Discurso del Papa a los voluntarios de organismos de ayuda

Durante su viaje apostólico a Austria (7-9 septiembre 2007)

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VIENA, domingo, 23 septiembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI el 9 de septiembre, al término de su viaje apostólico a Austria –con ocasión del 850º aniversario de la fundación del Santuario de Mariazell–, a representantes del mundo del voluntariado austriaco que se dieron cita en la «Konzerthaus», el famoso palacio de los conciertos de Viena.

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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A AUSTRIA
CON OCASIÓN DEL 850 ANIVERSARIO
DE LA FUNDACIÓN DEL SANTUARIO DE MARIAZELL

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS COLABORADORES VOLUNTARIOS
DE LOS ORGANISMOS DE AYUDA

Domingo 9 de septiembre de 2007
Honorable señor presidente federal;
reverendísimo monseñor arzobispo Kothgasser;
queridos colaboradores y colaboradoras voluntarios y honorarios de los diversos organismos de ayuda de Austria;
ilustres señoras y señores;
y, sobre todo, queridos jóvenes amigos:

He esperado con particular alegría este encuentro con vosotros, que se realiza al final de mi visita a Austria. Y, naturalmente, se suma también la alegría de haber podido escuchar no sólo una admirable interpretación de Mozart, sino inesperadamente también a los Niños cantores de Viena. Os doy las gracias de todo corazón. Es hermoso encontrarse con personas que en nuestra sociedad tratan de dar un rostro al mensaje del Evangelio; ver personas, ancianas y jóvenes, que hacen experimentar de forma concreta en la Iglesia y en la sociedad el amor que nos debe conquistar a los cristianos: el amor de Dios es lo que nos hace reconocer en el otro al prójimo, al hermano o a la hermana.

Expreso mi gratitud y mi admiración por el generoso compromiso de tantas personas de diferentes edades en el voluntariado en este país; a todos vosotros y a los que desempeñan de forma gratuita un encargo en Austria quisiera expresarles hoy mi particular reconocimiento. Le doy las gracias de corazón a usted, estimado señor presidente; a usted, querido arzobispo de Salzburgo; y sobre todo a vosotros, jóvenes representantes de los voluntarios de Austria, por las hermosas y profundas palabras que me habéis dirigido.

Gracias a Dios, para muchos es una cuestión de honor comprometerse voluntariamente en favor de los demás, de una asociación, de una unión o de determinadas situaciones de bien común. Ese compromiso significa ante todo una ocasión para formar la personalidad y para insertarse en la vida social con una contribución activa y responsable. Sin embargo, la disponibilidad a una actividad de voluntariado se basa a veces en muchas y diversas motivaciones. A menudo en el origen existe simplemente el deseo de hacer algo que tenga sentido y sea útil, y de abrir nuevos campos de experiencia. Naturalmente, de esa forma los jóvenes también buscan, con razón, la alegría y actividades gratificantes, una experiencia de auténtica camaradería en una actividad común llena de sentido. Con frecuencia, las ideas y las iniciativas personales van acompañadas de un amor efectivo al prójimo; así, la persona se integra en una comunidad que lo sostiene.

En este momento, quiero expresar mi gratitud más sincera por la marcada «cultura del voluntariado» en Austria. Quiero dar las gracias a todas las mujeres, a todos los hombres, a todos los jóvenes y a todos los niños. En efecto, a menudo es notable el compromiso de los niños en el voluntariado; basta pensar sólo en la acción de los «Cantores de la estrella» durante el tiempo navideño. Usted, querido arzobispo, ya lo ha mencionado. Sobre todo, quisiera dar las gracias también por los servicios pequeños y grandes, y por los esfuerzos que no siempre llaman la atención.

Muchas gracias, y que Dios os recompense por vuestra contribución a la edificación de una «civilización del amor», que se pone al servicio de todos y construye la patria. El amor al prójimo no se puede delegar; el Estado y la política, con la solicitud, por lo demás necesaria, por la situación social —como usted, señor presidente, ha afirmado—, no pueden sustituirlo. El amor al prójimo requiere siempre el compromiso personal y voluntario, para el cual ciertamente el Estado puede y debe crear condiciones generales favorables. Gracias a este compromiso, la ayuda mantiene su dimensión humana y no se despersonaliza. Y precisamente por eso vosotros, los voluntarios, no sois «tapagujeros» en la red social, sino personas que de verdad contribuyen a dar un rostro humano y cristiano a nuestra sociedad.

