras el Papa transcurría sus vacaciones de verano en los Dolomitas.
* * *
Santidad, soy don Claudio y quiero hacerle una pregunta sobre la formación de la conciencia, de modo especial en las nuevas generaciones, porque hoy parece cada vez más difícil formar una conciencia coherente, una conciencia recta. Se confunde el bien y el mal con sentirse bien y sentirse mal, el aspecto más emotivo. Por eso, quisiera que nos diera usted algún consejo. Muchas gracias.
–Benedicto XVI: Excelencias, queridos hermanos, ante todo quisiera expresaros mi alegría y mi gratitud por este encuentro. Doy las gracias a los dos obispos, su excelencia Andrich y su excelencia Mazzocato, por esta invitación. A vosotros, que habéis venido en tan gran número durante el período de vacaciones, os manifiesto mi agradecimiento. Ver una iglesia llena de sacerdotes es alentador, porque demuestra que sí hay sacerdotes. La Iglesia está viva, aunque aumenten los problemas en nuestro tiempo y precisamente en nuestro Occidente. La Iglesia sigue siempre viva y, con sacerdotes que realmente desean anunciar el reino de Dios, crece y resiste a las complicaciones que vemos hoy en nuestra situación cultural.
La primera pregunta refleja en cierto modo un problema de la situación cultural de Occidente, porque en los últimos dos siglos el concepto de conciencia ha cambiado profundamente. Hoy prevalece la idea de que sólo sería racional —parte de la razón— lo que es cuantificable. Las otras cosas, es decir, las materias de la religión y la moral, no entrarían en la razón común, porque no son comprobables o, como se dice, no son «falsificables» con experimentos.
En esta situación, donde la moral y la religión son expulsadas por la razón, el único criterio último de la moralidad y también de la religión es el sujeto, la conciencia subjetiva, que no conoce otras instancias. En definitiva, sólo decide el sujeto, con su sentimiento, con sus experiencias, con los criterios que puede haber encontrado. Pero de esta forma el sujeto se convierte en una realidad aislada. Como usted ha dicho, así cambian los parámetros de día en día.
En la tradición cristiana «conciencia» quiere decir «cum-scientia»; o sea: nosotros, nuestro ser está abierto, puede escuchar la voz del ser mismo, la voz de Dios. Por tanto, la voz de los grandes valores está inscrita en nuestro ser y la grandeza del hombre consiste precisamente en que no está cerrado en sí mismo, no se reduce a las cosas materiales, cuantificables, sino que tiene una apertura interior a las cosas esenciales, y también la posibilidad de una escucha.
En la profundidad de nuestro ser no sólo podemos escuchar las necesidades del momento, las cosas materiales, sino también la voz del Creador mismo; así se conoce lo que es bien y lo que es mal. Pero, naturalmente, esta capacidad de escucha debe ser educada y desarrollada. Y precisamente este es el compromiso del anuncio que nosotros hacemos en la Iglesia: desarrollar esta importantísima capacidad, dada por Dios al hombre, de escuchar la voz de la verdad y así la voz de los valores.
Por consiguiente, un primer paso consiste en hacer que las personas perciban que nuestra misma naturaleza lleva en sí un mensaje moral, un mensaje divino, que debe ser descifrado y que nosotros poco a poco podemos conocer y escuchar mejor si desarrollamos en nosotros una escucha interior. Ahora bien, el problema concreto consiste en cómo educar para la escucha, en cómo lograr que el hombre sea capaz de escuchar, a pesar de todas las sorderas modernas, en cómo hacer que se vuelva a escuchar, en cómo conseguir que se haga realidad el effeta del bautismo, la apertura de los sentidos interiores.
Viendo la situación en la que nos encontramos, yo propondría una combinación entre un camino laico y un camino religioso: el camino de la fe. Hoy todos vemos que el hombre podría destruir el fundamento de su existencia, su tierra, y, por tanto, que ya no podemos hacer con nuestra tierra, con la realidad que nos ha sido encomendada, lo que queramos y lo que en cada momento parezca útil o conveniente; si queremos sobrevivir, debemos respetar las leyes interiores de la creación, de esta tierra, aprender estas leyes y obedecer también a estas leyes.
Así pues, esta obediencia a la voz de la tierra, del ser, es más importante para nuestra felicidad futura que las voces y los deseos del momento. En otras palabras, este es un primer criterio que conviene aprender: el ser mismo, nuestra tierra, habla con nosotros y nosotros debemos escuchar si queremos sobrevivir y descifrar este mensaje de la tierra. Y si debemos ser obedientes a la voz de la tierra, esto vale aún más para la voz de la vida humana. No sólo debemos cuidar la tierra; también debemos respetar al otro, a los otros: al otro en su singularidad como persona, como mi prójimo, y a los otros como comunidad que vive en el mundo y en la que debemos vivir juntos. Y vemos que sólo podemos ir adelante si guardamos un respeto absoluto a esta criatura de Dios, a esta imagen de Dios que es el hombre, sólo si respetamos la convivencia en la tierra.
De este modo, llegamos a la conclusión de que necesitamos las grandes experiencias morales de la humanidad, que son experiencias surgidas del encuentro con el otro, con la comunidad; la experiencia de que la libertad humana es siempre una libertad compartida y sólo puede funcionar si compartimos nuestras libertades respetando valores que son comunes a todos.
Me parece que con estos pasos podemos hacer ver la necesidad de obedecer a la voz del ser, de respetar la dignidad del otro, de respetar la necesidad de vivir juntos nuestras libertades como una libertad, y para todo esto es preciso conocer el valor que implica promover una digna comunión de vida entre los hombres. Así llegamos, como ya he dicho, a las grandes experiencias de la humanidad, en las que se manifiesta la voz del ser, y sobre todo a las experiencias de la gran peregrinación histórica del pueblo de Dios, que comenzó con Abraham, en el que no sólo encontramos las experiencias humanas fundamentales, sino que también, a través de esas experiencias, podemos escuchar la voz del Creador mismo, que nos ama y ha hablado con nosotros.
Aquí, en este contexto, respetando las experiencias humanas que nos indican el camino hoy y mañana, me parece que los diez Mandamientos tienen siempre un valor prioritario, en el que vemos las grandes señales que nos indican el camino. Los diez Mandamientos releídos, revividos a la luz de Cristo, a la luz de la vida de la Iglesia y de sus experiencias, indican algunos valores fundamentales y esenciales: los mandamientos cuarto y sexto, juntos, indican la importancia de nuestro cuerpo, de respetar las leyes del cuerpo, de la sexualidad y del amor, el valor del amor fiel, la familia. El quinto mandamiento indica el valor de la vida y también el valor de la vida común. El séptimo mandamiento indica el valor de compartir los bienes de la tierra, la justa distribución de estos bienes, la administración de la creación de Dios. El octavo mandamiento indica el gran valor de la verdad.
