Discurso del cardenal Bertone a los obispos de Perú

Durante su visita oficial en nombre del Papa tras el terremoto

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CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 8 septiembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió en Chimbote el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, a los miembros de la Conferencia Episcopal peruana con motivo de su visita oficial a Perú, el 25 de agosto de 2007.

* * *

Señor cardenal;
queridos hermanos obispos:

Antes de iniciar mi discurso, deseo recordar a las víctimas, a los heridos y a cuantos se encuentran en situaciones de gran dificultad por el terremoto que recientemente ha afectado a su país. Sé que ha causado ingentes daños y que muchas familias se encuentran en condiciones muy precarias. El Santo Padre, que ya desde las primeras noticias llegadas a Castelgandolfo ha seguido continuamente el desarrollo de la situación, me ha pedido expresamente que me haga intérprete de sus sentimientos de espiritual y material solidaridad. A ustedes, queridos pastores de una porción del rebaño del Señor tan duramente probado, el Sucesor de Pedro manifiesta su cordial cercanía para que, a su vez, ustedes la transmitan a todos los que sufren en este momento, invitándoles a confiar siempre en el Señor. Dios, también cuando nos prueba, nunca deja de manifestarnos su amor, así como su paternal y amorosa providencia.

Les agradezco de corazón su cordial acogida; con afecto les saludo a todos. Con gran alegría he querido corresponder a la invitación que se me hizo para transcurrir algunos días en su hermoso país, y vengo movido por el deseo de poder conocer aún mejor su realidad espiritual y social. En los próximos días tendré ocasión de participar en acontecimientos litúrgicos de gran relevancia eclesial como son el Congreso eucarístico nacional y la ordenación episcopal de don Gaetano Galbusera. Además, podré visitar las obras humanitarias que se realizan gracias a la colaboración de voluntarios de otros países, de modo particular italianos, los cuales vienen a ofrecer su profesionalidad al servicio de las comunidades locales en el ámbito de la operación Mato Grosso, impulsada por mis hermanos salesianos.

Agradezco al Señor la posibilidad que me ofrece hoy de reunirme con ustedes, queridos hermanos en el episcopado, responsables del pueblo de Dios que vive y trabaja en esta región del continente latinoamericano. A cada uno de ustedes manifiesto mis más sinceros sentimientos de fraternidad; sobre todo me hago intérprete de los sentimientos del Santo Padre. Hace algunos días, al recibirme para informarlo de mi viaje al Perú, me encargó transmitirles a ustedes su afectuoso saludo y su cercanía espiritual, así como a sus comunidades. Él conoce bien la situación de la Iglesia en el Perú y les anima, pastores de esta escogida porción del rebaño del Señor, a continuar con entusiasmo en su misión al servicio del Evangelio, esforzándose por ser guías firmes y padres afectuosos de las comunidades confiadas a sus cuidados, custodios de la doctrina y promotores incansables de obras de justicia y caridad. Su Santidad les apoya siempre y les acompaña con la oración, y les recuerda especialmente en la celebración cotidiana de la santa misa. Él sigue con particular atención la vida de la Iglesia en el continente latinoamericano donde vive una gran parte de los católicos, con una importante presencia de jóvenes.

La visita que realizó al Brasil el pasado mes de mayo, durante la que inauguró la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, ha dejado un eco profundo en su corazón. Hace dos meses precisamente, y mirando con esperanza a sus Iglesias jóvenes y prometedoras, ha escrito una carta a los hermanos en el episcopado de América Latina y el Caribe, con la que aprobaba la publicación del Documento final, que recoge las reflexiones y las directrices prácticas fruto del encuentro de Aparecida. Yo también tuve la dicha de poder participar en la sesión inaugural de dicha Conferencia general, lo que representó una experiencia extraordinariamente útil para mí. Ya de vuelta en el Vaticano, he seguido con interés los trabajos de la Asamblea a través de las informaciones de la Comisión pontificia para América Latina, las relaciones del nuncio apostólico y las noticias de los medios de comunicación. Después he leído con atención el documento que se ha elaborado; un texto programático, que mira al futuro de la Iglesia, y deja traslucir claramente una preocupación compartida, la de que todos los miembros de la Iglesia se sientan llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo. En efecto, este fue precisamente el tema del encuentro de Aparecida: «Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en él tengan vida. «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6)». Partiendo del impulso profético del concilio Vaticano II y en «continuidad creativa» con las anteriores Conferencias de Río de Janeiro (1955), Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992), el Episcopado latinoamericano en su conjunto ha querido trazar unas líneas comunes para dar un renovado impulso a la nueva evangelización en cada región del continente. Se trata ciertamente de un gran desafío pastoral, que llama a cada bautizado a dar un testimonio coherente de la propia fe, así como de la propia pertenencia al único pueblo de Dios. Esto presupone, como condición indispensable, una permanente conversión interior a Cristo, un encuentro personal y comunitario con él, único Redentor nuestro.

