Benedicto XVI: Con Cristo «es posible afrontar y superar toda prueba física y espiritual»

Audiencia a la XXII Conferencia Internacional del dicasterio para la Salud

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CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 18 noviembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que el sábado dirigió Benedicto XVI al recibir en audiencia a los participantes de la XXII Conferencia Internacional que ha promovido –del 15 al 17 de noviembre– en el Vaticano el Pontificio Consejo para la Pastoral de los Agentes Sanitarios (o Pastoral de la Salud) sobre el tema «La pastoral en el cuidado de los enfermos ancianos».

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Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
ilustres señores y señoras:

Me alegra encontraros con ocasión de esta Conferencia Internacional organizada por el Pontificio Consejo para la Pastoral de los Agentes Sanitarios. Dirijo a cada uno mi cordial saludo, en primer lugar al señor cardenal Javier Lozano Barragán, con sentimientos de gratitud por las amables expresiones que me ha expresado en nombre de todos. Junto a él saludo al secretario y a los demás miembros del Pontificio Consejo, a las autorizadas personalidades presentes y a cuantos han participado en este encuentro para reflexionar juntos sobre el tema de la atención pastral a los enfermos ancianos. Se trata de un aspecto hoy central de la pastoral de la salud que, gracias al aumento de la media de edad, interesa a una población cada vez más numerosa, portadora de múltiples necesidades, pero a la vez de indudables recursos humanos y espirituales.

Si es cierto que la vida humana en cada fase es digna del máximo respeto, en algunas vertientes lo es aún más cuando está marcada por la ancianidad y la enfermedad. La ancianidad constituye la última etapa de nuestra peregrinación terrena, que tiene fases distintas, cada una con sus propias luces y sombras. Se cuestiona: ¿tiene aún sentido la existencia de un ser humano que discurre en condiciones muy precarias porque es anciano y está enfermo? ¿Por qué, cuando el desafío de la enfermedad se hace dramático, seguir defendiendo la vida, sin aceptar más bien la eutanasia como una liberación? ¿Es posible vivir la enfermedad como una experiencia humana que hay que asumir con paciencia y valor?

Con estas preguntas debe medirse quién está llamado a acompañar a los ancianos enfermos, especialmente cuando parecen no tener ya posibilidades de curación. La actual mentalidad eficientista tiende con frecuencia a marginar a estos hermanos y hermanas nuestras que sufren, casi como si fueran sólo un «peso» y «un problema» para la sociedad. Quien tiene sentido de la dignidad humana sabe que, en cambio, hay que respetarles y sostenerles mientras afrontan serias dificultades ligadas a su estado. Es incluso justo que se recurra también, cuando es necesario, al empleo de cuidados paliativos, los cuales, aunque no pueden curar, son capaces sin embargo de aliviar los sufrimientos que se derivan de la enfermedad. Siempre, con todo, junto a las indispensables atenciones clínicas, es necesario mostrar una capacidad concreta de amar, porque los enfermos tienen necesidad de compresión, de consuelo y de constante aliento y acompañamiento. Los ancianos, en particular, deben ser ayudados a recorrer de manera consciente y humana el último tramo de la existencia terrena, para prepararse serenamente a la muerte, que –los cristianos lo sabemos— es un tránsito hacia el abrazo del Padre celestial, lleno de ternura y de misericordia.

Desearía añadir que esta necesaria solicitud pastoral hacia los ancianos enfermos no puede dejar de involucrar a las familias. En general es oportuno hacer cuanto sea posible para que sean las propias familias las que acojan y se hagan cargo de ellos con afecto reconocido, de forma que los ancianos enfermos puedan pasar el último período de la vida en su casa y prepararse a la muerte en un clima de calor familiar. También cuando fuera necesario el ingreso en estructuras sanitarias, es importante que no decaiga el vínculo del paciente con sus seres queridos y su propio entorno. Que en los momentos más difíciles, el enfermo, sostenido por la atención pastoral, sea alentado a encontrar la fuerza para afrontar su dura prueba en la oración y con el consuelo de los Sacramentos. Que esté rodeado de hermanos en la fe, dispuestos a escucharle y a compartir sus sentimientos. Es éste, realmente, el verdadero objetivo de la atención «pastoral» de las personas ancianas, especialmente cuando están enfermas, y más todavía si lo están gravemente.

En varias ocasiones, mi venerado predecesor Juan Pablo II, que especialmente durante la enfermedad ofreció un testimonio ejemplar de fe y de valor, exhortó a los científicos y a los médicos a comprometerse en la investigación para prevenir y curar las enfermedades ligadas al envejecimiento, sin ceder jamás a la tentación de recurrir a prácticas de acortamiento de la vida enferma y anciana, prácticas que resultarían ser, de hecho, formas de eutanasia. Que no olviden los científicos, los investigadores, los médicos, los enfermeros, así como los políticos, los administradores y los agentes pastorales que «la tentación de la eutanasia se presenta como uno de los síntomas más alarmantes de la cultura de la muerte que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar» (Evangelium vitae, 64). La vida del hombre es don de Dios que todos estamos llamados a custodiar siempre. Tal deber corresponde también a los agentes sanitarios, cuya misión específica es hacerse «ministros de la vida» en todas sus fases, particularmente en aquellas caracterizadas por la fragilidad conectada a la enfermedad. Se necesita un compromiso general para que la vida humana sea respetada no sólo en los hospitales católicos, sino en todo lugar de tratamiento.

Para los cristianos es la fe en Cristo la que ilumina la enfermedad y la condición de la persona anciana, como cualquier otro evento y fase de la existencia. Jesús, muriendo en la cruz, dio al sufrimiento humano un valor y un significado trascendente. Ante el sufrimiento y la enfermedad los creyentes están invitados a no perder la serenidad, porque nada, ni siquiera la muerte, puede separarnos del amor de Cristo. En Él y con Él es posible afrontar y superar toda prueba física y espiritual y, precisamente en el momento de mayor debilidad, experimentar los frutos de la Redención. El Señor resucitado se manifiesta, en cuantos creen en Él, como el viviente que transforma la existencia dando sentido salvífico también a la enfermedad y a la muerte.

Queridos hermanos y hermanas: mientras invoco sobre cada uno de vosotros y sobre vuestro trabajo diario la materna protección de María, Salus infirmorum, y de los santos que emplearon su existencia al servicio de los enfermos, os exhorto a trabajar siempre para difundir el «evangelio de la vida». Con tales sentimientos os imparto de corazón la Bendición Apostólica, extendiéndola gustosamente a vuestros seres queridos, a vuestros colaboradores y particularmente a las personas ancianas enfermas.

[Traducción del original italiano realizada por Marta Lago]

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ZENIT Staff

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