Por tanto, si los mandamientos cuarto, quinto y sexto indican el amor al prójimo, el octavo señala la verdad. Todo esto no funciona si falta la comunión con Dios, el respeto de Dios y la presencia de Dios en el mundo. Un mundo sin Dios será siempre un mundo de arbitrariedad y de egoísmo. Sólo si aparece Dios hay luz, hay esperanza. Nuestra vida tiene un sentido que no surge de nosotros, sino que nos precede, nos dirige. Por consiguiente, en este sentido tomamos junto
s los caminos obvios que hoy también la conciencia laica puede ver fácilmente, y así tratamos de guiar las voces más profundas, la voz verdadera de la conciencia, que se comunica en la gran tradición de la oración, de la vida moral de la Iglesia. Yo creo que, con un camino de paciente educación, todos podemos aprender a vivir y a encontrar la verdadera vida.
Soy don Mauro. Santidad, al desempeñar nuestro ministerio pastoral, cada vez nos vemos más agobiados por muchos afanes. Aumentan los compromisos de gestión administrativa de las parroquias, de organización pastoral y de acogida de las personas que atraviesan situaciones difíciles. ¿Hacia qué prioridades debemos orientar hoy nuestro ministerio de sacerdotes y párrocos, para evitar, por un lado, la fragmentación y, por otro, la dispersión? Muchas gracias.
–Benedicto XVI: Es una pregunta muy realista; es verdad. También yo experimento un poco este problema, pues cada día tengo que resolver muchos asuntos, con numerosas audiencias necesarias, con tanto que hacer. Sin embargo, es preciso encontrar las debidas prioridades y no olvidar lo esencial: el anuncio del reino de Dios. Al escuchar esta pregunta, me vino a la mente el evangelio de hace dos semanas sobre la misión de los setenta y dos discípulos. Para esta primera gran misión que Jesús encomendó a esos setenta y dos discípulos, les dio tres imperativos, que a mi parecer expresan también hoy sustancialmente las grandes prioridades del trabajo de un discípulo de Cristo, de un sacerdote. Los tres imperativos son: orad, curad y anunciad.
Creo que debemos encontrar el equilibrio entre estos tres imperativos esenciales, tenerlos siempre presentes como centro de nuestro trabajo.
Orad, es decir: sin una relación personal con Dios todo el resto no puede funcionar, porque realmente no podemos llevar a Dios, la realidad divina y la verdadera vida humana a las personas, si nosotros mismos no vivimos una relación profunda, verdadera, de amistad con Dios en Cristo Jesús.
Por eso cada día celebramos la santa Eucaristía como encuentro fundamental, donde el Señor habla con nosotros y nosotros con el Señor, que se entrega en nuestras manos. Sin la oración de las Horas, por la que entramos en la gran plegaria de todo el pueblo de Dios, comenzando por los Salmos del pueblo antiguo renovado en la fe de la Iglesia, y sin la oración personal, no podemos ser buenos sacerdotes, pues se pierde la sustancia de nuestro ministerio. Por eso, el primer imperativo es ser hombres de Dios, es decir, hombres que tienen amistad con Cristo y con sus santos.
Viene luego el segundo imperativo. Jesús dijo: curad a los enfermos, a los abandonados, a los necesitados. Es el amor de la Iglesia a los marginados, a los que sufren. Incluso las personas ricas pueden estar interiormente marginadas y sufrir. «Curar» se refiere a todas las necesidades humanas, que son siempre necesidades que van en profundidad hacia Dios. Por tanto, como se dice, es preciso conocer a las ovejas, tener relaciones humanas con las personas que nos han sido encomendadas, mantener un contacto humano y no perder la humanidad, porque Dios se hizo hombre y así confirmó todas las dimensiones de nuestro ser humano.
Pero, como he aludido, lo humano y lo divino siempre van juntos. A mi parecer, a este «curar», en sus múltiples formas, pertenece también el ministerio sacramental. El ministerio de la Reconciliación es un acto de curación extraordinario, que el hombre necesita para estar totalmente sano. Por tanto, estas curaciones sacramentales comienzan por el Bautismo, que es la renovación fundamental de nuestra existencia, y pasan por el sacramento de la Reconciliación, y la Unción de los enfermos. Naturalmente, en todos los demás sacramentos, también en la Eucaristía, se realiza una gran curación de las almas. Debemos curar los cuerpos, pero sobre todo —este es nuestro mandato— las almas. Debemos pensar en las numerosas enfermedades, en las necesidades morales, espirituales, que existen hoy y que debemos afrontar, guiando a las personas al encuentro con Cristo en el sacramento, ayudándoles a descubrir la oración, la meditación, el estar en la iglesia silenciosamente en presencia de Dios.
Luego viene el tercer imperativo: anunciad. ¿Qué anunciamos nosotros? Anunciamos el reino de Dios. Pero el reino de Dios no es una utopía lejana de un mundo mejor, que tal vez se realizará dentro de cincuenta años o quién sabe cuándo. El reino de Dios es Dios mismo, Dios que se ha acercado y se ha hecho cercanísimo en Cristo. Este es el reino de Dios: Dios mismo está cerca y nosotros debemos acercarnos a este Dios tan cercano porque se ha hecho hombre, sigue siendo hombre y está siempre con nosotros en su Palabra, en la santísima Eucaristía y en todos los creyentes.
Por consiguiente, anunciar el reino de Dios quiere decir hablar de Dios hoy, hacer presente la palabra de Dios, el Evangelio, que es presencia de Dios y, naturalmente, hacer presente al Dios que se ha hecho presente en la sagrada Eucaristía.
Uniendo estas tres prioridades, y teniendo en cuenta todos los aspectos humanos, nuestros límites, que debemos reconocer, podemos realizar bien nuestro sacerdocio. También es importante esta humildad, que nos hace reconocer los límites de nuestras fuerzas. Lo que no podemos hacer nosotros, lo debe hacer el Señor. Y está también la capacidad de delegar, de colaborar. Todo esto siempre con los imperativos fundamentales de orar, curar y anunciar.
Me llamo don Daniele. Santidad, el Véneto es tierra de fuerte inmigración, con una presencia consistente de personas no cristianas. Esta situación obliga a nuestras diócesis a llevar a cabo una nueva tarea de evangelización en su interior. Sin embargo, resulta ardua, porque debemos conciliar las exigencias del anuncio del Evangelio con las de un diálogo respetuoso con las demás religiones. ¿Qué indicaciones pastorales nos puede dar? Muchas gracias.
–Benedicto XVI: Naturalmente, vosotros vivís más de cerca esta situación. En este sentido, no puedo dar muchos consejos prácticos, pero puedo decir que en todas las visitas ad limina, tanto de los obispos asiáticos, africanos y latinoamericanos, como de toda Italia, siempre se afrontan estas situaciones. Ya no existe un mundo uniforme. Sobre todo en nuestro Occidente están presentes todos los demás continentes, las demás religiones, los demás modos de vivir la vida humana. Vivimos en un encuentro permanente, que tal vez nos asemeja a la Iglesia antigua, donde se vivía la misma situación. Los cristianos eran una pequeñísima minoría, un grano de mostaza que comenzaba a crecer, rodeado de religiones y condiciones de vida muy diversas.