En verdad, el Documento final de Aparecida va dirigido en primer lugar a suscitar en los cristianos una renovada fidelidad a Cristo, con el objetivo de promover y apoyar una vasta «misión» continental. En efecto, es indispensable que cada creyente acoja personalmente a Cristo, que ha venido al mundo para que los hombres «tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). ¡Que Cristo, sólo Cristo, sea pues el corazón y el centro de la tan deseada y auténtica renovación pastoral y misionera de la Iglesia en América Latina! Con razón este importante texto programático, que traza las líneas pastorales para los próximos diez años en América Latina, presenta ante todo una amplia visión cristológica, que parte de una profunda reflexión sobre la vida de Cristo, el Hijo unigénito que ha recibido del Padre la misión de ser Sumo Sacerdote, Maestro y Pastor. La Iglesia, consciente de la promesa de su Esposo y Señor: «He aquí que yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20), desde el día de Pentecostés no deja de cumplir su misión entre los pueblos, fiel a sus enseñanzas y dócil a la acción de su Espíritu, el Espíritu de la verdad y del amor.

Queridos hermanos en el episcopado, este impulso de una renovada evangelización debe tener en cuenta los grandes desafíos que caracterizan el mundo moderno y que afectan también a su país. Aquí me limitaré tan sólo a señalar algunos de ellos: por ejemplo, la tendencia a la globalización, que es una característica del mundo contemporáneo. Este complejo fenómeno afecta al campo de la economía con vastas repercusiones sociales, pero afecta también al ámbito cultural donde los medios de comunicación social «imponen nuevas escalas de valores por doquier, a menudo arbitrarias y en el fondo materialistas, frente a las cuales es muy difícil mantener viva la adhesión a los valores del Evangelio» (cf. «Ecclesia in America», 20). Está luego la creciente tendencia a la urbanización, que establece nuevas fronteras a la acción pastoral de la Iglesia, ya que ella tiene que hacer frente al desarraigo cultural de la gente, al deterioro de las costumbres familiares, al alejamiento de las propias tradiciones religiosas, lo que frecuentemente conlleva la pérdida de la fe, privada de aquellas manifestaciones que contribuyen a sustentarla. Y también la corrupción, un grave problema que se debe considerar con atención porque «favorece la impunidad y el enriquecimiento ilícito, la falta de confianza con respecto a las instituci
ones políticas, sobre todo en la administración de la justicia y en la inversión pública, no siempre clara, igual y eficaz para todos» (ib., 23). Una seria amenaza para las estructuras sociales de los países latinoamericanos es el comercio y el consumo de sustancias estupefacientes. Se advierte además una seria preocupación por la ecología, el respeto y la conservación de la creación. A este propósito se debe pensar en la devastación de la selva amazónica, inmenso territorio que, junto con las demás naciones, afecta también al Perú. Y, además, la crisis de la familia, contagiada por modas culturales de Occidente, los jóvenes que han de enfrentarse a no pocas dificultades para construir su futuro debido a la crisis del trabajo, la desigualdad entre grupos sociales, el peligro de la violencia, la aparición de sociedades en que los poderosos se enseñorean, marginando y hasta eliminando a los débiles. Me refiero aquí «a los niños no nacidos, víctimas indefensas del aborto; a los ancianos y enfermos incurables, objeto a veces de la eutanasia; y a tantos otros seres humanos marginados por el consumismo y el materialismo» (ib., 63). Sé también que en su país la actividad de las sectas y nuevos grupos religiosos constituye un grave obstáculo para la evangelización. A este respecto, el venerado Papa Juan Pablo II, en la citada exhortación post-sinodal «Ecclesia in America», del 12 de enero de 1999, afirmaba: «A nadie se le oculta la urgencia de una acción evangelizadora apropiada en relación con aquellos sectores del pueblo de Dios que están más expuestos al proselitismo de las sectas» (n. 73).

