Los peligros del laicismo, según el cardenal Bertone

Intervención del secretario de Estado de Benedicto XVI

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ROMA, sábado, 3 noviembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado de Benedicto XVI, en un congreso organizado por la Universidad Europea de Roma sobre «Cristianismo y secularización: desafíos para la Iglesia y para Europa» el 29 de mayo de 2007.

* * *

Venerados y queridos hermanos en el episcopado;
señores embajadores;
ilustres señoras y señores:

Me alegra mucho introducir los trabajos de este congreso internacional sobre secularización y cristianismo en Europa, organizado por la Universidad Europea de Roma y por el Consejo nacional de investigaciones.

El tema es de gran actualidad. Como en los ríos confluyen y se mezclan aguas provenientes de diversos afluentes, para luego volver a correr y difundirse por terrenos muy diversos, lo mismo sucede con la problemática que abordamos hoy. La relación entre secularización y cristianismo es un punto central, una clave de lectura emblemática de nuestra época, pero también de las que la han precedido. Las modalidades con que esta relación se ha manifestado a lo largo de la historia y en los distintos países europeos son diversas, pero todas han influido y siguen caracterizando ámbitos muy distintos: sociales, culturales y políticos.

Desde el punto de vista fenomenológico, por secularización se entiende un proceso que caracteriza sobre todo a las sociedades occidentales y está marcado por el abandono de los esquemas religiosos y de los comportamientos de carácter sagrado. Históricamente, este proceso se relaciona con el de emancipación de la esfera política con respecto a la religiosa, y se ha considerado a sí mismo como restablecimiento de la razón y de lo que es razonable. Parecía que, separando los valores del cristianismo, privatizando la fe y considerando la moral autónoma de la religión, se pondrían las bases para construir una humanidad auténticamente libre y digna.

Pero la historia misma se ha encargado de desmentir estos «mesianismos sin mesías». Y a un precio muy elevado. La visión secularista, inmanente y cerrada a los valores trascendentes, ya no ha podido esconder su inhumanidad, precisamente porque la apertura a Dios constituye una dimensión fundamental del hombre. En efecto, con el tiempo la verdad ha sido sustituida por la ideología, o por el escepticismo y el nihilismo. Pero todo ello, a diferencia de la verdad, no nutre, sino que intoxica; no ilumina el intelecto, sino que lo despista; no alimenta la vida interior, sino que la mortifica y hasta la sofoca; no refuerza los valores, sino que los hace más inciertos, e incluso los vacía.

El Papa Benedicto XVI, refiriéndose a este cuadro, con ocasión del 50° aniversario de los Tratados de Roma, habló de «apostasía» de Europa de sí misma, antes que de Dios, y de la paradoja por la que Europa desea convertirse en una comunidad de valores, pero cada vez más a menudo rechaza que existan valores universales (cf. Discurso con ocasión del 50° aniversario de la firma de los Tratados de Roma, 24 de marzo de 2007: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de marzo de 2007, p. 3).

Durante su reciente viaje a Brasil, en el discurso dirigido al Episcopado latinoamericano, Benedicto XVI recordó que «donde Dios está ausente —el Dios del rostro humano de Jesucristo— estos valores no se muestran con toda su fuerza, ni se produce un consenso sobre ellos. No quiero decir -subraya el Papa- que los no creyentes no puedan vivir una moralidad elevada y ejemplar; digo solamente que una sociedad en la que Dios está ausente no encuentra el consenso necesario sobre los valores morales y la fuerza para vivir según la pauta de estos valores, aun contra los propios intereses» (Discurso, 13 de mayo de 2007: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de mayo de 2007, p. 10).

Ante esas dificultades y ese desconcierto, se abre camino la certeza de que es necesario romper el vínculo que, durante demasiado tiempo, ha unido la secularización a la aversión o, por lo menos, al desencanto con respecto a la religión. En otras palabras, existe la convicción de que hay que acabar con el postulado que hace coincidir de modo indiscutible el progreso con la ideología secularista, y la religión se acredita como reserva de sentido para la sociedad misma.

Por lo demás, en la historia mundial y en la historia reciente de Europa, el cristianismo ha demostrado que es un factor esencial de liberación, con múltiples repercusiones, incluso sociales. Esto no quiere decir que haya desempeñado directamente un papel político, que no le corresponde, sino simplemente que ha sido coherente con su misión religiosa, educando a los fieles en una libertad más fuerte que la opresión y en un amor más radical que el odio y la intolerancia y, por tanto, en un testimonio coherente de los valores constitutivos de cada persona y de cada pueblo.

Benedicto XVI lo reafirmó también en su primera encíclica: «La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política. No obstante, le interesa sobremanera trabajar por la justicia esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien» (Deus caritas est, 28).

En pocas palabras, se puede decir que la democracia, para mantener vivos los valores seculares sobre los que se funda, comienza a sentir hoy más necesidad de la religión, de la que a menudo han surgido dichos valores, aunque después se aleje de ella.

Así, se ponen las premisas para una confrontación fecunda entre cristianismo y secularización. Y este es el deseo que formulo para el congreso que tengo el placer de introducir esta tarde. Creo que es particularmente apreciable la voluntad de los oradores de no dejarse encerrar en ningún esquema preconcebido, sino de mirar serenamente adelante, para el bien de la Iglesia y de la sociedad misma. Obviamente, esto no niega, sino que más bien presupone un reconocimiento objetivo y profundo de la situación, sin esquemas pesimistas, pero también sin lugares comunes —porque en ciertas situaciones parece que el único prejuicio aceptable es el anticristiano— y lejano de lo políticamente correcto, que para hacerse escuchar en público induce a veces a hacer profesión preliminar de laicidad, como si fuera un distintivo, obviamente en su concepción laicista.

En la medida de lo posible, dicho reconocimiento debe tener en cuenta los diversos matices del prisma de la secularización: ante todo, en la historia, en la cultura y en las relaciones entre la Iglesia y la comunidad política. Es lo que se tratará de hacer esta tarde, y me alegra que se dediquen a ello relatores de extraordinario perfil eclesial, institucional y cultural.

Concluyo destacando que, como cristianos, tenemos la tarea de ser extranjeros y a la vez de estar presentes en nuestro tiempo. Jesús nos enseñó que la Iglesia está en el mundo, pero no es del mundo, es decir, es ajena pero está presente en nuestro tiempo y en todos los tiempos: ajena a los engaños, al escepticismo y al nihilismo en el que a menudo se debate el mundo secularizado, pero presente en todas las dificultades que derivan de dichos engaños.

En efecto, existe el riesgo de que, rechazando a Dios, la verdad desaparezca y se reemplace con la ideología. Pero el cristianismo no permanece indiferente ante este desafío, porque no es ideología: es anuncio de una verdad trascendente y no posesión de una certeza inmanente; valora las semillas de verdad y de bien, y no impone nada con la violencia y la fuerza, porque el yugo de Cristo es suave y, por tanto, el cristiano, como su Maestro, debe ser manso y humilde de corazón. Dotado de estas virtudes, el cristiano no se concibe como el resto de una Europa que desaparece, sino como la vanguardia de una nueva Europa que, como subrayó recientemente el Papa Benedicto XVI, puede ser realista pero no cínica, rica en ideales, sin ingenuas y falsas ilusiones, inspirada en la
perenne y vivificante verdad del Evangelio (cf. Discurso con ocasión del 50° aniversario de la firma de los Tratados de Roma, 24 de marzo de 2007).

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ZENIT Staff

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