Por consiguiente, debemos aprender nuevamente lo que vivieron los cristianos de las primeras generaciones. San Pedro, en su primera carta, en el capítulo tercero, dijo: «Debéis estar siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (cf. 1 P 3, 15). Así formuló san Pedro la necesidad de combinar el anuncio y el diálogo, dirigiéndose al hombre normal de aquel tiempo, al cristiano normal. No dijo formalmente: «Anunciad a cada uno el Evangelio». Dijo: «Debéis ser capaces, debéis estar dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza». Me parece que esta es la síntesis necesaria entre el diálogo y el anuncio.
El primer punto es que en nosotros mismos siempre debe estar presente la razón de nuestra esperanza. Debemos vivir la fe y pensar la fe, conocerla interiormente. Así, en nosotros mismos la fe se convierte en razón, se hace razonable. La meditación del Evangelio, y aquí el anuncio, la homilía, la catequesis, para hacer que las personas sean capaces de pensar la fe, son ya elementos fundamentales en esta unión de diálogo y anuncio. Nosotros mismos debemos pensar la fe, vivir la fe, y como sacerdotes encontrar maneras diversas de hacerla presente, a fin de que nuestros católicos puedan encontr
ar la convicción, la prontitud y la capacidad de dar razón de su fe.
El anuncio que transmite la fe en la conciencia de hoy debe tener múltiples formas. Sin duda, la homilía y la catequesis son dos formas principales, pero luego hay otros muchos modos de encontrarse —seminarios sobre la fe, movimientos laicales, etc.—, donde se habla de la fe y se aprende la fe. Todo esto nos hace capaces, ante todo, de vivir realmente como prójimos de los no cristianos; aquí prevalecen los cristianos ortodoxos y los protestantes; luego vienen los seguidores de otras religiones, musulmanes, y otros.
El primer aspecto es vivir con ellos, reconociendo que son el prójimo, nuestro prójimo. Por tanto, vivir en primera línea el amor al prójimo como manifestación de nuestra fe. Yo creo que esto constituye ya un testimonio muy fuerte y también una forma de anuncio: vivir realmente con estos «otros» el amor al prójimo, reconocer en ellos a nuestro prójimo, de forma que puedan constatar que este «amor al prójimo» está dirigido a ellos. Si sucede esto, podremos presentar más fácilmente la fuente de este comportamiento nuestro, es decir, explicar que el amor al prójimo es manifestación de nuestra fe.
En el diálogo no se puede pasar inmediatamente a los grandes misterios de la fe, aunque los musulmanes tengan ya cierto conocimiento de Cristo; niegan su divinidad, pero al menos lo reconocen como un gran profeta. Aman a la Virgen María. Por eso, también hay elementos comunes en la fe, que pueden servir de punto de partida para el diálogo.
Algo práctico y realizable, necesario, es sobre todo buscar un entendimiento fundamental sobre los valores que es preciso vivir. También aquí tenemos un tesoro común, porque vienen de la religión de Abraham, interpretada, revivida de una manera que hay que estudiar, a la que en última instancia debemos responder. Pero está presente la gran experiencia sustancial, la de los diez Mandamientos, y creo que este es el punto que debemos profundizar.
Pasar a los grandes misterios me parece un nivel difícil, que no se realiza en los grandes encuentros. Tal vez la semilla debe entrar en el corazón, a fin de que en algunos pueda madurar una respuesta de fe a través de diálogos más específicos. Pero lo que podemos y debemos hacer es buscar el consenso en torno a los valores fundamentales, expresados en los diez Mandamientos, resumidos en el amor al prójimo y en el amor a Dios, y que se pueden interpretar en las diversas dimensiones de la vida.
Al menos seguimos un camino común hacia el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios que es finalmente el Dios de rostro humano, el Dios presente en Jesucristo. Este último paso sólo se ha de dar en encuentros íntimos, personales o de pequeños grupos; en cambio, el camino hacia este Dios, del que vienen estos valores que hacen posible la vida común, me parece realizable también en encuentros más amplios.
Así pues, a mi parecer, aquí se realiza una forma de anuncio humilde, paciente, que espera, pero que también ya hace concreto nuestro vivir según la conciencia iluminada por Dios.
–Soy don Samuele. Hemos escuchado su invitación a orar, a curar y a anunciar. Lo hemos tomado en serio, preocupándonos de su persona y, para manifestarle nuestro afecto, le hemos traído algunas botellas de buen vino de nuestra tierra, que le entregaremos por medio de nuestro obispo. Paso a la pregunta. Cada vez aumentan más los casos de personas divorciadas que se vuelven a casar, conviviendo, y nos piden a los sacerdotes una ayuda para su vida espiritual. Estas personas con frecuencia sufren por no poder acceder a los sacramentos. Es necesario afrontar esas situaciones, compartiendo los sufrimientos que implican. Santo Padre, ¿con qué actitudes humanas, espirituales y pastorales podemos conjugar la misericordia y la verdad? Muchas gracias.
–Benedicto XVI: Sí, se trata de un problema doloroso, y ciertamente no existe una receta sencilla para resolverlo. Todos sufrimos por este problema, pues todos tenemos cerca a personas que se encuentran en esa situación y sabemos que para ellos es un dolor y un sufrimiento, porque quieren estar en plena comunión con la Iglesia. El vínculo de su matrimonio anterior reduce su participación en la vida de la Iglesia. ¿Qué hacer?
Un primer punto sería, naturalmente, la prevención, en la medida de lo posible. Por eso, resulta cada vez más fundamental y necesaria la preparación para el matrimonio. El Derecho canónico supone que el hombre como tal, incluso el que no tiene una gran instrucción, quiere formar un matrimonio según la naturaleza humana, como se indica en los primeros capítulos del Génesis. Es hombre, tiene una naturaleza humana y, por consiguiente, sabe lo que es el matrimonio. Quiere hacer lo que dice su naturaleza humana. Esto es lo que da por supuesto el Derecho canónico. Es algo que se impone: el hombre es hombre, la naturaleza es así, y le dice eso.
Pero hoy ese axioma, según el cual el hombre quiere hacer lo que está en su naturaleza: un matrimonio único y fiel, se transforma en un axioma un poco diverso. «Volunt contrahere matrimonium sicut ceteri homines». Ya no sólo habla la naturaleza, sino los «ceteri homines»: lo que hacen todos. Y lo que hoy hacen todos no es sólo el matrimonio natural, según el Creador, según la creación. Lo que hacen los «ceteri homines» es casarse con la idea de que un día el matrimonio puede fracasar y luego se puede pasar a un segundo, a un tercero y a un cuarto matrimonio. Este modelo, «como hacen todos», se convierte en un modelo opuesto a lo que dice la naturaleza. Así resulta normal casarse, divorciarse y volverse a casar; y nadie piensa que es algo que va contra la naturaleza humana, o al menos es difícil encontrar a una persona que piense así.
Por eso, para ayudar a las personas a llegar realmente al matrimonio, no sólo en el sentido de la Iglesia, sino también en el del Creador, debemos reparar la capacidad de escuchar a la naturaleza. Así volvemos a la primera cuestión, a la primera pregunta. Es necesario redescubrir en «lo que hacen todos» lo que nos dice la naturaleza misma, que habla de modo diferente al de esa costumbre moderna. En efecto, nos invita al matrimonio para toda la vida, con una fidelidad que dure toda la vida, a pesar de los sufrimientos que implica crecer juntos en el amor.