No quiero extenderme en un análisis de la situación, que por lo demás la reciente Conferencia general del Episcopado latinoamericano ha desarrollado ampliamente. Sin embargo, se puede observar cómo a veces un difuso secularismo cerrado a la trascendencia parece transformar nuestro mundo en un desierto «grande y espantoso» (Dt 8, 15), donde se reduce, hasta casi desaparecer, el espacio entre las personas para la atención a las necesidades espirituales y hasta materiales. En otras palabras, la humanidad parece rechazar el proyecto de Dios para construir con sus propias manos un mundo sin, o incluso, contra Dios. Los efectos de esta dramática opción saltan a la vista. Es como si el hombre rechazara «el pan» de Dios para llenarse con otro alimento, que nos recuerda aquel del que Jesús habla en el Evangelio: «Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron» (Jn 6, 58). La verdad es que solamente la Iglesia, tanto hoy como hace 2000 años, puede ofrecer a los hombres el pan de la salvación; sólo la Iglesia es portadora de un proyecto de salvación que no es simplemente humano. La Iglesia anuncia y ofrece a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, Redentor del hombre y de todo el hombre. En la larga controversia con los judíos en la sinagoga de Cafarnaúm, después de la multiplicación de los panes, Jesús afirma: «Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6, 48-51). Al final de esta larga disputa, con un tono incluso hasta dramático, y cuando no pocos discípulos lo abandonan porque su lenguaje es «duro», el evangelista narra la profesión de fe de Pedro. A la provocación que Jesús dirige a los Doce: «¿Quieren marcharse también ustedes?», este apóstol contesta: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 67-69). Las palabras de Jesús y la respuesta de Pedro nos permiten entender que la adhesión a Cristo exige siempre una elección, elección a veces dramática pero indispensable. Esta página del evangelio nos presenta efectivamente una escisión entre los discípulos del Señor: algunos se van; otros, en cambio, permanecen y siguen con él. La Iglesia es estar en «compañía» de Cristo: ella no se puede entender a sí misma si no es a partir de Cristo, con el que está íntimamente unida. La Eucaristía es icono y realidad de esa íntima unión entre la Cabeza y el Cuerpo.

El Papa Juan Pablo II, en su última encíclica, «Ecclesia de Eucharistia», escribía: «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Esta experimenta con alegría, de múltiples formas, cómo se realiza continuamente la promesa del Señor: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20); pero en la sagrada Eucaristía, por la conversión del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única (…). Con razón proclamó el concilio Vaticano II que el sacrificio eucarístico es «fuente y cima de toda la vida cristiana» (Lumen gentium, 11)… Por tanto, la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor» (n. 1). Toda comunidad cristiana crece alrededor de la Eucaristía y experimenta su acción eficaz y santificadora, especialmente cuando se reúne en el día del Señor, el domingo, Pascua semanal. Parece oportuno subrayar aquí que, desde los primeros tiempos de la Iglesia, los pastores han recordado continuamente a los fieles la importancia de santificar el día del Señor, así como la necesidad de participar en la asamblea litúrgica. «Déjenlo todo en el día del Señor y corran con diligencia a su asamblea, porque se trata de vuestra alabanza a Dios. De otro modo, ¿qué justificación tendrán ante Dios los que no se reúnen en el día del Señor para escuchar la palabra de vida y nutrirse con el alimento divino que es eterno?» (Doctrina de los Apóstoles, II, 59, 23). El llamado de los pastores ha encontrado generalmente la adhesión convencida y cordial de los fieles que, en muchas situaciones de peligro, afrontaron incluso la persecución con verdadero heroísmo. Baste recordar, entre otros muchos, a aquellos cristianos que, en tiempos del emperador Diocleciano, desafiaron el edicto imperial que prohibía las asambleas cristianas y aceptaron la muerte con tal de no faltar a la Eucaristía dominical. Es célebre la respuesta que una mártir de Abitina, en África proconsular, dio delante de sus acusadores: «Nosotros no podemos estar sin la cena del Señor. (…) Sí, he ido con mis hermanos a la asamblea y a la cena del Señor porque soy cristiana» («Acta SS. Saturnini, Dativi et aliorum plurimorum martyrum in Africa», 9, 10).

