ROMA, domingo, 25 noviembre 2007 (ZENIT.org).- Cómo reconciliar los principios morales con las exigencias políticas y sociales de una sociedad secularizada es uno de los temas subyacentes a muchos debates contemporáneos. Un libro publicado hace poco en Australia aporta algunas reflexiones sobre este tema.

«God and Caesar: Selected Essays on Religion, Politics and Society» («Dios y el César: ensayos escogidos sobre religión, política y sociedad»), publicado conjuntamente por Connor Court Publishing y la Catholic University of America Press, recoge diez ensayos del arzobispo de Sydney, el cardenal George Pell.

En la introducción a los ensayos, el purpurado reconoce que su principal preocupación es la religión. Por eso, los escritos filosóficos no deberían verse como un sustitutivo de la necesidad de seguir la llamada de Cristo a la conversión, sino más bien como una aportación al diálogo con la sociedad que nos rodea.

La ley y la moralidad es el tema del primer ensayo. Aunque la ley debe aplicarse a todos, sean cuales sean sus creencias, es cuestionable el presupuesto de que ley y moralidad deben separarse, mantiene el cardenal Pell.

De hecho, la moralidad que la mayoría busca excluir es casi siempre la cristiana. Este silenciar la moralidad se basa en premisas falsas, indica el cardenal. Para empezar, cualquier ley contiene implícitamente una cierta visión moral de la sociedad. Una ley que legaliza el aborto o la eutanasia, especialmente si reivindica esta especie de «derechos», se basa en el argumento de que son algo moral.

Además, muchos principios morales cristianos tienen su base en argumentos de la razón, como la dignidad de la persona humana, y son, por lo mismo, más universales que algunos preceptos extraídos de una particular posición religiosa. El ensayo lanza un desafío: «Defender la vida humana sobre la base de la dignidad inviolable de la persona, ¿es lo mismo que imponer unos puntos de vista personales al resto de la comunidad?».

Decisiones arbitrarias
Refiriéndose al Papa Juan Pablo II, el cardenal Pell observa que las democracias están teniendo dificultades a la hora de definir los derechos y corren el riesgo de caer en una situación donde las cuestiones fundamentales se decidan de forma arbitraria. Cuando se exalta la libertad como un absoluto sin ningún límite, acaba en relativismo. A su vez, esto convierte a la ley, de ser una protectora de la vida y de la sociedad, en una fuerza que la mina.

«La libertad hoy, en su sentido diario, significa la falta de límites a la posibilidad: lo que quieras, lo que desees, lo que puedas hacer», observa el cardenal en uno de los ensayos del libro.

El cardenal Pell pregunta si es cierto que la democracia nos exige vivir en una situación donde nos vemos afligidos por millones de abortos, una industria pornográfica floreciente, altos niveles de divorcios y matrimonios rotos, eutanasia legal e investigación utilizando embriones.

El purpurado observa que el desafío para los cristianos consiste en formular en términos humanos, no religiosos, «por qué la protección de la ecología moral es necesaria e importante para la sociedad». Esto requiere, recomienda, respeto por los demás, entablar un diálogo, y la creación de confianza y amistad.

Otro ensayo del libro advierte, no obstante, ante una posible trampa en este diálogo sobre los derechos humanos, especialmente el error de poner como un absoluto exclusivo el concepto de la primacía de la conciencia. Con demasiada frecuencia, advierte el cardenal Pell, «la primacía de la conciencia se usa para justificar lo que quisiéramos hacer en vez de descubrir lo que Dios quiere que hagamos».

La conciencia individual, continúa, no confiere el derecho de rechazar o distorsionar los principios de la moralidad contenidos en la Biblia y afirmados y desarrollados por la Iglesia.

Además, si negamos el papel de la verdad que es mayor que nuestras propias preferencias, corremos el riesgo de minar tanto la razón como los derechos humanos, afirma el cardenal Pell. «La negación de la verdad hace imposible un concepto duradero de la justicia que sirva genuinamente a la vida humana y al amor», añade.

Ley y moralidad
Volviendo a la cuestión de la Iglesia y la política, el cardenal Pell advierte contra el olvido de la dimensión vertical de la religión, que daría como resultado recudir el reino de Dios a la construcción de una sociedad justa. Es necesario que los líderes de la Iglesia hablen sobre ciertos temas en los que la moralidad pública está en jaque, pero hay muchos otros temas en los que el papel de las autoridades eclesiásticas no debe entrar en los detalles del debate político.

Los papeles del gobierno y de la iglesia son claramente diferentes. No obstante, añadía, es importante tener en mente que, aunque «los católicos pueden reconocer que no todas las actividades inmorales son ilegales, no se sigue de ahí que todas las actividades legales sean morales».

Una aportación valiosa que la Iglesia y los creyentes pueden hacer al estado es proporcionar una fuente de valores. La tentación del individualismo y el materialismo no pueden atajarse adecuadamente con una postura meramente laica, afirmaba el cardenal Pell

De hecho, en el ensayo «Catolicismo y Democracia», el arzobispo de Sydney observa que muchas instituciones de la sociedad moderna, desde las universidades a los hospitales y colegios, tienen su origen y desarrollo en el cristianismo.

Los intentos de privatizar la creencia religiosa se justifican en un llamamiento a la importancia de mantener la neutralidad en la arena pública, observa el cardenal. Sin embargo, esta no es una neutralidad real, sino una forma de silenciar a los oponentes e imponer un punto de vista cultural específico.

En una democracia, la religión puede jugar un papel vital a través de su influencia sobre la familia y la vida diaria. El cristianismo también sirve como contrapeso a los excesos de una cultura de derecho que con demasiada frecuencia olvida que también tenemos deberes.

El derecho natural de los niños a ser amados y criados por un padre y una madre, por ejemplo, es un tema de justicia que el estado y la sociedad deberían apoyar. Desgraciadamente, lamenta el cardenal Pell, el estado de hoy con demasiada frecuencia anima a la ruptura del matrimonio y de la familia.

Pseudo derechos
«Apoyar el matrimonio y la familia es sólo una forma con la que las profundas creencias religiosas y la creencia en los derechos humanos unidas pueden ayudar a traer a la luz los pseudo derechos de la modernidad», observa el cardenal.

La religión también puede desempeñar un papel clave a favor del amor y la no violencia, para el servicio y no para el triunfo. Es importante, por ello, que los esfuerzos del liberalismo dogmático que buscan silenciar a la Iglesia no triunfen. En teoría, añade el cardenal, el liberalismo debe preocuparse por dar a cada cual la misma voz. No obstante, en muchas ocasiones, «los liberales laicistas dogmáticos usan cada vez más el liberalismo para excluir la voz de la Iglesia».

Frente a estos ataques, el cardenal Pell sugiere una postura en la que se deje claro que muchos planteamientos morales cristianos se basan no sólo en la verdad revelada, sino también en las verdades de la ley natural, que son aceptables por todos sin importar su religión.

Otro punto a tener en mente es evitar hacer de la democracia un absoluto, como si estuviera dotada de una especie de infalibilidad. «La legitimidad de la democracia, como cualquier forma de gobierno, está o se fundamenta en si sirve al bien común, y lo hace bien», según el cardenal Pell.

Resolver conflictos sobre derechos, continúa, estaría bien si la sociedad se tomara en serio el concepto de derechos naturales. La democracia necesita que se legitime por su preocupación por el bi en común y los derechos humanos básicos. Derechos que se fundan en la verdad moral sobre la persona. Una verdad perdida de vista con demasiada frecuencia en muchos países.

Por el padre John Flynn, L. C.