Así pues, los cursos de preparación para el matrimonio deben ayudar a reparar en nosotros la voz de la naturaleza, del Creador, para redescubrir en lo que hacen todos los «ceteri homines» lo que nos dice íntimamente nuestro ser mismo. En esta situación, entre lo que hacen todos y lo que dice nuestro ser, los cursos de preparación para el matrimonio deben ser un camino de redescubrimiento, para volver a aprender lo que nos dice nuestro ser; deben ayudar a llegar a una verdadera decisión con respecto al matrimonio según el Creador y según el Redentor.
Esos cursos de preparación son muy importantes para «conocerse a sí mismos», para descubrir la verdadera voluntad matrimonial. No basta la preparación, pues las grandes crisis vienen después. Por eso, es muy importante el acompañamiento durante los primeros diez años de matrimonio. En la parroquia no sólo hay que promover los cursos de preparación, sino también la comunión en el camino que viene después: acompañarse y ayudarse recíprocamente. Los sacerdotes, y también las familias que ya han hecho esas experiencias, que conocen esos sufrimientos, esas tentaciones, deben ayudarles en sus momentos de crisis. Es importante la presencia de una red de familias que se ayuden mutuamente. También los Movimientos pueden prestar una gran ayuda.
La primera parte de mi respuesta sugiere la prevención, no sólo en el sentido de preparar, sino también de acompañar, es decir, la presencia de una red de familias que ayude a afrontar esta situación moderna, donde todo habla contra una fidelidad de por vida. Es necesario ayudar a encontrar esta fidelidad, a aprenderla inc
luso en medio del sufrimiento.
Sin embargo, en caso de fracaso, es decir, cuando los esposos no se sienten capaces de cumplir su primera voluntad, queda siempre la pregunta de si realmente fue una voluntad, en el sentido del sacramento. Por tanto, se puede abrir un proceso para la declaración de nulidad. Si fue un verdadero matrimonio, y en consecuencia no pueden volver a casarse, la presencia permanente de la Iglesia ayuda a estas personas a soportar otro sufrimiento. En el primer caso tenemos el sufrimiento de superar esa crisis, de aprender una fidelidad ardua y madura. En el segundo, tenemos el sufrimiento de encontrarse en un vínculo nuevo, que no es el sacramental y que por tanto no permite la comunión plena en los sacramentos de la Iglesia. Aquí se trata de enseñar y aprender a vivir con este sufrimiento. Volveremos a este punto en la primera pregunta de la otra diócesis.
Por lo general, en nuestra generación, en nuestra cultura, debemos redescubrir el valor del sufrimiento, aprender que el sufrimiento puede ser algo muy positivo, pues nos ayuda a madurar, a ser lo que debemos ser, a estar más cerca del Señor, que sufrió por nosotros y sufre con nosotros. Así pues, también en esta segunda situación es de suma importancia la presencia del sacerdote, de las familias, de los Movimientos, la comunión personal y comunitaria, la ayuda del amor al prójimo, un amor muy específico. Sólo este amor profundo de la Iglesia, que se realiza con un acompañamiento múltiple, puede ayudar a estas personas a sentirse amadas por Cristo, miembros de la Iglesia, incluso en una situación difícil, y a vivir la fe.
–Santidad, me llamo don Saverio. Mi pregunta se refiere a las misiones. Este año se cumple el 50° aniversario de la encíclica Fidei donum. Aceptando la invitación del Papa, muchos sacerdotes, también de nuestra diócesis, incluido yo, hemos vivido —otros siguen viviendo— la experiencia de la misión ad gentes. Sin duda se trata de una experiencia extraordinaria que, en mi modesta opinión, podrían vivir numerosos sacerdotes en el ámbito del intercambio entre Iglesias hermanas. Sin embargo, teniendo en cuenta la disminución del número de sacerdotes en nuestros países, ¿cómo se puede llevar hoy a la práctica la indicación de esa encíclica y con qué espíritu deben acogerla y vivirla los sacerdotes enviados y toda la diócesis? Muchas gracias.
–Benedicto XVI: Gracias. Ante todo, quisiera expresar mi agradecimiento a todos estos sacerdotes fidei donum y a las diócesis. Como ya he dicho, recientemente he tenido numerosas visitas ad limina tanto de obispos de Asia como de África y América Latina, y todos me dicen: «Tenemos gran necesidad de sacerdotes fidei donum y estamos muy agradecidos por el trabajo que realizan, pues hacen presente, en situaciones a menudo dificilísimas, la catolicidad de la Iglesia; demuestran que somos una gran comunión universal. Para los sacerdotes fidei donum el hombre lejano se transforma en próximo, en prójimo; así viven el amor al prójimo. Este gran don, que realmente se ha hecho durante los últimos cincuenta años, lo he percibido y visto casi de modo palpable en todos mis diálogos con los sacerdotes, que dicen: «No penséis que los africanos ahora ya somos autosuficientes; seguimos teniendo necesidad de que se haga visible la gran comunión de la Iglesia universal». Todos necesitamos que se demuestre la comunión de los católicos, un amor al prójimo vivido por personas que llegan de lejos y así van al encuentro de su prójimo».
Hoy la situación ha cambiado, en el sentido de que también nosotros en Europa recibimos a sacerdotes procedentes de África, de América Latina e incluso de otras partes de la misma Europa, y eso nos permite ver la belleza de este intercambio de dones, de este don recíproco, porque todos tenemos necesidad de todos. Precisamente así crece el Cuerpo de Cristo.
Para resumir, quisiera decir que este don era y es un gran don y que así lo percibe la Iglesia. En muchas situaciones —que ahora no puedo describir—, en las que existen problemas sociales, problemas de desarrollo, problemas de anuncio de la fe, problemas de aislamiento, de necesidad de la presencia de otros, estos sacerdotes son un don en el que las diócesis y las Iglesias particulares reconocen la presencia de Cristo que se entrega por nosotros y, al mismo tiempo, reconocen que la Comunión eucarística no es sólo comunión sobrenatural: también se convierte en comunión concreta a través de este don de sacerdotes diocesanos, que van a otras diócesis; y la red de las Iglesias particulares se transforma realmente en una red de amor.
Gracias a todos los que han hecho este don. Animo a los obispos y a los sacerdotes a seguir otorgando este don. Sé que ahora en Europa, con la escasez de vocaciones, resulta cada vez más difícil hacer este don, pero ya tenemos la experiencia de que también otros continentes, como Asia —en concreto, la India— y sobre todo África, nos están dando sacerdotes. La reciprocidad sigue siendo muy importante; precisamente por eso es muy necesaria la experiencia de que somos Iglesia enviada al mundo y que todos conocen a todos y aman a todos; esa es también la fuerza del anuncio. Así se pone de manifiesto que el grano de mostaza da fruto y se hace un árbol cada vez más grande, en el que las aves del cielo pueden descansar. Gracias y ¡ánimo!