Habría que preguntarse si hoy nuestras comunidades viven con la misma intensidad el sentido de la celebración eucarística dominical. Frecuentemente se advierte la exigencia pastoral de recobrar la conciencia gozosa de una celebración sin la cual se debilita la identidad cristiana. Y esto no deja de suponer un compromiso nuevo por parte de todos, empezando por los presbíteros, para hacer que las celebraciones de la Eucaristía sean cada vez más transparencia fiel de aquel misterio de la fe en que «anunciamos la muerte del Señor, proclamamos su resurrección, esperando su venida». Esto conlleva que se preste atención a la acogida cordial de las personas en las iglesias, al cuidado y la belleza del canto sagrado, a la valorización de los gestos litúrgicos y de la oración de los fieles. A los sacerdotes, en particular, se les pide que cuiden el arte de la celebración con religiosa dignidad, y una catequesis más profunda sobre el misterio eucarístico, incluso con la preparación atenta de la homilía dominical. En la misma encíclica «Ecclesia de Eucharistia», Juan Pablo II exhorta a toda la Iglesia a vivir un verdadero y real «asombro eucarístico». Todos tenemos una gran necesidad de este asombro. El asombro ante el don
de Dios, que se ofrece a sí mismo por la vida del mundo. Un don del que somos no solamente destinatarios maravillados y felices, sino en el que también estamos implicados para convertirnos en sus testigos por los caminos de nuestro mundo. Hacer esta experiencia en la misa dominical significa experimentar la comunión que nos une a todos íntimamente con Jesucristo y alimentar en nosotros el deseo de la misión, para que el mundo crea y pueda compartir con nosotros la alegría de la salvación.

Pero esto exige por parte de todos conversión y renovación. Si la misión es parte esencial de la Eucaristía y si la Eucaristía es vivida en su «verdad», quien participa en la misa tiene que salir de la iglesia con una renovada pasión misionera. En mi primera carta pastoral como arzobispo de Génova, retomando una expresión de mi predecesor, el cardenal Dionigi Tettamanzi, actualmente pastor de la gran arquidiócesis de Milán, escribí que el entusiasmo y la eficacia del «podéis ir», o sea de la misión, son directamente proporcionales a la «calidad» personal de la misa, a la intensidad de la participación espiritual y litúrgica con que los fieles individualmente y las comunidades cristianas celebran la Eucaristía. Está claro, pues, que para una participación fructuosa en la celebración eucarística dominical se requiere una intimidad cada vez más profunda con la palabra de Dios, la cual constituye un momento insustituible de la celebración. En efecto, en la asamblea eucarística el encuentro con el Señor resucitado tiene lugar a través de la doble participación en la mesa de la Palabra y del Pan de vida. La escucha de la Palabra es la que introduce a la comprensión del misterio del Pan de vida y, más profundamente, a la comprensión de la historia de la salvación que el mismo Jesús, resucitado de la muerte, concedió a sus discípulos. No se debe olvidar que es él quien habla cuando en la Iglesia se escucha y se lee la sagrada Escritura. De aquí se deriva un serio empeño para una escucha atenta de la Palabra y una educación para comprenderla y vivirla de manera cada vez más profunda.