Precisamente los jóvenes desean que su capacidad y sus talentos sean «suscitados y descubiertos». Los voluntarios quieren ser interpelados personalmente: «Te necesito», «tú eres capaz». ¡Cuánto bien nos hace una petición de este tipo! Precisamente en su sencillez humana, nos remite de modo indirecto al Dios que nos ha querido a cada uno de nosotros y que a cada uno ha dado su tarea personal, más aún, que necesita de cada uno de nosotros y espera nuestro compromiso.

Así, Jesús ha llamado a los hombres y les ha dado la valentía para llevar a cabo cosas grandes, que por sí mismos no se sentirían capaces de hacer. Dejarse llamar, decidirse y después emprender un camino sin la acostumbrada pregunta sobre la utilidad y los beneficios: esta actitud dejará huellas sanadoras. Los santos han indicado este camino con su vida. Es un camino interesante y apasionante, un camino generoso y muy actual. El «sí» a un compromiso de voluntariado y solidaridad es una decisión que nos hace libres y nos abre a las necesidades de los demás; a las exigencias de la justicia, de la defensa de la vida y de la salvaguardia de la creación. En los compromisos de voluntariado entra en juego la dimensión clave de la imagen cristiana de Dios y del hombre: el amor a Dios y el amor al prójimo.

Queridos voluntarios, señoras y señores, comprometerse en el voluntariado constituye un eco de la gratitud y es la transmisión del amor recibido. «Deus vult condiligentes», «Dios quiere personas que amen con él», afirmó el teólogo Duns Escoto en el siglo XIV (Opus Oxoniense III, d. 32, q. 1, n. 6). Visto así, el compromiso gratuito tiene mucho que ver con la gracia. Una cultura que quiere contabilizarlo todo y pagarlo todo, que sitúa la relación entre los hombres en una especie de corsé de derechos y deberes, experimenta gracias a las innumerables personas comprometidas gratuitamente que la vida misma es un don inmerecido.

Aunque las motivaciones y también los caminos del compromiso del voluntariado puedan ser diversos, múltiples e incluso contradictorios, en resumidas cuentas todos se basan en la profunda comunión que brota de la «gratuidad». Hemos recibido gratuitamente de nuestro Creador la vida; hemos sido liberados gratuitamente del callejón sin salida del pecado y del mal; nos ha sido dado gratuitamente el Espíritu, con sus múltiples dones. En mi encíclica escribí: «El amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos» (Deus caritas est, 31). «Quien es capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este modo, también él es ayudado; el poder ayudar no es mérito suyo ni motivo de orgullo. Es gracia» (ib., 35). Transmitamos gratuitamente, con nuestro compromiso, con nuestra actividad de voluntariado, lo que hemos recibido. Esta lógica de la gratuidad está por encima del simple deber y poder moral.

Sin el compromiso del voluntariado, el bien común y la sociedad no podían, no pueden y no podrán perdurar. La disponibilidad espontánea vive y se demuestra más allá del cálculo y de la compensación esperada; rompe las reglas de la economía de mercado. En efecto, el hombre es mucho más que un simple factor económico, que se valora según criterios económicos. El progreso y la dignidad de una sociedad dependen siempre precisamente de las personas que hacen más de lo que constituye su deber estricto.

Señoras y señores, el compromiso del voluntariado
es un servicio a la dignidad del hombre, que se fundamenta en el hecho de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios. San Ireneo de Lyon, en el siglo II, dijo: «La gloria de Dios es el hombre que vive, y la vida del hombre es la visión de Dios» (Adversus haereses IV, 20, 7). Y Nicolás de Cusa, en su obra sobre la visión de Dios, desarrolló este pensamiento así: «Puesto que el ojo está allí donde se encuentra el amor, siento que tú me amas. (…) Tu mirar, Señor, es amar. (…) Al mirarme, tú, Dios escondido, me permites descubrirte. (…) Tu mirar vivifica. (…) Tu mirar significa obrar» (De visione Dei, Die Gottesschau, en: Philosophisch-Theologische Schriften, hg. und eingef. von Leo Gabriel, übersetzt von Dietlind und Wilhelm Dupré, Viena 1967, Bd. III, 105-111). La mirada de Dios, la mirada de Jesús, nos trasmite el amor de Dios. Hay miradas que pueden caer en el vacío o incluso despreciar. Y miradas que pueden conferir aprecio y expresar amor. Las personas comprometidas gratuitamente confieren aprecio al prójimo, recuerdan la dignidad del hombre y suscitan alegría de vida y esperanza. Los exponentes del voluntariado son custodios y abogados de los derechos del hombre y de su dignidad.