–Soy don Alberto. Santo Padre, los jóvenes son nuestro futuro y nuestra esperanza, pero a veces no ven en la vida una oportunidad, sino una dificultad; no un don para sí mismos y para los demás, sino un objeto de consumo inmediato; no un proyecto por construir, sino un vagabundeo sin meta fija. La mentalidad de hoy impone a los jóvenes ser siempre felices y perfectos y eso implica como consecuencia que cualquier pequeño fracaso y la mínima dificultad ya no se ven como un motivo de crecimiento, sino como una derrota. Todo esto los lleva con frecuencia a gestos irremediables como el suicidio, que provocan una laceración en el corazón de quienes los aman y de la sociedad entera. ¿Qué nos puede decir a los educadores, que a menudo nos sentimos con las manos atadas y sin respuestas? Muchas gracias.
–Benedicto XVI: Creo que ha descrito con acierto una vida en la que Dios no está presente. En un primer momento parece que no tenemos necesidad de Dios; más aún, que sin Dios seríamos más libres y tendríamos más espacio en el mundo. Pero, después de cierto tiempo, se ve lo que sucede en las nuevas generaciones cuando no se tiene a Dios. Como dijo Nietzsche, «la gran luz se ha apagado, el sol se ha apagado». Entonces la vida es algo ocasional, se convierte en un objeto y las personas tratan de explotarla lo mejor posible, usándola como si fuera un medio para una felicidad inmediata, palpable y realizable. Pero el gran problema es que si Dios no está presente y no es también el Creador de nuestra vida, en realidad la vida es una simple pieza de la evolución y nada más; no tiene sentido por sí misma. Al contrario, debemos tratar de infundir sentido en esta parte del ser.
Actualmente, en Alemania, pero también en Estados Unidos, se está asistiendo a un debate bastante encendido entre el así llamado «creacionismo» y el evolucionismo, presentados como si fueran alternativas que se excluyen: quien cree en el Creador no podría admitir la evolución y, por el contrario, quien afirma la evolución debería excluir a Dios. Esta contraposición es absurda, porque, por una parte, existen muchas pruebas científicas en favor de la evolución, que se presenta como una realidad que debemos ver y que enriquece nuestro conocimiento de la vida y del ser como tal.
Pero la doctrina de la evolución no responde a todos los interrogantes y sobre todo no responde al gran interrogante filosófico: ¿de dónde viene todo esto y cómo todo toma un camino que desemboca finalmente en el hombre? Eso me parece muy importante. En mi lección de Ratisbona quise decir también que la razón debe
abrirse más: ciertamente debe ver esos datos, pero también debe ver que no bastan para explicar toda la realidad. Nuestra razón ve más ampliamente. En el fondo no es algo irracional, un producto de la irracionalidad; hay una razón anterior a todo, la Razón creadora, y en realidad nosotros somos un reflejo de la Razón creadora. Somos pensados y queridos; por tanto, hay una idea que nos precede, un sentido que nos precede y que debemos descubrir y seguir, y que en definitiva da significado a nuestra vida.
Así pues, el primer punto es: descubrir que realmente nuestro ser es razonable, ha sido pensado, tiene un sentido; y nuestra gran misión es descubrir ese sentido, vivirlo y dar así un nuevo elemento a la gran armonía cósmica pensada por el Creador. Si es así, entonces los elementos de dificultad se transforman en momentos de madurez, de proceso y de progreso de nuestro ser, que tiene sentido desde su concepción hasta su último momento de vida.
Podemos conocer esta realidad del sentido que nos precede a todos nosotros; y también podemos redescubrir el sentido del sufrimiento y del dolor. Ciertamente, hay un dolor que debemos evitar y eliminar del mundo: muchos dolores inútiles provocados por las dictaduras, por los sistemas equivocados, por el odio y la violencia. Pero en el dolor hay también un sentido profundo y nuestra vida sólo puede madurar si podemos dar sentido a ese dolor y sufrimiento.
Sobre todo, no es posible amar sin dolor, porque el amor implica siempre renunciar a nosotros mismos, salir de nosotros mismos, aceptar a los demás con su diferente manera de ser; implica una entrega de nosotros mismos y, por tanto, salir de nosotros mismos. Todo esto es dolor, sufrimiento, pero precisamente en el sufrimiento de perdernos por los otros, por las personas que amamos y también por Dios, llegamos a ser grandes y nuestra vida encuentra el amor, y en el amor su sentido.
Para ayudarnos a vivir, la mentalidad moderna debe convencerse de que amor y dolor, amor y Dios, son inseparables. En este sentido, es importante hacer que los jóvenes descubran a Dios, que descubran el amor verdadero, el cual llega a ser grande precisamente con la renuncia; así podrán descubrir también la bondad interior del sufrimiento, que nos hace libres y más grandes. Naturalmente, para ayudar a los jóvenes a encontrar estos elementos, siempre hace falta acompañarlos en su camino, tanto en la parroquia como en la Acción católica y en los Movimientos, pues las nuevas generaciones sólo en compañía de otros podrán descubrir esta gran dimensión de nuestro ser.
–Soy don Francesco. Santo Padre, me ha impresionado una frase que escribió usted en su libro «Jesús de Nazaret»: «¿Qué ha traído en verdad Jesús al mundo, si no ha traído la paz, el bienestar para todos o un mundo mejor? ¿Qué es lo que ha traído? La respuesta es muy sencilla: «a Dios. Ha traído a Dios»». Hasta aquí la cita, que me parece llena de claridad y verdad. Mi pregunta es: se habla de nueva evangelización, de nuevo anuncio del Evangelio —esta ha sido también la decisión principal del Sínodo de nuestra diócesis de Belluno-Feltre—, pero ¿qué hacer para que este Dios, única riqueza traída por Jesús y que a menudo se presenta a muchos envuelto en niebla, resplandezca aún en nuestros hogares y sea agua que apague la sed también de las numerosas personas que parecen ya no tener sed? Muchas gracias.
–Benedicto XVI: Gracias. Es una pregunta fundamental. La pregunta fundamental de nuestro trabajo pastoral es cómo llevar a Dios al mundo, a nuestros contemporáneos. Evidentemente, el llevar a Dios abarca muchos aspectos: el anuncio, la vida y muerte de Jesús se desarrollaron en varias dimensiones, que forman una unidad. Debemos mantener las dos cosas. Por una parte, el anuncio cristiano, el cristianismo, no es un paquete complicadísimo de muchos dogmas, que nadie podría conocer en su totalidad. No es algo sólo para académicos, que pueden estudiar estas cosas. Es algo sencillo: Dios existe, Dios es cercano en Jesucristo. El mismo Jesucristo, resumiendo, dijo: «Ha llegado el reino de Dios». Esto es lo que anunciamos, algo muy sencillo en el fondo. Todos los otros aspectos son sólo dimensiones de esa única realidad; no todas las personas deben conocer todo, pero ciertamente todas deben entrar en lo íntimo, en lo esencial; así se abordan con alegría cada vez mayor también las diversas dimensiones.