Volviendo de nuevo al documento de Aparecida, me parece que en él se subraya bien la centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia, al mismo tiempo que indica oportunamente cómo la dimensión eucarística es el elemento central en la misión de cada comunidad eclesial en todo el continente americano. Eucaristía, celebración y misión son tres objetivos unidos entre sí, y especialmente concretos para una acción evangelizadora que quiera poner en el centro de todo proyecto a Cristo, realmente presente en el Sacramento del altar. La celebración del Congreso eucarístico nacional de estos días será ciertamente una ocasión propicia para la Iglesia que está en el Perú, para reafirmar esta fe en Cristo Eucaristía, centro y cumbre de la vida de cada creyente y de todo el pueblo de Dios. También será una oportunidad para consolidar la comunión entre todos sus miembros, pastores, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, fieles, familias. En efecto, la Eucaristía es el sacramento de la unidad. Como dijo el Santo Padre Benedicto XVI, hace dos años, en la homilía para la clausura del Congreso eucarístico italiano: «Aquí tocamos una dimensión ulterior de la Eucaristía (…). El Cristo que encontramos en el Sacramento es el mismo aquí, en Bari, y en Roma; en Europa y en América, en África, en Asia y en Oceanía. El único y el mismo Cristo está presente en el pan eucarístico de todos los lugares de la tierra. Esto significa que sólo podemos encontrarlo junto con todos los demás. Sólo podemos recibirlo en la unidad. (…) Escribiendo a los Corintios san Pablo afirma: «El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan» (1 Co 10, 17). La consecuencia es clara: no podemos comulgar con el Señor si no comulgamos entre nosotros. Si queremos presentarnos ante él, también debemos ponernos en camino para ir al encuentro unos de otros. Por eso, es necesario aprender la gran lección del perdón: no dejar que se insinúe en el corazón la polilla del resentimiento, sino abrir el corazón a la magnanimidad de la escucha del otro, abrir el corazón a la comprensión, a la posible aceptación de sus disculpas y al generoso ofrecimiento de las propias. La Eucaristía —repitámoslo— es sacramento de la unidad» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de junio de 2005, p. 7). Y de nuevo, en la homilía de la fiesta del Corpus Christi del año pasado afirmó: «La Iglesia primitiva también encontró en el pan otro simbolismo. La «Doctrina de los Doce Apóstoles», un libro escrito en torno al año 100, refiere en sus oraciones la afirmación: «Como este fragmento de pan estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino». El pan, hecho de muchos granos de trigo, encierra también un acontecimiento de unión: el proceso por el cual muchos granos molidos se convierten en pan es un proceso de unificación. Como nos dice san Pablo, nosotros mismos, que somos muchos, debemos llegar a ser un solo pan, un solo cuerpo. Así, el signo del pan se convierte a la vez en esperanza y tarea» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de junio de 2006, p. 7). Queridos hermanos obispos, que su compromiso sea siempre el de construir la comunión y conservarla, en primer lugar, entre ustedes mismos y luego entre sus comunidades. En algunos casos, esto exigirá de nosotros, pastores, ánimo y firmeza; otras veces será necesario recurrir a la paciencia y a la indulgencia; siempre tenemos que revestirnos de mansedumbre y de paciencia. Sobre todo tenemos que estar unidos a Cristo y aprender de él, el buen Pastor, a ser buenos pastores del rebaño que él mismo nos confía.

He querido extenderme un poco hablando sobre la Eucaristía porque efectivamente para nosotros los cristianos, tanto en la vida y en la misión de la Iglesia, como también en las vicisitudes del mundo, todo converge y encuentra su sentido más verdadero en el Cristo eucarístico. Por consiguiente, todo el desarrollo de la pastoral ha de estar orientado hacia él y ha de partir de él. Alrededor de Jesús, Pan de vida, herencia de eternidad para cuantos se acercan a él, se realiza la verdadera identidad del pueblo nuevo, aquel que Dios se ha escogido: quien se acerca a esta mesa realiza la Iglesia, la «familia» del Redentor del hombre. Y esta familia tiene que crecer en la conciencia de su propia identidad, de sus propias responsabilidades y de su misión en el mundo a través de una intensa vida litúrgica, sacramental y caritativa. La Iglesia en el Perú, por cuanto he podido conocer, es muy activa en este esfuerzo a través de un constante compromiso de anuncio del Evangelio y catequesis, así como de formación permanente del clero y demás operadores pastorales. La formación, que incluye en primer lugar una educación a la oración personal y litúrgica, es hoy particularmente necesaria para que los cristianos estén preparados a fin de responder de modo maduro y consciente al desafío de las sectas. Estos movimientos religiosos, que están tan presentes aquí en América Latina y atraen con su mensaje a muchas personas que pertenecen a vuestras comunidades, parecen en algunos casos tener como objetivo la disgregación del pueblo de Dios, destruyendo y como narcotizando las comunidades, las familias, las sociedades. Es necesario, por tanto, una acción catequética y una educación cristiana que forme un laicado sólido y convencido. Hace falta, además, que la Iglesia no sea percibida como una simple organización humanitaria, sino en su realidad más auténtica, como familia de Dios animada por el amor de Cristo, cuyo objetivo es hacer llegar a cada hombre y mujer de la tierra el mensaje íntegro de la salvación, es decir, la salvación de todo el hombre, cuerpo y alma. Las obras de promoción humana, que son realizadas con gran generosidad, serán entonces el testim
onio visible del amor de Cristo, que quiere que todos los hombres lleguen al conocimiento de la verdad y experimenten la fuerza renovadora de su Espíritu. No debemos olvidar que nuestra verdadera y definitiva morada es el cielo, como nos ha recordado también la reciente solemnidad de la Asunción de María. Y es al cielo a donde nosotros mismos, y cuantos han sido confiados a nuestros cuidados, estamos destinados.

