CASTEL GANDOLFO, viernes, 21 septiembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que en la mañana de este viernes dirigió Benedicto XVI en Castel Gandolfo a los participantes en el encuentro promovido por la Intencional Democrática de Centro y Demócrata Cristiana (IDC), a quienes recibió en audiencia.
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Señor presidente,
honorables parlamentarios,
distinguidos señores y señoras:
Me alegra recibirles durante los trabajos del Comité Ejecutivo de la Internacional Democrática de Centro y Demócrata Cristiana, y deseo, ante todo, dirigir un cordial saludo a las numerosas delegaciones presentes, que proceden de muchas naciones del mundo. Dirijo un saludo especial al presidente, el honorable Pier Ferdinando Casini, y le agradezco las corteses palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes. Vuestra visita me da la oportunidad de ofrecer a vuestra atención algunas consideraciones sobre valores e ideales que han sido forjados o profundizados de manera decisiva por la tradición cristiana en Europa y en el mundo entero.
Sé que vosotros, aún en la variedad de vuestras procedencias, compartís no pocos de sus principios, como por ejemplo la centralidad de la persona y el respeto de los derechos humanos, el compromiso por la paz y la promoción de la justicia para todos. Hacéis por lo tanto referencia a principios fundamentales, que están relacionados entre sí, como demuestra la experiencia de la historia. Cuando, en efecto, los derechos humanos son violados, es la propia dignidad de la persona la que es herida; si la justicia vacila, la paz está en peligro. Por otro lado, la justicia, por su parte, puede decirse verdaderamente humana sólo si la visión ética y moral sobre la que se funda se centra en la persona y en su inalienable dignidad.
Honorables señores y señoras: vuestra actividad, que se inspira en tales principios, se hace hoy más difícil todavía por el clima de profundos cambios que viven nuestras comunidades. Por esto desearía alentaros aún más a proseguir en el esfuerzo de servir el bien común, actuando para que no se difundan ni se refuercen ideologías que pueden oscurecer o confundir las conciencias y transmitir una ilusoria visión de la verdad y del bien. Existe, por ejemplo, en el campo económico una tendencia que identifica el bien con el beneficio y de tal forma disuelve la fuerza del ethos desde el interior, acabando por amenazar el beneficio mismo. Algunos sostienen que la razón humana es incapaz de captar la verdad y, por lo tanto, de perseguir el bien que corresponde a la dignidad de la persona. Hay también quien considera legítima la eliminación de la vida humana en su fase prenatal o en la terminal. Preocupante es además la crisis de la familia, célula fundamental de la sociedad fundada en el matrimonio indisoluble de un hombre y de una mujer. La experiencia demuestra que cuando la verdad del hombre es ultrajada, cuando la familia se mina en sus fundamentos, la paz misma está amenazada, el derecho corre peligro de verse comprometido y, como consecuencia lógica, se va hacia injusticias y violencias.
Existe otro ámbito que os interesa mucho, y es el de la defensa de la libertad religiosa, derecho fundamental insuprimible, inalienable e inviolable, enraizado en la dignidad de todo ser humano y reconocido por varios documentos internacionales, entre ellos, sobre todo, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. El ejercicio de tal libertad comprende también el derecho a cambiar de religión, que hay que garantir no sólo jurídicamente, sino también en la práctica diaria. La libertad religiosa responde, en efecto, a la intrínseca apertura de la criatura humana a Dios, Verdad plena y sumo Bien, y su valoración constituye una expresión fundamental de respeto de la razón humana y de su capacidad de verdad. La apertura a la trascendencia constituye una garantía indispensable para la dignidad humana porque existen anhelos y exigencias del corazón de cada persona que sólo en Dios encuentran compresión y respuesta. ¡No se puede por lo tanto excluir a Dios del horizonte del hombre y de la historia! He aquí por qué hay que acoger el deseo común a todas las tradiciones auténticamente religiosas de mostrar públicamente la propia identidad, sin estar obligados a esconderla o mimetizarla.
El respeto de la religión contribuye, además, a desmentir el repetido reproche de haber olvidado a Dios, con el que algunas redes terroristas intentan justificar sus amenazas a la seguridad de las sociedades occidentales. El terrorismo representa un fenómeno gravísimo que frecuentemente llega a instrumentalizar a Dios y desprecia de manera injustificable la vida humana. La sociedad tiene ciertamente el derecho de defenderse, pero este derecho, como cualquier otro, hay que ejercerlo siempre en el pleno respeto de las reglas morales y jurídicas también en lo relativo a la elección de los objetivos y de los medios. En los sistemas democráticos el uso de la fuerza no justifica jamás la renuncia a los principios del Estado de Derecho. ¿Es que se puede proteger la democracia amenazando sus fundamentos? Por lo tanto es necesario tutelar incansablemente la seguridad de la sociedad y de sus miembros, salvaguardando en cambio los derechos inalienables de toda persona. El terrorismo hay que combatirlo con determinación y eficacia en la conciencia de que, si el mal es un misterio difundido, la solidaridad de los hombres en el bien es un misterio aún más extendido.
La doctrina social de la Iglesia católica ofrece, al respecto, elementos de reflexión útiles para promover la seguridad y la justicia, tanto a nivel nacional como internacional, a partir de la razón, del derecho natural y también del Evangelio, esto es, a partir de cuanto es conforme a la naturaleza de todo ser humano y también la trasciende. La Iglesia sabe que no es su tarea hacer valer ella misma políticamente esta doctrina suya: su objetivo es servir a la formación de la conciencia en la política y contribuir para que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, a la vez, la disponibilidad para actuar de acuerdo con ellas, también cuando ello estuviera en contraste con situaciones de interés personal (Deus caritas est, 28). En esta misión, la Iglesia se conduce por el amor por Dios y por el hombre, y por el deseo de colaborar con todas las personas de buena voluntad para construir un mundo donde se salvaguarden la dignidad y los derechos inalienables de todas las personas. A cuantos comparten la fe en Cristo, la Iglesia pide testimoniarla hoy, con mayor valor y generosidad. La coherencia de los cristianos es de hecho indispensable también en la vida política, para que la «sal» del compromiso apostólico no pierda su «sabor», y la «luz» de los ideales evangélicos no sea oscurecida en su acción cotidiana.
Honorables señores y señoras: gracias otra vez por esta grata visita. Mientras hago fervientes votos por vuestro trabajo, aseguro un recuerdo en la oración para que Dios os bendiga a vosotros, a vuestras familias, y os obtenga sabiduría, coherencia y vigor moral para servir a la grande y noble causa del hombre y del bien común.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]