Pero, en concreto, ¿qué se ha de hacer? Hablando del trabajo pastoral actual ya tocamos los puntos esenciales. Pero continuando en este sentido, llevar a Dios implica sobre todo, por una parte, el amor y, por otra, la esperanza y la fe. Es decir, la dimensión de la vida: el mejor testimonio de Cristo, el mejor anuncio, es siempre la vida auténtica de los cristianos. Hoy el anuncio más hermoso lo realizan las familias que, alimentándose de fe, viven con una alegría profunda y fundamental, incluso en medio del sufrimiento, y ayudan a los demás, amando a Dios y al prójimo. También para mí el anuncio más consolador es siempre ver a familias católicas o a personalidades católicas impregnadas de fe. En ellas resplandece realmente la presencia de Dios y a través de ellas llega el «agua viva» de la que usted ha hablado. Así pues, el anuncio fundamental es precisamente el de la vida misma de los cristianos.
Naturalmente, después viene el anuncio de la Palabra. Debemos hacer todo lo posible para que se escuche y se conozca la Palabra. Hoy existen muchas escuelas de la Palabra y del diálogo con Dios en la sagrada Escritura, diálogo que también se transforma necesariamente en oración, porque un estudio meramente teórico de la sagrada Escritura es sólo una escucha intelectual y no sería un verdadero y suficiente encuentro con la palabra de Dios.
Si es verdad que en la Escritura y en la palabra de Dios es el Señor, el Dios vivo, quien nos habla, suscita nuestra respuesta y nuestra oración, entonces las escuelas de la Escritura deben ser también escuelas de oración, de diálogo con Dios, de acercamiento íntimo a Dios.
A continuación vienen todas las formas de anuncio. Naturalmente, los sacramentos. Con Dios siempre vienen también todos los santos. Como nos dice la sagrada Escritura desde el inicio, Dios nunca viene solo, viene acompañado y rodeado de los ángeles y de los santos. En la gran vidriera de San Pedro que representa al Espíritu Santo me agrada mucho que Dios se encuentre rodeado de una multitud de ángeles y de seres vivos, que son expresión y, por decirlo así, emanación del amor de Dios.
Con Dios, con Cristo, con el hombre que es Dios y con Dios que es hombre, viene la Virgen. Esto es muy importante. Dios, el Señor, tiene una Madre y en esa Madre reconocemos realmente la bondad materna de Dios. La Virgen, Madre de Dios, es el auxilio de los cristianos, es nuestra consolación permanente, es nuestra gran ayuda. Esto lo veo también en el diálogo con los obispos del mundo, de África y últimamente de América Latina. El amor a la Virgen es la gran fuerza de la catolicidad. En la Virgen reconocemos toda la ternura de Dios; por eso, cultivar y vivir este gozoso amor a la Virgen, a María, es un don muy grande de la catolicidad.
Luego vienen los santos. Cada lugar tiene su santo. Eso está bien, porque así vemos los múltiples colores de la única luz de Dios y de su amor, que se acerca a nosotros. Debemos descubrir a los santos en su belleza, en su acercarse a nosotros en la Palabra, pues en un santo determinado podemos encontrar traducida precisamente para nosotros la Palabra inagotable de Dios. Asimismo, todos los aspectos de la vida parroquial, incluso los humanos. No debemos andar siempre por las nubes, por las altísimas nubes del Misterio; también debemos estar con los pies en la tierra y vivir juntos la alegría de ser una gran familia: la pequeña gran familia de la parroquia, la gran familia de la diócesis, la gran familia de la Iglesia universal.
En Roma puedo ver todo esto; puedo ver c
ómo personas procedentes de todas las partes de la tierra y que no se conocen, en realidad se conocen, porque todos forman parte de la familia de Dios; se sienten una familia porque lo tienen todo: amor al Señor, amor a la Virgen, amor a los santos; tienen la sucesión apostólica, al Sucesor de Pedro, a los obispos.
Esta alegría de la catolicidad, con sus múltiples colores, es también la alegría de la belleza. Aquí tenemos la belleza de un hermoso órgano; la belleza de una hermosísima iglesia; la belleza que se ha desarrollado en la Iglesia. Me parece un testimonio maravilloso de la presencia y de la verdad de Dios. La Verdad se manifiesta en la belleza y debemos agradecer esta belleza y hacer todo lo posible para que permanezca, se desarrolle y crezca aún más. De esta forma, llega Dios hasta nosotros de un modo muy concreto.
–Soy don Lorenzo, párroco. Santo Padre, los fieles esperan sólo una cosa de los sacerdotes: que seamos especialistas en promover el encuentro del hombre con Dios. No son palabras mías, sino de Su Santidad en un discurso al clero. Mi padre espiritual en el seminario, durante aquellas arduas sesiones de dirección espiritual, me decía: «Lorenzino, humanamente vas bien, pero…», y cuando decía «pero» quería decir que a mí me gustaba más jugar al fútbol que hacer la adoración eucarística. Y decía que eso no se correspondía con mi vocación; que yo no debía contradecir a mis profesores en las clases de moral y de derecho, porque los profesores sabían más que yo. Y no sé qué otras cosas quería insinuar con aquel «pero». De todos modos, ahora que está en el cielo rezo por él alguna vez el requiem. A pesar de todo eso, soy sacerdote desde hace 34 años y me siento muy feliz. No he hecho milagros, ni desastres conocidos; tal vez pueda haber hecho algunos que desconozco. Para mí «Humanamente vas bien» es una felicitación. Acercar el hombre a Dios y Dios al hombre, ¿no se realiza sobre todo a través de lo que llamamos humanidad, que es irrenunciable también para nosotros, los sacerdotes?
–Benedicto XVI: Gracias. Creo que es exacto lo que ha dicho usted al final. El catolicismo, de una forma un poco simplista, ha sido considerado siempre la religión del gran et… et…, es decir, la religión de la síntesis, no de grandes exclusivismos. Católico quiere decir precisamente «síntesis». Por eso, yo no soy partidario de una alternativa: o jugar al fútbol o estudiar sagrada Escritura o derecho canónico. Hay que hacer las dos cosas. Es bueno hacer deporte. Yo no soy un gran deportista, pero cuando era más joven me agradaba ir a la montaña de vez en cuando; ahora sólo hago algunas caminatas muy fáciles, pero siempre me gusta pasear aquí en esta hermosa tierra que el Señor nos ha dado.
Ciertamente, no podemos vivir siempre en una profunda meditación. Tal vez un santo, en la última fase de su camino terrestre, puede llegar a ese punto, pero normalmente vivimos con los pies en la tierra y los ojos dirigidos al cielo. Ambas cosas nos las ha dado el Señor. Por eso, amar las cosas humanas, amar las bellezas de su tierra, no sólo es muy humano, sino que además es muy cristiano y precisamente católico.
Como ya he dicho antes, una pastoral buena y realmente católica incluye también este aspecto: vivir en el et… et…; vivir la humanidad y el humanismo del hombre, todos los dones que el Señor nos ha dado y que hemos desarrollado; y, al mismo tiempo, no olvidar a Dios, porque al final la gran luz viene de Dios; sólo de él viene la luz que da alegría a todos estos aspectos de las cosas que existen.