La Iglesia es una gran familia, a la que Jesús nos llama y nos inserta; a través de ella nos hace vivir con los dones que él nos ofrece; nos llama a participar en su misión mediante una riqueza de ministerios. Hoy, como ayer, Cristo es plenitud de sentido en un mundo que está buscando su sentido perdido. Más aún, él no sólo da un sentido a la condición humana en su conjunto, sino que ilumina también los problemas concretos de esta condición. Estos problemas, en fin de cuentas, surgen de las relaciones del hombre con el mundo (ambiente, trabajo y progreso), con los otros (alteridad bajo forma de justicia, de amistad, de amor y de caridad), consigo mismo (soledad, sufrimiento, enfermedad, muerte), y con Dios (pecado del hombre y misericordia-salvación a través del Hijo encarnado, Cristo crucificado y resucitado). Quien participa en la Eucaristía, especialmente la dominical, se da cuenta de que, en el momento en que recibe el Cuerpo y la Sangre del Señor, asume toda su humanidad: la sufriente, la abierta a Dios, la que manifiesta el rostro de todos nuestros hermanos. Eso lleva a los cristianos a experimentar que el discípulo de Jesús no sigue a un personaje de la historia pasada, sino al Dios vivo, presente en el hoy y ahora de nuestra historia. Cristo es el Viviente que camina a nuestro lado, revelándonos el sentido de los acontecimientos, del dolor y de la muerte, de la alegría y de la fiesta, entrando en nuestras casas y quedándose en ellas, alimentándonos con el Pan que da la vida. Por eso, como decía antes, la Eucaristía es fundamental en la Iglesia y la celebración eucarística dominical tiene que ser el centro de toda vida cristiana.

El encuentro con Cristo en la Eucaristía suscita el compromiso de la evangelización y el impulso a la solidaridad; despierta en el cristiano el fuerte deseo de anunciar el Evangelio y de testimoniarlo en la sociedad para hacerla más justa y humana. De la Eucaristía ha brotado a lo largo de los siglos una inmensa riqueza de caridad, de compartir las dificultades de los demás, de amor y de justicia. Y esto es así porque Cristo revela plenamente el hombre a sí mismo, lo descifra, lo interpreta, lo transfigura. Es bello recordar en este contexto las palabras llenas de amor y sabiduría pronunciadas por el Papa Pablo VI en su histórica peregrinación a Manila, el 28 de noviembre de 1970: «Jesús es el centro de la historia del mundo. Él es el que nos conoce y quien nos quiere. Él es el compañero y el amigo de nuestra vida… Él es la luz, es la verdad, más bien él es «el camino, la verdad y la vida»… Jesucristo es el principio, el alfa y la omega. Él es el rey del nuevo mundo, él es el secreto de la historia. Él es la clave de nuestro destino».

Además, el misterio de Cristo que la Iglesia proclama, celebra y vive, se hace visible de un modo privilegiado allí donde una comunidad concreta tiende a la santidad. Como gusta repetir a nuestro Papa Benedicto XVI, ser santos es en el fondo ser amigos fieles y verdaderos de Cristo, reconocerlo y amarlo de modo concreto en los hermanos. Cada comunidad debería reflejar esta luz de santidad y alegría. Pienso en este momento en la parroquia, aquel conjunto de bautizados que, como un pequeño cosmos, reúne en cierto modo a todos los miembros de la Iglesia: sacerdotes, religiosos, fieles laicos (familias, niños, jóvenes y ancianos). Es aquí donde nacen y maduran las vocaciones al servicio del reino de Dios. En mi última carta pastoral escrita como arzobispo de Génova señalé: «Si la liturgia, con confiada energía, dice que Dios siembra a manos llenas semillas de vocaciones en el campo de la Iglesia, (cf. Misal Romano), la comunidad parroquial desempeña un papel fundamental para su individuación y para su crecimiento». En efecto, lo que es de la Iglesia nace en la Iglesia. De esta constatación se pueden sacar importantes consecuencias: si las vocaciones al ministerio ordenado y a la vida consagrada están disminuyendo efectivamente, eso quiere decir que las comunidades parroquiales no están en buenas condiciones de salud. La situación es evidente bajo muchos aspectos; y es por eso que Juan Pablo II, en la exhortación apostólica postsinodal «Pastores dabo vobis», afirma: «Es muy urgente, sobre todo hoy, que se difunda y arraigue la convicción de que todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la responsabilidad de cuidar las vocaciones. El concilio Vaticano II ha sido muy explícito al afirmar que «el deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo, ante todo, con una vida plenamente cristiana» («Optatam totius», 2)» (n. 41).

