CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 18 noviembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado de Benedicto XVI, en la celebración eucarística de beatificación de Ceferino Namuncurá, que tuvo lugar el 11 de noviembre en Chimpay, diócesis de Viedma (Argentina).
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Queridos hermanos y hermanas:
"En aquel tiempo, lleno de la alegría del Espíritu Santo, Jesús exclamó: "Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra"" (Lc 10, 21).
En esta santa misa que tengo la inmensa alegría de presidir, concelebrando con mis hermanos en el episcopado y con tantos sacerdotes, acompañados de numerosos fieles venidos de diversos lugares de esta nación, doy gracias al Señor por todos los que os habéis congregado aquí, formando una multitud jubilosa, para participar en la beatificación del siervo de Dios Ceferino Namuncurá. A todos os saludo y expreso mi gran afecto con un abrazo de paz.
Hoy, junto con Jesús y con toda su Iglesia, y llenos de la alegría del Espíritu Santo, damos también nosotros gracias al Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ha revelado a la gente sencilla, y no a los sabios del mundo, los profundos misterios de su vida y de su amor (cf. ib.).
Dios comunica su vida, es decir, la santidad, a los pequeños, a los pobres, a los que tienen sed de justicia, a los que trabajan por la paz, a los perseguidos, a los que se empeñan cada día en vencer el mal a fuerza de bien.
El episodio asombroso de la zarza ardiente, tan importante en la revelación del Antiguo Testamento, nos recuerda que entre la criatura y el Creador hay un abismo de por sí infranqueable. Sin embargo, en Jesucristo —el Hijo de Dios que se hizo pequeño y pobre, y que se anonadó hasta la muerte de cruz— ese abismo ha quedado colmado de tal manera que, quien cree en él, puede participar de la vida misma de Dios.
Hoy celebramos estos prodigios de la gracia en un joven araucano, Ceferino Namuncurá, hijo del "gran cacique de la pampa". El Santo Padre Benedicto XVI, al que expresamos con afecto nuestro agradecimiento, ha querido que este muchacho de diecinueve años sea inscrito en el catálogo de los beatos.
Pero, ¿quién es Ceferino y cuál es el secreto de su santidad?
Como bien sabemos, Ceferino nació en una familia ilustre y generosa de la poderosa tribu de los indios araucanos, en tierras de la Patagonia. La santidad pudo florecer en él porque encontró un terreno fértil y rico en cualidades humanas, propias de su tierra y de su estirpe, cualidades que él asumió y perfeccionó.
Nos agrada ver en el beato Ceferino toda la historia tantas veces dramática de su pueblo. Él resume en su persona los sufrimientos, aspiraciones y anhelos de los mapuches a los que durante los años de su infancia les fue anunciado el Evangelio, y abriéndose ellos al don de la fe.
Alabar hoy al Señor por el beato Ceferino significa recordar y apreciar en lo más hondo las antiguas tradiciones del pueblo mapuche, audaz e indómito, al mismo tiempo que nos ayuda a descubrir la fecundidad del Evangelio, que nunca destruye los valores auténticos que hay en una cultura, sino que los asume, purifica y perfecciona.
La misma vida del nuevo beato es como una "parábola" de esta profunda verdad. Ceferino jamás olvidó que era mapuche. En efecto, su ideal supremo era ser útil a su gente. Ahora bien, su encuentro con las enseñanzas del Evangelio hizo posible que realizara su aspiración fundamental desde una nueva perspectiva: deseó ardientemente llegar a ser salesiano y sacerdote, "para mostrar" a sus hermanos mapuches "el camino hacia el cielo".
Como modelo de vida eligió a santo Domingo Savio. Este alumno predilecto de don Bosco fue proclamado santo por Pío XII en 1954 y, con ello, se canonizaba en cierto modo la "receta simple" de la santidad, que "el padre y maestro de los jóvenes" entregó un día a Domingo. Una receta que más o menos dice así: "Que estés siempre alegre; cumple bien tus deberes de estudio y de piedad; ayuda a tus compañeros".