Así pues, simplemente quiero poner de relieve la gran síntesis católica, el et… et…: ser verdaderamente hombre y, cada uno según sus dones y según su carisma, amar la tierra y las cosas hermosas que el Señor nos ha dado, pero también agradecer el hecho de que en la tierra resplandece la luz de Dios, que da esplendor y belleza a todo lo demás. En este sentido, vivamos gozosamente la catolicidad. Esta sería mi respuesta.
–Me llamo don Arnaldo. Santo Padre, debido a las exigencias pastorales y del ministerio, juntamente con el número cada vez menor de sacerdotes, nuestros obispos se ven obligados a redistribuir el clero, a menudo acumulando compromisos y encomendando varias parroquias a la misma persona. Eso afecta a la sensibilidad de numerosas comunidades de bautizados y a la disponibilidad de nosotros, los sacerdotes, para vivir juntos —sacerdotes y laicos— el ministerio pastoral. ¿Cómo vivir este cambio de organización pastoral, privilegiando la espiritualidad del buen Pastor? Muchas gracias, Santidad.
–Benedicto XVI: Sí, con su pregunta volvemos a la cuestión de las prioridades pastorales, de cómo debe actuar un párroco. Hace poco tiempo, un obispo francés, que era religioso y por tanto nunca había sido párroco, me decía: «Santidad, quisiera que me explicara lo que es un párroco. Nosotros, en Francia, tenemos grandes unidades pastorales, con cinco, seis o siete parroquias, y el párroco se transforma en un coordinador de organismos, de trabajos diversos». Y le parecía que el párroco, al estar así ocupado en la coordinación de esos diversos organismos, ya no tenía la posibilidad de un encuentro personal con sus ovejas; y él, al ser obispo —y, por tanto, un gran párroco—, se preguntaba si es bueno ese sistema o si se debería buscar la manera de hacer que el párroco sea realmente párroco, es decir, pastor de su grey.
Naturalmente, yo no podía dar una receta para resolver esa situación de Francia, pero el problema hay que plantearlo en general. El párroco, a pesar de las nuevas situaciones y las nuevas formas de responsabilidad, no debe perder la cercanía con la gente; debe ser realmente el pastor de esa grey que le ha encomendado el Señor. Hay situaciones diversas; pienso en los obispos que en sus diócesis afrontan situaciones muy distintas; deben tratar de lograr que el párroco siga siendo pastor y no se convierta en un burócrata sagrado.
En cualquier caso, creo que la primera manera de estar cerca de las personas que nos han sido confiadas es precisamente la vida sacramental: en la Eucaristía estamos juntos y podemos y debemos encontrarnos. El sacramento de la Reconciliación es un encuentro personalísimo. También el Bautismo es un encuentro personal; y no sólo el momento de administrar el sacramento.
Todos estos sacramentos tienen un contexto: bautizar implica primero catequizar de algún modo a esta joven familia, hablar con ellos, a fin de que el Bautismo sea también un encuentro personal y una ocasión para una catequesis muy concreta. Lo mismo se puede decir de la preparación para la primera Comunión, para la Confirmación y para el Matrimonio: siempre son ocasiones donde en realidad el párroco, el sacerdote, se encuentra directamente con las personas; él es el predicador, el administrador de los sacramentos, en un sentido que implica siempre la dimensión humana. El sacramento nunca es sólo un acto ritual; el acto ritual y sacramental es la condensación de un contexto humano en el que se mueve el sacerdote, el párroco.
Además, me parece muy importante encontrar el modo correcto de delegar. El párroco no se debe limitar a ser el coordinador de organismos. Más bien, debe delegar de diferentes maneras. Ciertamente, en los Sínodos —y aquí, en vuestra diócesis, habéis tenido un Sínodo— se encuentra el modo de librar suficientemente al párroco para que, por una parte, conserve la responsabilidad de toda la unidad pastoral que se le ha encomendado, pero, por otra, no se reduzca sustancialmente y sobre todo a ser un burócrata que coordina. Debe tener en su mano los hilos esenciales, contando luego con colaboradores.
Creo que uno de los frutos importantes y positivos del Concilio ha sido la corresponsabilidad de toda la parroquia. Ya no es sólo el párroco quien debe vivificar todo, sino que, dado que todos formamos la parroquia, todos debemos colaborar y ayudar, a fin de
que el párroco no quede aislado arriba como coordinador. Debe ser realmente un pastor, con la ayuda de colaboradores en los trabajos comunes que se realizan en la vida de la parroquia.
Así pues, esta coordinación y esta responsabilidad vital de toda la parroquia, por una parte, y la vida sacramental y de anuncio, como centro de la vida parroquial, por otra, podrían permitir también hoy, en circunstancias ciertamente muy difíciles, que el párroco conozca efectivamente a sus ovejas y sea el pastor que de verdad las llame y las guíe, aunque tal vez no las conozca a todas por su nombre, como el Señor nos dice refiriéndose al buen pastor.
A mí me corresponde la última pregunta, y tengo la tentación de no formularla, pues se trata de una pregunta trivial y, al ver cómo Su Santidad en las nueve respuestas anteriores nos ha hablado de Dios elevándonos a grandes alturas, me parece casi insignificante lo que voy a preguntarle. Sin embargo, lo voy a hacer. Se trata del tema de los de mi generación, los que nos preparamos al sacerdocio durante los años del Concilio, y luego salimos con entusiasmo y tal vez también con la pretensión de cambiar el mundo; hemos trabajado mucho y hoy tenemos dificultades: estamos cansados, porque no se han realizado muchos de nuestros sueños y también porque nos sentimos un poco aislados. Los de más edad nos dicen: «¿Veis cómo teníamos razón nosotros al ser más prudentes?»; y los jóvenes algunas veces nos tachan de «nostálgicos del Concilio». Nuestra pregunta es esta: ¿Podemos aportar aún algo a nuestra Iglesia, especialmente con la cercanía a la gente que, a nuestro parecer, nos ha caracterizado? Ayúdenos a recobrar la esperanza, la serenidad…
–Benedicto XVI: Gracias. Es una pregunta importante y yo conozco muy bien la situación. También yo viví los tiempos del Concilio; estuve en la basílica de San Pedro con gran entusiasmo, viendo cómo se abrían nuevas puertas; parecía realmente un nuevo Pentecostés, con el que la Iglesia podía convencer de nuevo a la humanidad, después de que el mundo se hubiera alejado de la Iglesia en los siglos XIX y XX. Parecía que la Iglesia y el mundo se volvían a encontrar, y que renacía un mundo cristiano y una Iglesia del mundo y realmente abierta al mundo. Esperábamos mucho, pero las cosas han resultado más difíciles en la realidad. Con todo, queda la gran herencia del Concilio, que abrió un camino nuevo. Es siempre una charta magna del camino de la Iglesia, muy esencial y fundamental. Pero, ¿por qué ha sucedido así?
En primer lugar, quisiera hacer una anotación histórica. Los tiempos de un posconcilio casi siempre son muy difíciles. Después del gran concilio de Nicea, que para nosotros es realmente el fundamento de nuestra fe, pues de hecho profesamos la fe formulada en Nicea, no se produjo una situación de reconciliación y de unidad, como esperaba Constantino, promotor de ese gran concilio, sino una situación realmente caótica, en la que todos luchaban contra todos.