La comunidad parroquial necesita revitalizar los canales de comunicación que la hacen mediadora entre Cristo, que llama continuamente, y las personas potencialmente llamadas, las cuales a veces podrían no encontrarse demasiado motivadas a causa del régimen de vida mediocre de algunas Iglesias locales. Sé cuánto les preocupan a ustedes, queridos hermanos obispos, las vocaciones y el acompañamiento formativo y espiritual de los candidatos al sacerdocio y a la vida consagrada. Quisiera recordar aquí algunas líneas esenciales para una mayor fecundidad vocacional de la parroquia según las indicaciones de Juan Pablo II, gran apóstol de la juventud: «Las vocaciones de especial consagración —escribió en el Mensaje para la XXVII Jornada mundial de oración por las vocaciones de 1990— son una explicitación de la vocación bautismal: ellas se alimentan, crecen y se robustecen mediante un serio y constante cuidado de la vida divina recibida en el bautismo y, usando de todos los medios que favorecen el pleno desarrollo de la vida interior, conducen a opciones de vida enteramente dedicadas a la gloria de Dios y al servicio de los hermanos. Dichos medios son: la escucha de la palabra de Dios, que ilumina también las opciones que hay que adoptar para un seguimiento de Cristo cada vez más radical; la participación activa en los sacramentos, sobre todo, en la Eucaristía, que es el centro insustituible de la vida espiritual, fuente y alimento de todas las vocaciones; el sacramento de la Penitencia, que, favoreciendo la continua conversión del corazón, purifica el camino de adhesión personal al proyecto de Dios y refuerza el vínculo de unión con Cristo; la oración personal, que concede el vivir constantemente en la presencia de Dios, y la oración litúrgica, que incorpora a todo bautizado en la oración pública de la Iglesia; la dirección espiritual, como medio eficaz para discernir la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento es fuente de maduración espiritual; el amor filial a la santísima Virgen, que constituye un aspecto particularmente significativo en el crecimiento espiritual y vocacional de todo cristiano; por último, el empeño ascético, pues las opciones vocacionales a menudo exigen renuncias y sacrificios que sólo una sana y equilibrada pedagogía ascética puede favorecer» (n. 3: «L’Osservatore Romano», edición en lengua española, 4 de marzo de 1990, p. 1).

Queridos hermanos obispos, llegando al final, quisiera agradecerles su atención. Al dirigirme a ustedes, he tenido muy presente las conclusiones de la Conferencia general de Aparecida, centrándolo todo a partir de la Eucaristía. Igualmente, he querido hacerme intérprete de la constante solicitud de Su Santidad Benedicto XVI por las comunidades eclesiales de América Latina. En su nombre quisiera animarles a caminar hacia adelante. «Duc in altum!». Esta invitación, que el Papa Juan Pablo II lanzó al final del gran jubileo del año 2000, ha sido retomada por su sucesor precisamen
te al inicio de su ministerio como Pastor de la Iglesia universal.

Queridos hermanos, vayan mar adentro con confianza y entusiasmo. Que no nos turben las dificultades ni nos asusten las pruebas y los sufrimientos. Cristo está vivo y nos acompaña. Esta certeza será para nosotros viático incesante de esperanza y alegría. María, a la que el pueblo peruano se dirige con confianza, invocándola con muchos y bellos títulos, nos sostenga y nos guíe en el camino. Que los santos y santas que veneran como patronos en sus respectivas diócesis protejan su ministerio cotidiano. Entre estos invoco de modo especial la intercesión de santo Toribio de Mogrovejo, segundo obispo de Lima y patrono del Episcopado latinoamericano. Por lo que a mí respecta, les aseguro mi recuerdo en la oración y con afecto renuevo a todos la expresión de mi estima, unida a un cordial estímulo y aliento.

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ZENIT Staff

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