La alegría ante todo. "Sonríe con los ojos", decían de Ceferino sus compañeros. Era el alma de los recreos, en los que participaba con creatividad y entusiasmo, a veces incluso con ímpetu. Era prestidigitador, lo que le mereció el título de "mago". Organizaba diversas competiciones y enseñaba a sus compañeros la mejor forma de preparar los arcos y las flechas, para adiestrarlos posteriormente en el tiro al blanco.
Don Bosco recomendaba también a Domingo Savio sus deberes de estudio y de piedad. Ya en Italia, en el colegio salesiano de Villa Sora, en Frascati, Ceferino logró en pocos meses ser el segundo de la clase, a pesar de que tuviera alguna dificultad con la lengua italiana. En su expediente académico destaca su óptimo resultado en latín: este era un requisito importante para llegar a ser sacerdote.
La piedad de Ceferino era la típica de los ambientes salesianos, anclada firmemente en los sacramentos, particularmente en la Eucaristía, considerada como "la columna" del sistema pedagógico de don Bosco. Por esto Ceferino desempeñaba con gusto el cargo de sacristán. Durante los meses en que estuvo en Turín se le veía pasar largas horas en el santuario de María Auxiliadora, en íntimo diálogo con Jesús.
En fin, don Bosco recomendaba a Domingo que ayudara a sus compañeros. A este respecto, es impresionante el testimonio de un salesiano, don Iorio. Tres días antes de que muriera Ceferino, don Iorio fue a visitarlo al hospital de los Hermanos de San Juan de Dios, de la isla Tiberina en Roma. Nuestro beato, al que le quedaba poco tiempo de vida, le dijo: "Padre, yo me marcharé dentro de poco, sin embargo le encomiendo a este pobre joven que tiene su cama junto a la mía. Venga con frecuencia a visitarlo... ¡Sufre tanto! De noche casi no duerme, tiene mucha tos...". Ceferino decía esto a pesar de que él mismo se encontraba en una situación mucho peor, ya que, de hecho, no podía dormir nada.
Todos los que entran en la basílica de San Pedro en el Vaticano pueden ver en la parte alta, en la última hornacina de la derecha de la nave central, una gran estatua de san Juan Bosco que señala el altar y la tumba de san Pedro. Junto a él están dos jóvenes, uno tiene facciones europeas y el otro los rasgos típicos de los latinoamericanos. Es evidente la referencia a estos dos jóvenes santos: Domingo Savio y Ceferino Namuncurá. Es la única representación de jóvenes que se encuentra en dicha basílica. Queda así esculpido en mármol, en el centro de la cristiandad, el ejemplo de la santidad juvenil y, al mismo tiempo, queda reflejada la perenne validez de las intuiciones pedagógicas de don Bosco: en un siglo y medio, tanto en la Patagonia como en Italia, y en tantas otras partes del mundo, el sistema educativo de don Bosco ha dado frutos insospechados y ha forjado héroes y santos.
¡Beato Ceferino, nos encomendamos ahora a tu poderosa intercesión: ayúdanos en nuestro camino, para que podamos avanzar también por las sendas de la santidad, fieles a las enseñanzas de don Bosco.
Tú has alcanzado la cumbre de la perfección evangélica cumpliendo bien los deberes cotidianos. Tú nos recuerdas así que la santidad no es algo excepcional, reservada a un grupo de privilegiados: la santidad es la vocación común de todos los bautizados y la meta laboriosa de la vida cristiana ordinaria.
Ayúdanos a comprender que, por encima de todo, una sola cosa es importante: ser santos, como él, el Señor, es santo.
Beato Ceferino, guíanos con tu mirada sonriente y muéstranos el camino del cielo. Acompáñanos a todos al encuentro de tu amigo Jesús. Amén.