Con la mirada de Jesús va unida también otra forma de mirar. «Lo vio y dio un rodeo», se lee en el evangelio acerca del sacerdote y del levita que ven al hombre medio muerto a la vera del camino, pero no intervienen (cf. Lc 10, 31-32). Hay quien ve y finge no ver; tiene la necesidad ante los ojos y, sin embargo, permanece indiferente; esto forma parte de las corrientes frías de nuestro tiempo. En la mirada de los demás, precisamente en la mirada de quien necesita nuestra ayuda, experimentamos la exigencia concreta del amor cristiano.

Jesucristo no nos enseña una mística «de ojos cerrados», sino una mística «de mirada abierta», es decir, del deber absoluto de percibir la condición de los demás, la situación en la que se encuentra el hombre que, según el evangelio, es nuestro prójimo. La mirada de Jesús, la escuela de los ojos de Jesús, nos lleva a una cercanía humana, a la solidaridad, a compartir nuestro tiempo, a compartir nuestras cualidades y también nuestros bienes materiales. Por eso, «cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia deben distinguirse por el hecho de que no se limitan a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento —también esto es importante—, sino por su dedicación al otro con atenciones que brotan del corazón. (…) Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia» (Deus caritas est, 31). Sí, «tengo que llegar a ser una persona que ama, una persona de corazón abierto, que se conmueve ante la necesidad del otro. Entonces encontraré a mi prójimo, o mejor dicho, será él quien me encuentre» (Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 238).

Por último, el mandamiento del amor a Dios y al prójimo (cf. Mt 22, 37-40; Lc 10, 27) nos recuerda que es a Dios mismo, mediante el amor al prójimo, a quien los cristianos honramos. El arzobispo Kothgasser ha citado ya las palabras de Jesús: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Si en el hombre concreto que encontramos está presente Jesús, entonces la actividad gratuita puede convertirse en una experiencia de Dios. La participación en las situaciones y en las necesidades de los hombres lleva a un «nuevo» estar juntos y actúa «dando sentido». Así, el servicio gratuito puede ayudar a sacar a las personas del aislamiento e integrarlas en la comunidad.

Por último, quisiera recordar la fuerza y la importancia de la oración para quienes están comprometidos en la actividad caritativa. La oración a Dios es camino para salir de la ideología o de la resignación ante la magnitud de la necesidad. «Los cristianos, a pesar de todas las incomprensiones y confusiones del mundo que les rodea, siguen creyendo en la «bondad de Dios y su amor al hombre» (Tt 3, 4). Aunque estén inmersos, como los demás hombres, en las dramáticas y complejas vicisitudes de la historia, permanecen firmes en la certeza de que Dios es Padre y nos ama, aunque su silencio siga siendo incomprensible para nosotros» (Deus caritas est, 38).

Queridos colaboradores voluntarios y honorarios de las obras de ayuda en Austria, señoras y señores, cuando uno no sólo cumple su deber en la profesión o en la familia —y para cumplirlo bien se requiere ya mucha fuerza y un gran amor—, sino que también se compromete en favor de los demás, poniendo su valioso tiempo libre al servicio del hombre y de su dignidad, su corazón se dilata. Los voluntarios no comprenden de modo estrecho el concepto de prójimo; reconocen también en el «lejano» al prójimo que es aceptado por Dios y al que, con nuestra ayuda, debe llegar la obra de redención realizada por Cristo. El otro, el prójimo en el sentido del Evangelio, se convierte para nosotros en un interlocutor privilegiado ante las presiones y las constricciones del mundo en el que vivimos. Quien respeta la «prioridad del prójimo» vive y actúa según el Evangelio y participa también en la misión de la Iglesia, que siempre mira a todo el hombre y quiere hacerle sentir el amor de Dios.

Queridos voluntarios, la Iglesia sostiene plenamente vuestro servicio. Estoy convencido de que, también en el futuro, los voluntarios de Austria serán fuente de grandes bendiciones; os acompaño a todos con mi oración. Imploro para todos la alegría del Señor (cf. Ne 8, 10), que es nuestra fortaleza. Que Dios esté siempre cerca de vosotros y os guíe continuamente con la ayuda de su gracia.

[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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