San Basilio, en su libro sobre el Espíritu Santo, compara la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea con una batalla naval nocturna, donde nadie reconoce al otro, sino que todos luchan contra todos. Realmente era una situación de caos total. Así describe san Basilio con gran plasticidad el drama del posconcilio, del tiempo que siguió al concilio de Nicea. Cincuenta años más tarde, el emperador invitó a san Gregorio Nacianceno a participar en el primer concilio de Constantinopla. El santo respondió: «No voy, porque conozco muy bien estas cosas; sé que los concilios sólo generan confusión y enfrentamientos; por eso no voy». Y no fue.
Por tanto, con una visión retrospectiva, ahora para todos nosotros no constituye una gran sorpresa, como lo fue en un primer momento, digerir el Concilio y su gran mensaje. Introducirlo y recibirlo para que se convierta en vida de la Iglesia, asimilarlo en las diversas realidades de la Iglesia, es un sufrimiento, y el crecimiento sólo se realiza con sufrimiento. Crecer siempre implica sufrir, porque es salir de un estado y pasar a otro.
En concreto, debemos constatar que durante el posconcilio se produjeron dos grandes rupturas históricas. La ruptura de 1968, es decir, el inicio o —me atrevería a decir— la explosión de la gran crisis cultural de Occidente. Había desaparecido la generación del período posterior a la guerra, una generación que después de todas las destrucciones y viendo el horror de la guerra, del combatirse unos a otros, y constatando el drama de las grandes ideologías que realmente habían llevado a la gente al abismo de la guerra, habían redescubierto las raíces cristianas de Europa y habían comenzado a reconstruirla con estas grandes inspiraciones.
Al desaparecer esa generación, se veían también todos los fracasos, las lagunas de esa reconstrucción, la gran miseria que había en el mundo. Así comienza, explota la crisis de la cultura occidental: una revolución cultural que quiere cambiar todo radicalmente. Afirma: en dos mil años de cristianismo no hemos creado el mundo mejor. Por tanto, debemos volver a comenzar de cero, de un modo totalmente nuevo. El marxismo parece la receta científica para crear por fin el mundo nuevo.
En este grave y gran enfrentamiento entre la nueva -sana- modernidad querida por el Concilio y la crisis de la modernidad, todo resulta tan difícil como después del primer concilio de Nicea. Una parte opinaba que esta revolución cultural era lo que había querido el Concilio; identificaba esta nueva revolución cultural marxista con la voluntad del Concilio. Decía: «Esto es el Concilio. Según la letra, los textos son aún un poco anticuados, pero tras las palabras escritas está este espíritu; esta es la voluntad del Concilio. Así debemos actuar».
Y, por otra parte, naturalmente viene la reacción: «así destruís la Iglesia». Una reacción absoluta contra el Concilio, el anticonciliarismo, y también el tímido, humilde intento de realizar el verdadero espíritu del Concilio. Dice un proverbio: «Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece». El bosque que crece no se escucha, porque lo hace sin ruido, en su proceso de desarrollo. Así, mientras se escuchaban los grandes ruidos del progresismo equivocado, del anticonciliarismo, ha ido creciendo silenciosamente el camino de la Iglesia, aunque con muchos sufrimientos e incluso con muchas pérdidas en la construcción de un nuevo paso cultural.
La segunda ruptura tuvo lugar en 1989. Tras la caída de los regímenes comunistas no se produjo, como podía esperarse, el regreso a la fe; no se redescubrió que precisamente la Iglesia con el Concilio auténtico ya había dado la respuesta. El resultado fue, en cambio, un escepticismo total, la llamada «posmodernidad». Según esta, nada es verdad, cada uno debe buscarse la forma de vivir; se afirma un materialismo, un escepticismo pseudo-racionalista ciego que desemboca en la droga, en todos los problemas que conocemos, y de nuevo cierra los caminos a la fe, porque es muy sencilla, muy evidente. No, no existe nada verdadero. La verdad es intolerante; no podemos seguir ese camino.
Pues bien, en esos dos contextos de rupturas culturales —la primera, la revolución cultural de 1968; la segunda, la caída en el nihilismo después de 1989—, la Iglesia ha seguido con humildad su camino entre las pasiones del mundo y la gloria del Señor. En ese camino debemos crecer con paciencia, aprendiendo nuevamente lo que significa renunciar al triunfalismo. El Concilio dijo que era preciso renunciar al triunfalismo, pensando en el barroco, en todas las grandes culturas de la Iglesia. Se dijo: comencemos de modo moderno, de modo nuevo. Pero surgió otro triunfalismo, el de pensar: nosotros ahora hacemos las cosas; nosotros hemos encontrado el camino, así construimos el mundo nuevo. La humildad de la cruz, de Cristo crucificado, también excluye este triunfalismo. Debemos renunciar al triunfalismo según el cual ahora nace realmente la
gran Iglesia del futuro. La Iglesia de Cristo siempre es humilde y precisamente así es grande y gozosa.
Me parece muy importante que ahora podamos ver claramente todo lo positivo que ha habido en el posconcilio: en la renovación de la liturgia, en los Sínodos —Sínodos romanos, Sínodos universales, Sínodos diocesanos—, en las estructuras parroquiales, en la colaboración, en la nueva responsabilidad de los laicos, en la gran corresponsabilidad intercultural e intercontinental, en una nueva experiencia de la catolicidad de la Iglesia, de la unanimidad que crece en humildad y sin embargo es la verdadera esperanza del mundo.
Así pues, debemos redescubrir la gran herencia del Concilio, que no es un espíritu reconstruido tras los textos, sino que son precisamente los grandes textos conciliares releídos ahora con las experiencias que hemos tenido y que han dado fruto en tantos Movimientos, en tantas nuevas comunidades religiosas. Antes de mi viaje a Brasil tenía yo la idea de que las sectas estaban creciendo y que la Iglesia católica era un poco estática; sin embargo, ya estando allá, comprobé que casi todos los días nace en Brasil una nueva comunidad religiosa, un nuevo Movimiento. No sólo crecen las sectas; también crece la Iglesia con nuevas realidades, llenas de vitalidad, que, aunque no llenan las estadísticas —esta es una esperanza falsa, pues no debemos divinizar las estadísticas—, crecen en las almas y suscitan la alegría de la fe, hacen presente el Evangelio, promoviendo así también un verdadero desarrollo del mundo y de la sociedad.
Por tanto, me parece que debemos combinar la gran humildad de Cristo crucificado, de una Iglesia que es siempre humilde y siempre atacada por los grandes poderes económicos, militares, etc., pero, juntamente con esta humildad, debemos aprender también el verdadero triunfalismo de la catolicidad, que crece en todos los siglos. También hoy crece la presencia de Cristo crucificado y resucitado, el cual tiene y conserva sus heridas; está herido, pero precisamente así renueva el mundo; da su Espíritu, que renueva también a la Iglesia, a pesar de toda nuestra pobreza. Con este conjunto de humildad de la cruz y de alegría del Señor resucitado, el Concilio nos dio una gran señal para indicarnos el camino, a fin de que podamos avanzar con alegría y llenos de esperanza.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]